La mejor manera de explicar lo que significa ser hincha de un equipo de fútbol la dio el escritor inglés Nick Hornby en su libro “Fiebre en las gradas”, donde cuenta su relación de amor con el Arsenal londinense. Es como un matrimonio. Pero no cualquier matrimonio como los de ahora, que duran menos que el noviazgo. No, éste es un matrimonio estricto, espartano, victoriano. Indisoluble. Como dicen los sacerdotes, “hasta que la muerte los separe”. “Un matrimonio sagrado”, agregaría el cantante dominicano Juan Luis Guerra en su canción “Como abeja al panal”.
Un matrimonio, además, que no concibe la infidelidad. El hincha de Santa Fe jamás tendrá un affaire clandestino de dos semanas con Millonarios, el otro equipo de Bogotá. Si acaso, furtivos y pasajeros amores platónicos con equipos de otras ciudades, como el Deportivo Cali, el Unión Magdalena o el Júnior de Barranquilla, amores platónicos que se desintegran y vuelan por los aires el día en que estos equipos enfrentan a Santa Fe.
El hincha se comporta como un marido ejemplar, sumiso y leal. Acepta y asume los defectos de su equipo, como un esposo acepta que su señora ya no sea tan delgada como el día que se enamoró de ella, o que ronque, o que tenga ojeras y haga mala cara 18 de las 24 horas del día. Más allá de las iras momentáneas cuando el equipo juega mal. (En el caso concreto del Santa Fe, son veintidós años sin ganar ningún título.) Más allá de los airados reclamos al técnico de turno o a los ineptos jugadores que son incapaces de defender con decoro los colores del equipo. El hincha siempre termina en el estadio, siempre acompaña a su equipo en las buenas y en las malas y le cantará siempre, así sea en voz baja: “Olé olé olá/ cada día te quiero más.”
Y así como el marido paga cumplidamente las cuentas del hogar sin importar que a ratos éste se parezca más a un infierno que a otra cosa, el hincha le gasta plata al equipo. Y mucha. Antes bastaba con las boletas. Ahora no. También hay que comprar camiseta del equipo (que cambia de diseño o de fabricante en promedio cada seis meses y, por tanto, toca actualizarla), bufanda, bandera, el disco oficial con las canciones de la barra...
¿Y qué gana a cambio? Una serie de intangibles que sólo conoce quien es hincha de verdad. Un sentido de pertenencia tribal que no se consigue en ninguna otra parte del mundo, llámese triunfo electoral, concierto de rock de 100.000 personas o victoria militar. Un delicioso corrientazo por el espinazo cada vez que el equipo hace un gol, o le gana al enemigo eterno, y que se transforma en una sensación indescriptible que dura varios días. O años. En 1992 Santa Fe le ganó 7 a 3 a Millonarios y ese recuerdo, siete años después, todavía nos llena de orgullo a los hinchas del equipo rojo y se lo restregamos cada vez que podemos a los seguidores del equipo azul.
Una razón para aferrarse a la vida: no me puedo morir sin saber antes quién queda campeón este año o por cuánto le vamos a ganar a Millonarios en el próximo clásico.
Sin importar si uno elige bien o mal (Athletic de Bilbao o Real Sociedad, Boca Juniors o River Plate, Inter o AC Milan, Arsenal o Tottenham Hotspurs), el equipo de fútbol es sólo eso y nada más que eso: el único y verdadero amor de la vida.
Un matrimonio, además, que no concibe la infidelidad. El hincha de Santa Fe jamás tendrá un affaire clandestino de dos semanas con Millonarios, el otro equipo de Bogotá. Si acaso, furtivos y pasajeros amores platónicos con equipos de otras ciudades, como el Deportivo Cali, el Unión Magdalena o el Júnior de Barranquilla, amores platónicos que se desintegran y vuelan por los aires el día en que estos equipos enfrentan a Santa Fe.
El hincha se comporta como un marido ejemplar, sumiso y leal. Acepta y asume los defectos de su equipo, como un esposo acepta que su señora ya no sea tan delgada como el día que se enamoró de ella, o que ronque, o que tenga ojeras y haga mala cara 18 de las 24 horas del día. Más allá de las iras momentáneas cuando el equipo juega mal. (En el caso concreto del Santa Fe, son veintidós años sin ganar ningún título.) Más allá de los airados reclamos al técnico de turno o a los ineptos jugadores que son incapaces de defender con decoro los colores del equipo. El hincha siempre termina en el estadio, siempre acompaña a su equipo en las buenas y en las malas y le cantará siempre, así sea en voz baja: “Olé olé olá/ cada día te quiero más.”
Y así como el marido paga cumplidamente las cuentas del hogar sin importar que a ratos éste se parezca más a un infierno que a otra cosa, el hincha le gasta plata al equipo. Y mucha. Antes bastaba con las boletas. Ahora no. También hay que comprar camiseta del equipo (que cambia de diseño o de fabricante en promedio cada seis meses y, por tanto, toca actualizarla), bufanda, bandera, el disco oficial con las canciones de la barra...
¿Y qué gana a cambio? Una serie de intangibles que sólo conoce quien es hincha de verdad. Un sentido de pertenencia tribal que no se consigue en ninguna otra parte del mundo, llámese triunfo electoral, concierto de rock de 100.000 personas o victoria militar. Un delicioso corrientazo por el espinazo cada vez que el equipo hace un gol, o le gana al enemigo eterno, y que se transforma en una sensación indescriptible que dura varios días. O años. En 1992 Santa Fe le ganó 7 a 3 a Millonarios y ese recuerdo, siete años después, todavía nos llena de orgullo a los hinchas del equipo rojo y se lo restregamos cada vez que podemos a los seguidores del equipo azul.
Una razón para aferrarse a la vida: no me puedo morir sin saber antes quién queda campeón este año o por cuánto le vamos a ganar a Millonarios en el próximo clásico.
Sin importar si uno elige bien o mal (Athletic de Bilbao o Real Sociedad, Boca Juniors o River Plate, Inter o AC Milan, Arsenal o Tottenham Hotspurs), el equipo de fútbol es sólo eso y nada más que eso: el único y verdadero amor de la vida.
(artículo de Eduardo Arias, periodista e hincha del
Deportivo Independiente Santa Fe, Bogotá, Colombia -1999-)
Deportivo Independiente Santa Fe, Bogotá, Colombia -1999-)