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El arquero más importante de la historia de Chile es Sergio "Sapo" Livingstone, quien ocupó la valla de su selección en el Mundial de Brasil de 1950, enfrentando a España, Estados Unidos e Inglaterra.
"El Sapo", -así se lo apoda-, se aproxima a los 90 años de edad y es uno de los periodistas deportivos trasandinos más importantes de la televisión. Jugó 22 temporadas en la Universidad Católica, un año en Racing de Avellaneda, y uno en el Colo Colo de su país.
En sus memorias recuerda con sumo orgullo su estadía en la Argentina, atajando para la "Academia". Para él fue un paso muy importante, jugando al lado de compañeros de gran renombre.
Claro que hoy rememora esa época, en 1943, cuando tenía 23 años, con cierto arrepentimiento en el tema de sus decisiones personales, porque en vez de continuar en nuestro fútbol, verdadero espaldarazo internacional para la posibilidad de irse a jugar en Europa, retornó a Chile, por estar enamorado de una compatriota.
Si bien el amor todo lo puede, dejó entrever que ese noviazgo finalmente no prosperó y le quedó trunco ese sueño ambicioso en cuanto a lo deportivo.
De todas formas, Livingstone, quien admite que el mejor futbolista que vio, el más completo, fue Alfredo Di Stéfano, defendió el arco de Chile en 75 partidos (34 en 6 Copas de América) retirándose el 18 de Noviembre de 1959, en el estadio Nacional de Santiago, cuando su representativo le ganó, en un amistoso y por primera vez en su historia, a la Argentina (4 a 2).
El padre de "El Sapo" había sido árbitro de fútbol, llegando a dirigir la final del Sudamericano de 1917, entre Argentina (1) y Uruguay (0). Fue un buen antecedente de un grande del fútbol sudamericano.

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Descontrolado (Jóvenes Pordioseros - Argentina)

* dedicado al club Deportivo Universidad Católica (Chile)

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Miguel Ángel Montuori: El ilustre desconocido


Pasó de la Reserva de Racing a ser campeón y figura en Chile, con la Católica, y en Italia, con la Fiorentina. Hasta fue capitán de la selección azzurra. Un pelotazo en un ojo lo devolvió al anonimato y la miseria.

Severino Varela, el crack de Boca Juniors de los años cuarenta, celebra un nuevo campeonato -el de 1944- emulando la euforia de su público y, en un gesto incomparable de desprendimiento, arroja al aire su boina blanca, el fetiche que lo hizo tan famoso como sus goles. La tapa de fieltro de ese gran cabeceador -y precursor del atleta adornado- gira varias veces y cae en la mano de Miguel Ángel Montuori, un niño rosarino de doce años que vive en Puente Alsina y sueña con heredar, o usurpar, la gloria de sus héroes. Al día siguiente, los diarios de la mañana publican la foto de ese morocho de ojos achinados, tomado a una pierna de Mario Boyé, como el náufrago que ha encontrado su tabla.
Miguel Ángel Montuori, hijo de padre sorrentino, llegó a Buenos Aires a los tres años y construyó su educación sentimental en las calles de La Boca y en las canchas de Primera. No eran las tribunas -el lugar de quienes miran- donde se sentía más cómodo, sino en el césped, a donde ingresaba con sus amigos cuando las bandas tocaban el Himno Nacional y la pandilla sacaba ventaja de la quietud patriótica. Esas intromisiones lo llevaron lejos: Barraza, un rudo zaguero de Independiente, un día lo sacó carpiendo y despertó en Montuori su curiosidad por Racing.
A la Academia llegó una mañana, en zapatillas y pijama, de la mano de Amaro Sande, "el Duchini de aquella época", como recuerda Juan José Pízzuti: "Montuori era chiquito y muy dotado técnicamente. Pero era una época en que Racing tenía jugadores a rolete, varios por puesto, y eso obligaba a muchos futbolistas capaces al éxodo. Aunque tuviera un juego parecido al de Rubén Sosa, no tuvo chances de jugar en Primera. Llegó a la Reserva y se fue a Chile".

El camino de Santiago

En 1953 probó su suerte inconclusa en la Universidad Católica, generando al principio una antipatía en la prensa del fútbol, que veía intrascendencia en sus calesitas sin solución de continuidad. Temeroso del avance a fondo hacia el arco contrario, su aspecto de fenómeno de potrero se fue diluyendo en la falta de productividad y decisión para entrar al área y demostrar allí su valor. Con esos pobres resultados a la vista, la Católica juzgó demasiado alto el precio en que lo había tasado Racing y decidió su regreso a Buenos Aires. Montuori llevó su mano al bolsillo y dejó sobre la mesa de esos mandamases indiferentes un fajo de billetes que era la suma de todos sus ahorros. El escurridizo morocho de Puente Alsina renovó contrato bajo esas circunstancias y se convirtió, durante los meses siguientes, en el hombre gol del equipo. "¿Qué fue lo que le ocurrió a Montuori?", se preguntaban asombrados sus críticos chilenos: "Abrí los ojos", respondía el crack.
La leyenda trasandina cuenta que, al llegar a Santiago, Montuori se enamoró de una chilena, a quien entregó sus energías de atleta, y con quien diseñó grandes planes de futuro. Al bajar el rendimiento en su equipo, comenzaron a naufragar sus afanes familiares, de modo que decidió abocarse al éxito futbolero que habría de atraer a todos los demás, y recuperó su juego hábil y veloz.
Pedro Dellacha, uno de los símbolos del Racing de los años cincuenta, recuerda el estilo extravertido de Montuori: "Era un chico que hacía hacer goles, cosa que para mí es tan importante como hacerlos. Sin embargo, su triunfo en Chile, y después en Italia, no tuvo aquí la repercusión que le hubiera significado hoy. Antes no había tanta prensa. En cambio, ahora, cualquier chico que juega bien un partido, sale en las tapas de todas las revistas".
En Chile, Montuori alcanzó la fama primero, y la consagración deportiva después, como si la ansiedad hubiera alterado el orden en que hubieran debido ir las cosas en su vida. En 1954 se vestía "a lo Gatica", como a él mismo le gustaba decir: chaquetas partidas, pantalón de caña angosta, camisas floreadas y zapatos de "radiopatrulla". Ese estilo estrafalario era el que intentaba llevar -salvando las distancias- al vestuario deportivo, usando la camiseta fuera del pantalón, las medias bajas y empleando esa serie de mañas que hoy la FIFA pena en el jugador de malos hábitos.
Pero las cosas cambiaron de golpe: los dirigentes lo multaban, y con los descuentos de las multas le compraban zapatos negros, camisas blancas y corbatas. La Universidad Católica importó el rigor del entrenador William Burnickell, recomendado de la Federación Inglesa; un ex jugador de selección, ex técnico de Suecia y ex soldado aliado en la Segunda Guerra, que venía de realizar una intrépida estadía por Sudán. Las cosas empezaron a andar derechas, y en el año 1954, la Católica obtuvo el campeonato chileno. Desde allí se lanzó el argentino (que fue chileno para los chilenos, e italiano para los italianos) hacia la Fiorentina, donde ganó un nuevo torneo de liga -el primero logrado por el club viola- en la temporada 1955/56.

Michelángelo

Por su pasado reciente, en Italia lo llamaban "el chilenito". La Fiorentina lo compró en doce millones de liras, un récord para la época, y en apenas una temporada su valor se triplicó, al repetir la eficacia que había logrado en la Católica. Aquel pequeño ejemplar de potrero, criticado tanto tiempo por su amague innecesario, como si el fútbol fuera un juego y no cuestión de vida o muerte, terminó siendo uno de los artilleros del Calcio, aun cuando esas proezas parecieran reservadas a percherones de cien kilos.
A principios de 1956, Miguel Ángel Montuori integra -como una de sus máximas figuras- la selección de Italia que le gana 3 a 0 a Francia en Bolonia. El éxito de esa revelación despertó el asombro y la curiosidad de la prensa argentina, que se embarcó rumbo a Italia a comprobar qué de cierto había alrededor de ese mito que comenzaba a tejerse alrededor del negrito rosarino. Con frialdad de enemigo, una crónica de la época refiere el juego de Montuori en un partido de la Fiorentina: "No lo hallamos en una tarde feliz. Debe jugar mejor que esto. Lo podemos retratar así: jugador con necesidad de mucho campo para maniobrar. No nos parece un jugador excepcional. No parece ser conductor. Panorámicamente aún no tiene profundidad para ver el juego. Siempre arranca para el mismo lado. No nos parece un crack que Argentina dejará escapar sin darse cuenta de que lo era".
El comentario, que lo entierra vivo, habla también de la diferencia atlética y hasta cultural que, por aquel entonces, separaba al fútbol europeo del sudamericano. Montuori había entrado como pieza de una máquina, como parte de un conjunto que funcionaba colectivamente, o no funcionaba. De su imagen de futbolista descarado de potrero sólo le había quedado su caminar desaliñado y poco más. Ese andar sin brillo que señala la observación de El Gráfico era, sin embargo, utilitario a los fines de la selección italiana, donde jugó doce partidos internacionales y lució la cinta de capitán en el último de ellos, en 1960.
Los florentinos lo llamaban Michelángelo, un nombre que, para ellos, implicaba cierto mandato artístico, que Montuori recogió sin resistencia. Entregado a devolver el amor que recibía de sus vecinos, Montuori recorrió galerías de arte y ateliers, aprendió de golpe algunas técnicas del óleo y, finalmente, se convirtió en un pintor de motivos religiosos, con la tenacidad de quien intenta compensar con disciplina su falta de talento. "A mí me llegó una invitación, creo que a fines de los años cincuenta -recuerda Juan José Pizzuti-, donde se me invitaba a una muestra de pinturas de Montuori en Italia. Por ahí la debo tener, todavía...".

Ojos bien cerrados

En la tarde lluviosa del 15 de Abril de 1961, durante un entrenamiento de la Fiorentina, el arquero Sarti pateó hacia el centro del campo y la pelota cayó como una bocha sobre el ojo derecho de Montuori. En la pausa de la práctica, el goleador vio doble, tuvo náuseas y sintió un vértigo que lo llevó de inmediato a una clínica de Padua llena de eminencias. Lo operaron de urgencia y, luego de la intervención, los médicos le diagnosticaron un problema neurológico que no sólo ponía en peligro su carrera deportiva, sino su vista. Montuori -de 30 años- imploró a San Antonio (el de Padua, el preferido de su madre y el de sus pinturas de aficionado), pero el santo -como sucede en todo pacto- le devolvió la vista y lo sacó de las canchas para siempre, sin transición ni manera de encontrar consuelo.
El regreso de Montuori a Sudamérica no fue bueno, ni deseado. Dos años después de ese retiro, alardeó de un retorno a las fuentes en Rosario, y de una oferta de la Universidad Católica para convertirlo en técnico durante cinco años. Una de sus últimas apariciones públicas en la Argentina, a principios de los ochenta, le sirvió para desmentir -la desmentida se había convertido en su trabajo más estable- su pobreza y la depresión que le habría producido el haberse ido del fútbol de aquel modo. "No tendré cien vacas como tiene el Cabezón Sívori -dijo-, pero tengo cincuenta". Y desapareció.
El destino fatal del héroe avergonzado lo fue envolviendo, y su figura, de gestos infantiles e inquietos, fue perdiendo brillo y presencia pública poco a poco. "No sé por dónde andará ahora", dice Pedro Dellacha. Aquellos que lo han frecuentado en su juventud, prefieren no averiguar demasiado. En Santiago de Chile, las noticias no son buenas: el trato indiferente de la Universidad Católica lo alejó aún más de esa oportunidad de regreso que se disolvió en el tiempo, y él mismo se fue apagando. Dicen -dicen- que murió en Santiago hace seis años, y agregan dos detalles que, de estar vivo, ya hubiera desmentido: era pobre y estaba ciego.

(artículo del periodista Juan Becerra publicado en la revista “Mística” del 15/07/00)

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