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La mejor de las historias (Pablo Ramos - Argentina)


Esta historia me la contó mi padre a orillas del mar, una semana antes de Navidad, un año y medio antes de su muerte. La noche nos había agarrado en la barra de un club italiano, picados de vermú, mirándonos, como siempre, sin hablar.

De golpe salté de la banqueta y le dije que estaba escribiendo, que las cosas me iban mal, que ya no me gustaba mi empresa ni mi familia, y que me había dado cuenta, de golpe, de que lo único que quería hacer era escribir historias. Se lo digo en un ataque de sinceridad alcohólica. Después me arrepiento, a él no le importaban esas cosas, siento que va a minimizarlo, a hacer de cuenta que no escuchó nada.

-Encontré la máquina de mi abuelo y la estoy usando -digo.

-Historias -dice él.
-Yo espero cualquier cosa.

Yo sé la mejor de las historias.

Me quedé confundido, esperando para no decir una tontería, para que no se me notara la confusión. Mi padre iba a contarme algo: mi padre iba a ser mi padre. Pido otra vuelta y le digo que empiece.

Yo estaba borracho, felizmente borracho. Permanentemente al borde de la risa, como si en vez de tomar vermú me hubiera fumado un porro. Él, distendido y un poco, apenas, suelto de lengua. Miré la hora: mi madre ya debía tener la comida lista, pero nos conocía bien a mi padre y a mí; aparte de tener el corazón en la boca porque estábamos juntos, iba a tener la precaución de no echar los fideos en el agua hasta que nos hubiéramos sentado a la mesa.

Me quedé en silencio y él, ahora, fue al grano.

-¿Querés o no querés que te la cuente?

-Está bien, pero que sea una historia que a vos te interese no es garantía de que a mí me interese también.

-Sentí (siempre decía ‘sentí’ por ‘escuchá’), ¿te acordás de Ángel Clemente Rojas: Rojitas, el Pelado? Los pibes de tu generación no lo vieron jugar. Pero yo lo vi nacer, y crecer con la pelota. Lo más grande que tuvo Boca, lo más grande que tuvo este país, más grande que Bochini, más grande que Maradona. Lo que pasa es que eran otras épocas.

-Seguro que estás exagerando.

-No sé. El asunto es así: una noche de verano, un calor insoportable, estábamos Coco, el Pelado Rojitas, Rabanito y yo. En el club Brisas, sentados como ahora estamos sentados nosotros dos. Lo jodíamos al Pelado porque había firmado con Boca, él, que era hincha de Independiente, como el Diego, ¿entendés lo que te digo?

Le dije que entendía, y le pedí que nos apartáramos un poco. Mi padre nunca me había contado una historia. Pedí la botella de Gancia y un sifón, reforcé las medidas de Fernet y nos fuimos a sentar a la última mesa. Yo, con mi vaso en una mano y el sifón en la otra.

Mi padre dio dos pasos y apoyó su mano libre sobre mi hombro. Fue la primera vez que él tuvo un gesto así conmigo. Nunca me voy a olvidar de lo que sentí. ¿Con tan poco se podía allanar tanto el camino hacia la paz? La tormenta seguía, pero despuntaba algo parecido a un sol tibio en el horizonte. Si con solo un toque de su mano mis resentimientos le daban algo de espacio al amor, ¿qué no podía ser posible entonces con un poco de tiempo? Ese abrazo suave, corto, casual, sobre mi hombro. Ese abrazo único, pero tan cierto como aquella noche de verano, es lo importante, lo que recuerdo perfectamente.

Nos sentamos y siguió. De golpe entró mi hijo Cristian. Mi madre, que sabía perfectamente dónde estábamos, nos había mandado llamar. Cristian tenía pelada la nariz. Mi padre le dijo que le dijera a su abuela que le pusiera crema.

-Y decile también que en media hora estamos allá, hijo.

Era como si el chico fuera yo. Tantas veces mi madre me había mandado a buscarlo y mi padre que ya venía, que ya venía y terminábamos comiendo sin él. El club fue siempre la segunda casa, o la primera casa, de mi padre. Las cartas y el vermú, los rivales más duros de mi madre.

-Te sigo contando. El Pelado debutaba mañana, o sea, al otro día, ¿entendés?

-Mañana, está bien.

-Claro, como si fuera mañana, contra Vélez, en el Boca de Rattín, y ponele que ahora fueran la una o las dos de la madrugada. Se tenía que ir a dormir. Él tomaba granadina y nosotros todo lo que te puedas imaginar, en esa época sí que se tomaba. Dale que dale a la pavada hasta que la noche se cae, por el alcohol, y porque a veces la alegría es más grande que lo que uno tiene para decir. Vienen unos minutos de silencio. Ruidos de vasos, la risa tardía de Coco o de Rabanito, y así como así el Pelado nos invita a conocer su casa nueva de Flores. Se la había alquilado Boca y él la había puesto con todo porque había cobrado una prima que equivalía al sueldo de un año en la fábrica de fósforos, la misma en la cual trabajó tu madre hasta que me conoció a mí. Que vamos a verla, que vamos a verla; que sí, que no y fuimos nomás. Él estaba con el auto del padrino aunque apenas manejaba, o había aprendido hacía muy poco. Lo importante es que el Pelado era un peligro con el auto, y por más que le insistí quiso manejar él, aunque cualquiera de nosotros era preferible, aun con el pedo que teníamos. El viaje fue pura risa por cualquier cosa, bocinazos y gritos a todo lo que se pareciera a una mina. Yo iba atrás, en silencio, dejándole el monopolio del ruido a los otros tres; me había ensimismado, ¿entendés? Porque no es que ese carácter sea exclusividad de tu madre, yo también muchas veces soy así, y vos también sacás eso de mí.

-¿De verdad?

-Claro. Recuerdo eso: que yo estaba así, en ese estado, por las copas y porque estaba así. Sentía pena por todo lo que veía. Pero no una pena fea, quiero decir que no una pena porque menospreciara a las demás personas y a las cosas. Todo lo contrario, pena porque me sentía cerca de ellas. Porque la noche había sido hecha para nosotros, lodo era la noche. Los otros autos, los gatos, los árboles, los pocos perros que perseguían a algún linyera ladrándole al paso. Y de golpe un auto que nos venía de frente y las siluetas de mis amigos que se iluminaban como apariciones; lo recuerdo tan nítidamente. Y sé que no es una boludez, sé que es algo, aunque no pueda decirte qué.

-Seguí -le digo-, no te vayas a poner melancólico y rompas el invicto a esta altura de tu vida.

-Sentí. Llegando a la casa, nosotros íbamos por una de esas calles de Flores que de noche son todas iguales, doblamos en contramano. Estábamos a una cuadra y ninguno de los boludos se dio cuenta; entonces yo despierto de esa en la que me había quedado colgado y le digo que tenga cuidado, que se había metido contramano. No termino de decirlo que nos para un policía. Yo escucho el silbato primero y veo la moto después. Pensé que estábamos sonados. Pero después me tranquilizo, porque manejaba el Pelado y él no había tomado ni una copa. El cana nos ilumina con la linterna. Nos pide que bajemos despacio. Era una época tranquila, no se tenían los miedos que se tuvieron después. Un cana era algo más parecido al cartero que a un milico. Pero nosotros éramos unos pibes. Bajamos y supongo que mi cara no debería ser muy diferente de las de mis amigos.
El cana nos dice que nos pongamos todos abajo de la luz del farol, y es ahí que lo veo: negro, no como yo, como Louis Armstrong, ¿entendés? Negro mota. Rabanito suelta una risita pero la reprime enseguida. Los demás nos quedamos callados. El cana le pide al Pelado la licencia de conducir, así le dice, no registro, licencia de conducir, como si el tipo hiera de otro país, de otro planeta. ¿Y sabés qué? El Pelado no tiene. Me la olvidé, dice, y es mentira, y todos nos damos cuenta de que es mentira. Te la olvidaste de sacar, le dice el cana. Después nos hace hacer el cuatro, nos palpa de armas y dice que nos va a tener que confiscar el auto. Mi padrino me mata, señor, dice el Pelado.
Coco lo arenga a más: decile quién sos, decile, boludo. Al Pelado ya lo conocía todo el país porque le había hecho tres goles a Uruguay en una selección de la “C” que se había formado para jugar un amistoso. Todo el mundo hablaba de él porque Armando se lo compró a Arsenal de Llavallol después de ese partido. Soy Ángel Clemente Rojas, dice el Pelado, Rojitas, no el Tanque, eh, Rojitas. El cana lo mira, parece dudar. Pregunta qué hacemos tan tarde si mañana "el señor" debuta en Primera. El Pelado le cuenta lo de la fiesta, jura que no tomó, nosotros juramos que él no tomó, pide por favor. Entonces escuchá lo que dice el cana: Esta no es tu noche, pibe, dice. Te encontraste con un cana negro, hincha de Vélez e hijo de uruguayos. Qué le vas a hacer. Capaz que te meto en la gayola para satisfacción de mis viejos y para que no nos hagas ningún gol a nosotros.
El Pelado tenía una cara que no me voy a olvidar jamás. Le prometo que si me deja ir, no hago ningún gol, señor, dice. El cana se ríe, nos pregunta si alguno de nosotros tiene registro. Yo le muestro el mío, me lo revisa y me permite manejar el auto. Antes de dejarnos ir le recuerda la promesa. Rojitas, acuérdese, le dice. Ningún gol, repite dos o tres veces, y nos vamos.

-¿Nada más? -digo.

Sí, algo más. ¿Por un momento te pensaste que era una tontería, no? Sentí. Al otro día Boca le ganó a Vélez tres a cero. Tres goles de Corbatta, tres jugadas de Rojitas que lo dejaron solo a Corbatta. Tres jugadas electrizantes, así dijo el diario del domingo. Se habló de la generosidad del crack, ¿entendés? Generosidad. Tres gambetas dentro del área, pero ningún gol. ¿Por miedo al negro? No sé. El otro fin de semana pasó algo que no te incumbe, y yo nunca más volví a hablarle al Pelado. Tres jugadas electrizantes y ningún gol. ¿Entendés? Eso sí que es una historia.

Le sonreí. Pagamos y nos fuimos. Yo pensaba. Qué hombre, de qué está hecho que es tan difícil de entenderlo para mí. Pensaba esto con tranquilidad, sin poder salir del asombro todavía. Él sólo caminaba, adelante, en silencio, meneando de vez en cuando la cabeza. Jamás volvió a contarme una historia. Jamás volvió a tomarme del hombro.

(relato que forma parte de la novela “La ley de la ferocidad, Buenos Aires, Alfaguara, 2007)

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El 14 de Mayo de 1961, en Liniers, Vélez recibió a Lanús, por el campeonato de Primera. Vélez formó con Sarmiento; Simeone, Dalmao, Volken y Mareque; Basílico, Cielinsky y Callá; Mosca, López Espinosa y José Fernández Den.
Lanús con: Righini; Canela, Bravo, Bertulessi y J. Díaz; Godoy, Guidi y Gambassi; Curia, Reynoso y Lallana.
Lo que dejó este partido para destacar, más allá del resultado favorable al local, 3-1 (Callá -2- y Bertulessi, en contra, para Vélez y Gambassi para Lanús) fue un hecho acontecido a los pocos minutos de la iniciación del cotejo.
Fue cuando el capitán de Lanús, Héctor Guidi, que había observado el primer tiempo del encuentro preliminar (tercera división), le advirtió al árbitro Miguel Comesaña, que el arquero suplente de Vélez, Rodolfo Piazza, quien ocupaba el banco de Primera, había sido expulsado a los pocos minutos del partido anterior y entonces, no debería tener la posibilidad reglamentaria de ingresar.
El juez le respondió al inolvidable Nene Guidi que él no lo había expulsado a Piazza y que aquél fue otro cotejo, que ni siquiera había dirigido.
De todas formas, Abel Sarmiento ocupó la valla de Vélez sin contratiempos, y no dando lugar al ingreso de Piazza. Vélez ganó y Guidi se fue del estadio con la bronca por la derrota y con las dudas de su reclamo reglamentario, que el árbitro desestimó.

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El puesto de arquero es muchas veces muy ingrato. En la soledad de los tres palos, se viven procesos inversos, mientras muchas veces los compañeros se abrazan con un gol, el arquero lo grita en soledad. Cuando se hace una atajada monumental, muchas veces la jugada continúa y a lo más se escucha un “vamos”, “excelente” y nada más. Pero es parte del oficio de ser arquero.
Carlos Fenoy fue un caso inusual en su época, su carrera transitó entre Newell’s Old Boys de Rosario, Vélez Sarsfield y Huracán, hasta que da el salto a España, más precisamente al Celta de Vigo para disputar la temporada 1976-1977.
En aquellos años, que un arquero pateara un penal era algo muy extraño, pero Carlos Fenoy se tenía fe y ya en la tercera fecha logra batir a Luis Arconada de la Real Sociedad, dando inicio a un verdadero ritual donde diversos arqueros de la Liga Española deben sufrir su eficacia en el punto penal: Esteban del Elche, Daniel Carnevali del club Las Palmas, Miguel Ángel del Real Madrid y nuevamente Carnevali, esta vez en el estadio insular. A excepción hecha de ese último partido ante Las Palmas, en las anteriores cuatro ocasiones, sus goles dieron la victoria al Celta.
Lamentablemente, los goles de Fenoy no pudieron evitar lo inevitable, el descenso del Celta de Vigo a la Segunda División producto de la mala campaña. Pasaron los años y Fenoy se retiró jugando en el Valladolid en 1988, pero inolvidable resultó su primer año, donde sentó un precedente para futuros arqueros goleadores.
Carlos Alberto Fenoy Muguerza, nació en Buenos Aires el 15 de Octubre de 1948.
Trayectoria profesional:
* 1970-1972: Newell’s Old Boys
* 1973-1975: Vélez Sarsfield
* 1976: Huracán
* 1976-1980: Celta de Vigo
* 1980-1988: Real Valladolid

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¿Cuánto hace que dirigís? 29 años y ganaste un título solo así que mucho mucho no sabés de esto.

(HORACIO PAGANI, periodista deportivo argentino, discutiendo con Ricardo La Volpe en el programa de TyC Sports ”Estudio Fútbol” a comienzos de 2007 cuando el ex arquero era entrenador de Vélez Sarsfield)

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Entrevista a Daniel Willington


Memorias de un gran jugador

Fue un crack deslumbrante. Nacido en Santa Fe pero criado en Córdoba, su lugar en el mundo. Es uno de los símbolos de oro de Vélez Sarsfield junto con José Amalfitani, Victorio Spinetto, Carlos Bianchi y José Luis Chilavert. Bohemio y polémico como en su época de futbolista, el crack cordobés repasa su historia en una nota inolvidable.

Hay futbolistas que marcan la historia y pasan a formar parte de la leyenda. Son los que conforman el Olimpo de cada club, los que el hincha se enorgullece en sentir propio. Como los de Vélez, que recuerdan a Don Pepe Amalfitani como el fundador, a Don Victorio Spinetto como la garra y el alma del Fortín, a Carlos Bianchi como el goleador temible y el técnico que los hizo grande entre los grandes, y a José Luis Chilavert como el futbolista ganador. Junto a ellos, Daniel Willington será por siempre el crack.

Nació el 1 de Septiembre de 1942 en Santa Fe, pero como su padre, que era un cinco batallador e inteligente, mudó toda su familia a Córdoba poco tiempo después, entonces Daniel fue para siempre "El Cordobés". Se fue formando como jugador y como hombre hasta que, a los veinte años, Vélez Sársfield puso sus ojos en ese enganche con llegada al gol que intimidaba con su físico y desequilibraba con una gambeta sorprendente.

¿Cómo jugaba? Mejor que lo diga ese maestro del periodismo que firmaba con el seudónimo Juvenal: "Era un futbolista diferente, porque quebraba la cintura con la soltura de los petisos y escondía la pelota con su físico prodigioso. Y era guapo. La carta que hacía de Vélez un equipo imbatible en El Fortín. Aunque es probable que la pegada haya sido la más llamativa de sus virtudes, porque en la década del sesenta, cuando se jugaba con una pelota anaranjada mucho más pesada que la actual, reunía fuerza y precisión en una combinación letal al rematar. Una pegada de billar, cuando usaba su inteligencia y panorama para meter cambios de frente, al pie del lateral, o un pelotazo de 50 metros para dejárselas servida a sus goleadores preferidos: ‘Pichino’ Carone o el ‘Turco’ Wehbe".

Rápidamente se hizo ídolo de la hinchada de Vélez que coreaba su nombre y lo despedía con el clásico ¡Cordobés! ¡Cordobés!, al mismo ritmo que el eterno canto de guerra tribunero ¡Elfortín! ¡Elfortín! (así, todo junto, sin separar en sílabas). Y referente del plantel por sobre los más grandes de edad, por su valentía a la hora de encarar y jugar aún en los campos más difíciles y ante los rivales más duros, y porque Don ‘Pepe’ Amalfitani lo elegía como preferido, lo que le permitía arreglar los mejores contratos. "Recuerdo que en el año 62, cuando llegué a Vélez, fui y le pregunté a los jugadores más grandes cuánto ganaban, cómo habían arreglado el contrato, para saber si había firmado bien o mal y cómo manejarme. Entonces ellos me respondieron: "Eso no se pregunta. Ya te vas a dar cuenta solo". Empecé a jugar y al año siguiente eran ellos los que venían a preguntarme: "Che, Cordobés, ¿por cuánto firmaste?" Entonces les sonreía y les decía: "Aaaaahhh.... ¿te acordás cuando recién había llegado y te pregunté lo mismo? ¿Te acordás lo que me dijiste? Bueno, yo aprendo rápido, así que viejo, esas cosas no se preguntan... Y me moría de la risa".

- Daniel, llegar en aquellos tiempos era mucho más difícil que ahora, ¿quiénes fueron los que más lo ayudaron?

- Mis padres, Don ‘Pepe’ Amalfitani, Talleres y Vélez. En definitiva, todos los que me dieron la posibilidad de jugar al fútbol. Don Pepe era un hombre cerrado, grande de edad, pero que conmigo se transformaba en un chico. No sé qué habrá encontrado en mí. Pero siempre me protegió. Cuando yo tenía 15, 16 años me vinieron a buscar varios clubes grandes de Buenos Aires pero al final no concretaban, por el tema de mi conducta..., y él lo sabía. Pero me llevó a Vélez igual. Y lo único que me dijo fue: "Yo confío en vos, no me hagás quedar mal". Desde entonces me trató como a un hijo. Me administraba la plata. Me enseñó a caminar...

- ¿Cómo es el tema de su conducta?

- Siempre me hacían fama... Pero nada que ver. Toda macana que me puedan achacar, habrá sido afuera de la cancha. Porque en lo deportivo nunca di motivo. Si no, Don ‘Pepe’ me hubiera echado. El manejaba todo. No quería salir campeón, el quería masa societaria. Y sin embargo, a mí me retuvo siempre. Una vez, River le ofertó 100 millones, creo, por el año 64 ó 65, y encima 5 jugadores bárbaros. Se me acercó como si nada y me dijo: "Che Cordobés, ¿vos te quedarías en Vélez?", y yo le respondí: "Pepe, si me paga esa plata...", "Entonces quedate. Que todos esos sigan en River que vos sos de Vélez". Y así estuve siempre entre los 10 jugadores mejor pagos del país. Estaba Amadeo Carrizo, Ramos Delgado, Onega y Artime en River, Roma, Rattin y Marzolini en Boca. Y yo...

- Es decir que se manejó muy bien...

- No tanto. Tendría que haberme dado más con el periodismo. Era antipático, no sé por qué... A lo mejor me daba bronca que se metieran en mi vida privada. Ardizzone, Panzeri, Diego Lucero, ponían con palabras simples que a lo mejor no jugaba bien. Pero no se metían con lo que yo hacía del domingo al miércoles. El resto...

- Ahora que pasó el tiempo, ¿se puede saber qué hacía?

- Y ¿qué iba a hacer? Era joven, andaba por los veinte años, con auto, que en aquel entonces lo tenían pocos... De lunes a miércoles salía, y a veces no me encontraban. Pero iba al centro, al bowling, al billar, a estar con mis amigos. Y también me gustaba milonguear. Yo bailo todo. Y en el tango, como en el fútbol, hice grandes amigos. Pero amigos en serio, ¡eh!

- ¿Quiénes, por ejemplo?

- Floreal Ruiz, Argentino Ledesma, Jorge Valdés, Abel Córdoba, el ‘Polaco’ Goyeneche, Roberto Rufino, Roberto Florio, Oscar Alemán... Sabía llevar los violines a la orquesta de Pugliese, cuando tocaban en Palermo... Íbamos con mi amigo ‘Piraña’, que vendía banderines en la cancha. Yo vivía con ese ‘busca’, y el bulín que teníamos se llamaba “La Yumba”, por el tango de Pugliese. Si hasta teníamos la letra escrita completa en la puerta.

- Una vida privada fabulosa, ¿de verdad usted conoció a todos esos maestros?

- ¡Y claro! Y aparte, en ese tiempo nos juntábamos los jugadores de todos los equipos después de los partidos para hablar de fútbol... Tengo muy presente al uruguayo Eduardo Collado, al Heber Mastrángelo...

- ¿Es verdad que, además, usted canta muy bien?

- Soy un aficionado. Me gusta todo lo que sea popular. Mi tema es el tango "Mis consejos", ese en el que el padre le habla al hijo. Me acompaña el maestro Nieto, que es director de la Orquesta del Tango de Córdoba. Canto para mis amigos, que son muchísimos. Eso es lo mejor que me dejó el fútbol. Nos juntamos siempre y yo canto.

- Recién me dijo lo mejor que le dejó el fútbol, ¿y lo peor?

- El haber estado durante diez años en la Preselección para jugar los Mundiales y que no me hayan elegido nunca. A los mejor en ese momento no quería quedar en la Selección, porque era distinto, no era lindo, se sufría más de lo que se disfrutaba. Pero ahora, viéndolo a la distancia, me hubiese encantado jugar un Mundial.

- ¿Qué le diría a los que lo criticaban y después de su retiro comenzaron a extrañarlo?

- Nada, el fútbol es así. Además, siempre los que juegan mejor son los más cuestionados, parece que la gente elige una patada antes que una gambeta. En ese entonces muchos creían que yo jugaba solo cuando quería. Pero a lo mejor uno que no sabía ni silbar me marcaba y no me dejaba jugar. Había un jugador de Atlanta, Collado. No me pegaba una sola patada pero igual me tenía de hijo. Y no era culpa mía, me marcaba muy bien.

- ¿Todavía sueña con goles propios?

- No, más bien recuerdo algunos. Como el que hice acá, en Belgrano, para Talleres, como de cuarenta metros. O el de la Copa de Oro de Montevideo, jugando para Vélez contra el Spartak. Arranqué gambeteando desde la media cancha y pasé hasta el arquero. Ah! también le hice uno a Ladislao Mazurkiewicz, el famoso arquero de Peñarol: le mandé un tiro libre de treinta metros y quedó una cosa blanca colgada de la red...

Daniel Willington, genio y figura. Jugador fantástico, entrenador romántico, cantante apasionado. Estatua viviente de Vélez Sársfield. Patrimonio cultural de fútbol argentino.

(entrevista realizada por el periodista Oscar A. Martínez y publicada el 14/03/05 en “Diario Castellanos”, de Rafaela, Santa Fe)

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No muchos jugadores en la historia del fútbol argentino tuvieron la riqueza técnica con la que Daniel Willington enamoró a dos hinchadas, primero a la de Vélez Sársfield en la década del 60 y luego a la de Talleres de Córdoba en los 70’.
Santafesino de nacimiento y cordobés por adopción, Willington fue uno de los más perfectos prototipos del jugador argentino 'vago', incapaz de transpirar más de lo estrictamente necesario, pero con una capacidad extraordinaria para jugar con elegancia de un artista.
Victorio Spinetto lo llevó a Vélez en 1961, a los 19 años, y la hinchada aprendió rápido a disfrutarlo por su extraordinaria habilidad, con la que realizó jugadas que provocaban admiración y también a perdonarle su displicencia ya que a veces se lo veía lento y hasta parecía sin muchos deseos de jugar. En 1968 fue la gran figura del equipo que, en el Nacional, le dio al club el primer título profesional de su historia.
En 1971 dejó Vélez, que le dio el pase libre en mérito a su trayectoria tras diez temporadas de romance con la hinchada velezana. Se fue a jugar a México.
Volvió a la Argentina en 1972 tentado por el famoso boxeador Oscar “Ringo” Bonavena, hincha de Huracán, quien habló con el presidente Luis Seijo para que se lo incorpore. En el Globo no rindió y regresó a Córdoba. Jugó en Instituto y luego en Talleres, donde se destacó en los Nacionales, dirigido primero por Labruna y luego por Pedernera y Rubén Bravo. Regresó a Vélez, 7 años después, para terminar su carrera.

Su campaña:

Vélez Sársfield: 1962/71 y 1978, 212 partidos, 65 goles.
Huracán: 1972, 8 partidos.
Instituto (Cba.): 1973, 8 partidos.
Talleres (Cba.): 1974/76, 35 partidos, 3 goles.

Jugó 263 partidos y convirtió 68 goles.

Como técnico dirigió a Vélez (1987/1988 y 1988/1989), a Instituto (1988) y a Talleres de Córdoba, con el que logró el ascenso a Primera División en la temporada 1993/1994. La última gestión de Willington en Talleres fue a principios de 2005. En ese momento fue acompañado por José Trignani. Luego, renunciaron por algunos conflictos con el Fideicomiso que maneja el club.
En la Selección (1962/1970) disputó 11 partidos y convirtió un gol. Siempre se quejó por las pocas oportunidades que le brindaron, pero cuando le tocó estar no rindió como se esperaba.

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En Carlos Bianchi se destaca la simpleza para dirigir; una vez me dijo que él prefiere darle a los jugadores una orden sola para que la cumplan, y no diez para que cumplan cinco.

(ROBERTO PERFUMO, ex futbolista y entrenador argentino)

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A Fabbiani ya lo veo hasta en la sopa. Puse Rambo IV y estaba a los tiros. Fabbiani es ídolo por lo que habló, porque en el fútbol argentino no hizo nada; ni que fuera Francescoli, que tiene mil títulos en River.
(FABIÁN CUBERO, futbolista de Vélez Sarsfield, quejándose de la exposición mediática del delantero riverplatense)


Que Cubero vaya a pasearle los perritos a la señora, si se hizo conocido por eso. Yo estoy feliz acá. Hago las mismas cosas que en Lanús y en Newell's, pero como esto es River la exposición es mucho mayor. Si hiciera las cosas mal, no saldría en ningún lado. Cubero, en cambio, tuvo la suerte de conocer a una bella dama y se hizo conocido por eso... Porque los pies los tiene redondos. Mejor que juegue al fútbol y listo.
(CRISTIAN FABBIANI, respondiendo en el programa radial “Fox Sports Del Plata” el 19/02/09 a los dichos del futbolista y actual pareja de Nicole Neumann)

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Allá por el año 77, yo integraba el plantel del club Atlético Vélez Sársfield y éramos dirigidos por un hombre que nunca había jugado fútbol, hoy pienso que tampoco tuvo algún amigo en su vida dueño de una pelota de fútbol, me estoy refiriendo a Carlos Cavagnaro, un personaje de aquellos tiempos, que con su labia convencía a ignorantes directivos de turno, semejante al “Profe” Córdoba de la actualidad.
Realizábamos un ejercicio muy productivo, denominado fútbol fantasma, que consistía en parar en la cancha a los once jugadores titulares para realizar movimientos colectivos que supuestamente los tendríamos que trasladar al día de la competencia, se denominaba fútbol fantasma porque no tenía rivales, es decir que los movimientos se realizaban para automatizarlos y aprenderlos sin resistencia.
Con el tiempo comprobé que este ejercicio los ponían en práctica otros técnicos con excelente resultados, pero lo curioso era que “Carlitos” pretendía que cuando la jugada terminara en gol, el autor del mismo lo gritará como en los días de partido; en una oportunidad el autor del gol fuí yo, pero de ninguna manera grité el gol, fuí llamado al orden por Carlitos reprochándome por que no simulaba gritarle el gol a nuestra gente, lo miré fijo y le contesté... “lo que pasa es que estoy enojado con la hinchada”.

(JOSÉ "Pepe" CASTRO, ex jugador de fútbol, recordando en su página web su paso por Vélez Sarsfield en la década del '70)

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Le aportó mucho al equipo, es una gran persona, aunque a veces quería cagarlo a trompadas... por ejemplo cuando me decía: "vos, que muchas veces estás con el día nublado y con granizo, pasá siempre la pelota porque si no salen las cosas algún compañero te va a salvar".

(GUSTAVO BALVORÍN, delantero de Vélez Sarsfield, refiriéndose a su ex técnico, Ricardo La Volpe, en "Área 18" programa de TyC Sports)

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Por lo que demostró en Boca y en Vélez, en la Argentina no existe un director técnico que pueda atarle los cordones a Carlos Bianchi.

(JULIO CÉSAR FALCIONI, ex jugador y técnico argentino, refiriéndose al "Virrey" en el año 2003)

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¿Chilavert fue negocio?

El más brillante de la historia del club. Por Chilavert nos invitaban a los torneos de verano, nos sentábamos con la TV a pelear un cachet importante y se hicieron hinchas –y luego socios– un montón de personas. Tenía un contrato altísimo que se pagaba solo.

¿Chila le hablaba en el mismo tono que usaba con los periodistas?

No. Parece malo y pendenciero, pero ese perfil lo usaba para poner nervioso al rival. Fuera de la cancha es un hombre de gran sensibilidad, muy amable con los chicos. Hizo muchos beneficios que no trascendieron.

¿Qué lugar puede ocupar Chilavert en el futuro de Vélez: técnico, manager, dirigente, presidente?

Cualquiera. Como manager sería importante, abriría muchas puertas. Le sobran condiciones para ser técnico. Y también puede ser presidente. Es socio, así que si nos gana la elección...

(RAÚL GÁMEZ, Presidente de Vélez Sarsfield, en declaraciones a la revista "El Gráfico", Julio de 2003)

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El hincha (Mempo Giardinelli - Argentina)


El 29 de Diciembre de 1968, el Club Atlético Vélez Sarsfield derrotó al Racing Club por cuatro tantos a dos. A los noventa minutos de juego, el puntero Omar Webbe marcó el cuarto gol para el equipo vencedor que, diez segundos después, se clasificaba Campeón Nacional de fútbol por primera vez en su historia. A la memoria de mi padre, que murió sin ver campeón a Vélez Sarsfield.
-¡Goooooool de Velesárfiiiiiillllllll! -gritaba Fioravanti.-¡Goooooool de Velesárfiiiiiillllllll! - gritaba Fioravanti.-¡Gol! ¡Golazo carajo, saltó Amaro Fuentes, golpeándose las rodillas frente al radiorreceptor. Había soñado con ese triunfo toda su vida. A los sesenta y cinco años, reciente jubilado de correos y todavía soltero, su existencia era lo suficientemente regular y despojada de excitaciones como para que sólo ese gol lo conmoviera, porque lo había esperado innumerables domingos, lo había imaginado y palpitado de mil modos diferentes.
Nacido en Ramos Mejía, cuando todo Ramos era adicto al entonces Club Argentinos de Vélez Sarsfield, Amaro estaba seguro de haber aprendido pronunciar ese nombre casi simultáneamente con la palabra "papá", del mismo modo que recordaba que sus primeros pasos los había dado con una pequeña pelota de trapo entre los pies, en el patio de la casona paterna, a cuatro cuadras de la estación del ferrocarril, cuando todavía existían potreros y los chicos se reunían a jugar al fútbol hasta que poco a poco, a medida que se destacaban, iban acercándose al club para alistarse en la novena división. Ya desde entonces, su vida quedó ligada a la de Vélez Sarsfield (de un modo tan definitivo que él ignoró por bastante tiempo), quizá porque todos quienes lo conocieron le auguraron un promisorio futuro futbolístico sobre todo cuando llegó a la tercera, a los diecisiete años, y era goleador del equipo; pero acaso su ligazón fue mayor al morir su padre, un mes después de que le prometieron el debut en Primera, porque tuvo que empezar a trabajar y se enroló como grumete en los barcos de la flota “Mihanovich” y dejó de jugar, con ese dolor en el alma que nunca se le fue, aunque siempre conservó en su valija la camiseta con el número nueve en la espalda, viajara donde viajara, por muchos años, y aún la tenía cuando ascendió a Primer Comisario de abordo, en los buques que hacían la línea Buenos Aires-Asunción-Buenos Aires, y también aquel día de Mayo de 1931, cuando el "Ciudad de Asunción" se descompuso en Puerto Barranqueras y debieron quedarse cinco días, y él, sin saber muy bien por qué, miró largamente esa camiseta, como despidiéndose de un muerto querido y decidió no seguir viaje, de modo que desertó y gastó sus pocos pesos en el Hotel “Chanta Cuatro”; después vendió billetes de lotería, creyó enamorarse de una prostituta brasileña que se llamaba Mara y que murió tuberculosa, trabajó como mozo en el bar La Estrella y se ganó la vida haciendo changas hasta que consiguió ese puestito en el correo, como repartidor de cartas en la bicicleta que le prestaba su jefe.Desde entonces, cada domingo implicó, para él, la obligación de seguir la campaña velezana, lo que le costó no pocos disgustos: durante casi cuarenta años debió soportar las bromas de sus amigos, de sus compañeros del correo; de la barra de La Estrella, porque en Resistencia todos eran de Boca o de River; y cada lunes la polémica lo excluía porque los jugadores de Vélez no estaban en el seleccionado, nunca encabezaban las tablas de goleadores, jamás sus arqueros eran los menos vencidos, y Cosso, goleador en el '34 y en el '35, Conde en el '54, Rugilo, guardavallas de la Selección (quien se había erigido como héroe mereciendo el apodo de "El León de Wembley"), eran sólo excepciones. La regla era la mediocridad de Vélez y lo más que podía ocurrir era que se destacara algún jugador, el que, al año siguiente, seria comprado, seguramente, por algún club grande. Y así sus ídolos pasaban a ser de Boca o de River. Y de sus amigos, de sus compañeros de barra. Claro que había retenido algunas satisfacciones: en 1953, por ejemplo, el glorioso año del subcampeonato, cuando el equipo termino encaramado al tope de la tabla, solo detrás de River. O aquellas ¿temporadas en que Zubeldía, Ferraro, Marrapodi en el arco, Avio, Conde formaban equipos más o menos exitosos. Todos ellos pasaron por la Selección Nacional: Ludovico Avio estuvo en el Mundial de Suecia, en 1958, y hasta marcó un gol contra Irlanda del Norte. Amaro había escuchado muy bien a Fioravanti, cuando relató ese partido desde el otro lado del mundo, y se imaginó a Avio vistiendo la celeste y blanca, admirado por miles y miles de rubios todos igualitos, como los chinos, pero al revés, y por eso no le importó que a Carrizo los checoslovacos le hicieran seis goles, total Carrizo era de River. Amaro podía acordarse de cada domingo de los últimos treinta y siete años porque todos habían sido iguales, sentado frente a la vieja y enorme radio, durante casi tres horas, en calzoncillos, abanicándose y tomando mate mientras se arreglaba las uñas de los pies. Entonces, no se transmitían los partidos que jugaba Vélez, sólo se mencionaba la formación del equipo, se interrumpía a Fioravanti cada vez que se convertía un gol o se iba a tirar un penal, y al final se informaba la recaudación y el resultado. Pero era suficiente. Todos los lunes a las seis menos cuarto, cuando iba hacia el correo, compraba "El Territorio" en la esquina de la Catedral y caminaba leyendo la tabla de posiciones, haciendo especulaciones sobre la ubicación de Vélez, dispuesto a soportar las bromas de sus compañeros, a escuchar los comentarios sobre las campañas de Boca o de River. Genaro Benítez, aquel cadetito que murió ahogado en el río Negro, frente al Regatas, siempre lo provocaba: -Che, Amaro, ¿por qué no te hacés hincha de Boca, eh? -Calláte, pendejo -respondía él, sin mirarlo, estoico, mientras preparaba su valija de reparto, distribuyendo las cartas calle por calle, con una mueca de resignación y tratando de pensar en que algún día Vélez obtendría el campeonato. Se imaginaba la envidia de todos, las felicitaciones, y se decía que esa sería la revancha de su vida. No le importaba que Vélez tuviera siempre más posibilidades de ir al descenso que de salir campeón.
Cada año que el equipo empezaba una buena campaña, Amaro era optimista, y se esforzaba por evitar que lo invadiera esa detestable sensación de que inexorablemente un domingo cualquiera comenzaría la debacle, la que, por supuesto, se producía y le acarreaba esas profundas depresiones, durante las cuales se sentía frustrado, se ensimismaba y dejaba de ir a La Estrella hasta que algún buen resultado lo ayudaba a reponerse. Un empate, por ejemplo, sobre todo si se lograba frente a Boca o a River, le servía de excusa para volver a la vereda de La Estrella y saludar, sonriente, como superando las miradas sobradoras, a los integrantes de la barra: Julio Candia, el Boina Blanca, el Barato Smith, Puchito Aguilar, Diosmelibre Giovanotro y tantos otros más, la mayoría bancarios o empleados públicos, solterones, viudos algunos, jubilados los menos (sólo los viejitos Ángel Festa, el que se quejaba de que en su vida nunca había ganado a la lotería, aunque jamás había comprado un billete; y Lindor Dell'Orto, el tano mujeriego que fue padre a los cincuenta y siete años y no encontró mejor nombre para su hija que Dolores, con ese apellido), pero todos solitarios, mordaces y crueles, provistos de ese humor acre que dan los años perdidos.
En ese ambiente, Amaro no desperdiciaba oportunidad de recordar la historia de Vélez. Podía hablar durante horas de la fundación del club, aquel primero de mayo de 1910, o evocar el viejo nombre, que se usó hasta el '23, y ponerse nostálgico al rememorar la antigua camiseta verde, blanca y roja, a rayas verticales, que usaron hasta el '40 y que todavía guardaba en su ropero. No le importaban las pullas, el fastidio ni los flatos orales con que todos, en La Estrella, acogían sus remembranzas. Como sucedió en el '41, cuando Vélez descendió de categoría y "Dios me libre" sentenció "Amaro, no hablés más de ese cuadrito de Primera B", y él se mantuvo en silencio durante dos años, mortificado y echándole íntimamente la culpa al cambio de camiseta, esa blanca con la ve azul, a la que odió hasta el '43, una época en la que las malas actuaciones lo sumieron en tan completa desolación que hasta dejó de ir a La Estrella los lunes, para no escuchar a sus amigos, para no verles las caras burlonas. Pero lo que más le dolía era sentirse avergonzado de Vélez. Tan deprimido estuvo esos años, que en el correo sus superiores le llamaron la atención reiteradamente, hasta que el señor Rodríguez, su jefe, comprendió la causa de su desconsuelo.
Rodríguez, hincha de Boca y hombre acostumbrado a saborear triunfos, se condolió de Amaro y le concedió una semana de vacaciones para que viajara a Buenos Aires a ver la final del campeonato de Primera B. Era un noviembre caluroso y húmedo. Amaro no bajaba a la Capital desde aquella mañana en la que abordó el "Ciudad de Asunción", rumbo al Paraguay, para su último viaje. La encontró casi desconocida, ensanchada, más alta, más cosmopolita que nunca y casi perdida aquella forma de vida provinciana de los años veinte. No se preocupó por saludar al par de tías a quienes no veía desde hacía tanto tiempo, y durante cinco días deambuló por el barrio de Liniers, recordando su niñez, rondando la cancha de Villa Luro, y el viernes anterior al partido fue a ver el entrenamiento y se quedó con la cara pegada al alambrado, deseoso de hablar con alguno de los jugadores, pero sin atreverse.
Le pareció, simplemente, que estaba en presencia de los mejores muchachos del mundo, imaginó las ilusiones de cada uno de ellos, los contempló como a buenos y tiernos jóvenes de vida sacrificada, tan enamorados de la casaca como él mismo, y supo que Vélez iba a volver a Primera A. Aquel domingo, en el Fortín, las tribunas comenzaron a llenarse a partir de las dos de la tarde, pero Amaro estuvo en la platea desde las once de la mañana. El sol le dio de frente hasta el mediodía y el partido empezó cuando le rebotaba en la nuca y él sentía que vivía uno de los momentos culminantes de su existencia. Se acordó de los muchachos del correo, de la barra de La Estrella, de todos los domingos que había pasado, tan iguales, en calzoncillos, pendiente de ese equipo que ahora estaba ante sus ojos. Le pareció que todo Resistencia aguardaba la suerte que correría Vélez esa tarde. De ninguna manera podía admitir que alguno deseara una derrota. Lo cargaban, sí, pero sabía que todos querrían que Vélez volviera jugar en la A al año siguiente. Miró el partido sin verlo, y lloró de emoción cuando el gol del chico ése, García, aseguró el triunfo y el ascenso de Vélez. Y cuando salió del estadio tenía el rostro radiante, los ojos brillosos y húmedos, las manos transpiradas y como una pelota en la garganta; pero la pucha Amaro, un tipo grande, se dijo a sí mismo, meneando la cabeza hacia los costados, y después pateó una piedra de la calle y siguió caminando rumbo a la estación, bajo el crepúsculo medio bermejo que escamoteaban los edificios, y esa misma noche tomó La Internacional hacia Resistencia. Desde entonces, cada domingo, Amaro se transportaba imaginariamente a Buenos Aires, era un hombre más en la hinchada, revivía la tarde del triunfo, se acordaba del pibe García y lo veía dominar la pelota, hacer fintas y acercarse a la valla adversaria.
Y todas las tardes, en La Estrella, cada vez que se discutía sobre fútbol, Amaro recordaba:-Un buen jugador era el pibe García. Si lo hubiesen visto. Tenía una cinturita...
O bien: -¿Una defensa bien plantada? Cuando yo estuve en Buenos Aires...Y cuando los demás reaccionaban:-¡Qué me hablan de Boca, de River, de tal o cual delantera, si ustedes nunca los vieron jugar! A medida que fueron pasando los años, Amaro Fuentes se convirtió en un perfecto solitario, aferrado a una sola ilusión y como desprendido del mundo.
La vejez pareció caérsele encima con el creciente malhumor, la debilidad de su vista, la pérdida de los dientes y esa magra jubilación que le acarreó una odiosa, fatigante artritis y el reajuste de sus ya medidos gastos. Como nunca había ahorrado dinero, ni había sentido jamás sensualidad alguna que no fuera su amor por Vélez Sarsfield, su vida continuó plena de carencias y nadie sabía de él más que lo que mostraba: su cuerpo espigado y lleno de arrugas, su pasividad, su estoicismo, su mirada lánguida y esa pasión velezana que se manifestaba en el escudito siempre prendido en la solapa del saco, más con empecinamiento que con orgullo porque carajo, decía, alguna vez se tiene que dar el campeonato, ese único sobresalto que esperaba de la vida monótona, sedentaria que llevaba y que parecía que sólo se justificaría si Vélez salía campeón. Y quizás por eso aprendió a ver la esperanza en cada partido, confiado en que su constancia tendría un premio, como si alcanzar el título fuera una cuestión personal y él no estuviera dispuesto a morir sin haberse tomado una revancha contra la adversidad porque, como se decía a sí mismo, si llevé una vida de mierda por lo menos voy a morirme saboreando una pizca de gloria. Casualidad o no, la campaña de Vélez Sarsfield en 1968 fue sorprendente.
Tras las primeras confrontaciones, Amaro intuyó que ése sería el esperado gran año. Desde poco después de la sexta fecha, la escuadra de Liniers se convirtió en la sensación del torneo, y las radios porteñas comenzaron a transmitir algunos partidos que jugaba Vélez, en los clásicos con los equipos campeones, lo que para Amaro fue una doble satisfacción, puesto que también sus amigos tenían que escuchar los relatos y sólo se sabía de Boca o de River por el comentario previo o por la síntesis final de la jornada, como antes ocurría con Vélez, y éstas si son tardes memorables, gran siete, pensaba Amaro mientras tomaba un par de pavas de mate y hasta se cortaba los callos plantales, que eran los más difíciles, confiado en que sus muchachos no lo defraudarían. Era el gran año, sin duda, y la barra de La Estrella pronto lo comprendió, de modo que todos debían recurrir al pasado para sus burlas. Pero a Amaro eso no le importaba porque le sobraban argumentos para contraatacar: los riverplatenses hacía diez años que salían subcampeones, los boquenses estaban desdibujados, y todos envidiaban a Willington, a Wehbe, a Marín, a Gallo, a Luna y a todos esos muchachos que eran sus ídolos. Goooooooool de Velesárfiiiiiilllllll!La voz de Fioravanti estiraba las vocales en el aparato y Amaro, llorando, sintió que jamás nadie había interpretado tan maravillosamente la emoción de un gol. Vélez se clasificaba, por fin, campeón nacional de fútbol, tras cumplir una campaña significativa: además de encabezar las posiciones, tenía la delantera más positiva, la defensa menos batida, y Carone y Wehbe estaban al tope de la tabla de goleadores. Pocos segundos después de ese cuarto gol, cuando Fioravanti anunció la finalización del partido, Amaro estaba de pie, lanzando trompadas al aire, dando saltitos y emitiendo discretos alaridos. Dio la tan jurada vuelta olímpica alrededor de la mesa, corrió hacia el ropero, eligió la corbata con los colores de Vélez y su mejor traje y salió a la calle, harto de ver todos los años, para esa época, las caravanas de hinchas de los cuadros grandes, que recorrían la ciudad en automóviles, cantando, tocando bocinas y agitando banderas. Caminó resueltamente hacia la plaza, mientras el crepúsculo se insinuaba sobre los lapachos y las cigarras entonaban sus últimas canciones vespertinas, y frente a la iglesia se acercó a la parada de taxis, eligió el mejor coche, un Rambler nuevito, y subió a él con la suficiencia de un ejecutivo que acaba de firmar un importante contrato.
-Hola, Amaro -saludó el taxista, dejando el diario.
-A recorrer la ciudad, Juan, y tocando bocina -ordenó Amaro-.
Vélez salió campeón.
Bajó los cristales de las ventanillas, extrajo el banderín del bolsillo del saco y empezó a agitarlo al viento, en silencio, con una sonrisa emocionada y el corazón galopándole en el pecho, sin importarle que la solitaria bocina desentonara, casi afónica, con el atardecer, y sin reparar siquiera en el reloj que marcaba la sucesión de fichas que le costaría el aguinaldo, pero carajo, se justificó, el campeonato me ha costado una espera de toda la vida y los muchachos de Vélez, en todo caso, se merecen este homenaje a mil kilómetros de distancia. Cuando llegaron a la cuadra de La Estrella, Amaro vio que la barra estaba en la vereda, ya organizada la larga mesa de habitués que los domingos al anochecer se reunían para comentar la jornada. Y vio también que cuando descubrieron al Rambler en la esquina, con la solitaria banderita asomándose por la ventanilla se pusieron todos de pie y empezaron a aplaudir.
Más despacio, Juan, pero sin detenernos -dijo Amaro mientras se esforzaba por contener esas lágrimas que resbalaban por sus mejillas, libremente, como gotas de lluvia, y lo aplausos de la barra de La Estrella se tornaban más vigorosos y sonoros, como si supieran que debían llenar la tarde de Diciembre sólo para Amaro Fuentes, el amigo que había dedicado su vida a esperar un campeonato, y hasta alguno gritó ¡Viva Vélez Carajo! y Amaro ya no pudo contenerse y le pidió al chofer que lo llevara hasta su casa. Dejó colgado el banderín en el picaporte del lado de afuera, y entró en silencio. Hacía unos minutos que su corazón se agitaba desusadamente. Un cierto dolor parecía golpearle el pecho desde adentro. Amaro supo que necesitaba acostarse. Lo hizo, sin desvestirse, y encendió la radio a todo volumen. Un equipo de periodistas desde Buenos Aires, relataba las alternativas de los festejos en las calles de Liniers.
Amaro suspiró y enseguida sintió ese golpe seco en el pecho. Abrió los ojos, mientras intentaba aspirar el aire que se le acababa, pero sólo alcanzó a ver que lo muebles se esfumaban, justo en el momento en que el mundo entero se llamaba Vélez Sarsfield.

Un agradecimiento inmenso al maestro Mempo Giardinelli por tener la generosidad de permitirme colgar este cuento que, a mi modesto entender, es el más hermoso cuento de fútbol que alguna vez haya leído. Es un honor tenerlo en "Los cuentos de la pelota". Gracias Mempo!!!

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