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Lágrimas granates (Adrián Giordano - Argentina)


Esa tarde se presentaba diferente, el frío cortaba como un cuchillo pero así mismo nada impediría que la tribuna estuviera llena, se jugaba la final y todos queríamos estar ahí, con los bombos, las banderas, los cantitos y con unas ganas de ganar que ya habían cumplido la mayoría de edad… Sí, porque hacía dieciocho años que no teníamos una alegría y los pibes, que ni habían nacido cuando dimos el último grito, iban a hacernos experimentar una vez más eso de… vuelta olímpica, caravanas y festejos.
El hombre hacía ya un tiempo que casi no iba a la cancha, salvo en los partidos de local y cuando el día estaba lindo. Es que la vida se había empeñado en tirarle encima una estantería de años, con sus achaques y sus dolores. Pero lo mismo cada domingo se prendía a la vieja Spica para escuchar como el “Rena” o el “Quique” le contaban a pura pasión lo que pasaba con el equipo de sus amores. Él había estado en todas: Cuando compraron el terreno, cuando a pico y pala hicieron la pileta. Cuando plantaron los árboles, cuando hicieron la cancha, cuando pusieron las luces, el alambrado olímpico y tantas cosas más… Esta vez el frío de la tarde hizo que se quedara en casa, calentito al lado de la estufa escuchando la radio.
Eran las cinco y treinta cuatro, y se jugaban 7 minutos del segundo tiempo cuando Gerardo frotó la lámpara, salió el genio que puso la pelota a los pies del “Cocho” que la defendió a puro guapo, como un Quijote a su Dulcinea contra los molinos de viento, la puso a los pies del Santi y el Gringo con toda sus fuerzas hizo estremecer a la tribuna y la voz de Quique entrecortada por la emoción resonaba en la Spica hasta quedarse afónico. En ese instante, las lágrimas invadieron el rostro del viejo que se decía a sí mismo: “Los hombres no deben llorar”.
Los minutos transcurrieron largos, interminables hasta que llegó el final y con él la alegría del campeonato. Eran lo chicos, sí, nuestros chicos los que habían pasado a la historia. Esos mismos chicos que él había visto corretear por las calles del pueblo y les había regalado caramelos para convencerlos de que sean hinchas de Boca y del “Granate”, y vaya que los había convencido por que el “Granate” quedó grabado a fuego en el corazón de cada uno y se cargaron al hombro las ilusiones, la camiseta y el equipo para conseguir la hazaña.
La palabra campeón sonaba a revancha por tantas desdichas pasadas. El hombre sabía que se venía la caravana y había que estar preparado para los festejos. Fue hasta el cajón y buscó en el fondo una bandera desteñida por el paso del tiempo que tenía un color rosado más que granate y con el escudo del viejo y querido “Club Sportivo Melo”. La tomó entre sus manos, la besó, se la colocó sobre los hombros e inmediatamente, como un almanaque que se deshojaba hacia atrás vinieron a su mente miles de imágenes: El campeonato del ochenta y nueve, el del ochenta y tres, el provincial del ochenta y dos, los campeonatos en los Ceibos, en Villa Rossi, en Santa Ana, los relámpagos del 17 de Agosto en la cancha de los vecinos del sur, la patada fenomenal de Pancho que rompía las redes, las llegadas con la copa al Hotel de Alisio para llenarla de vino y festejar a lo grande… y otra vez tuvo que pelearse con sus ojos que se empeñaban en derramar una lágrima. Respiró profundo cuando ya comenzaba a sentir los primeros bocinazos y salió a la calle. Se paró en la esquina de las Avenidas 9 de Julio y San Martín y desde allí con una sonrisa tímidamente dibujada en su rostro, forzada para ocultar la emoción que se empeñaba en arrancarle una lágrima, saludaba a la caravana interminable de autos encabezada por el desvencijado colectivo del “Social” con los pibes saltando y cantando sobre el techo, agitando la bandera en sus manos.
Después cuando la vorágine había pasado, cuando todos nos fuimos para la cancha, cuando la maquinitas de afeitar dibujaron caminos primero, para luego quedarse con la cabellera completa de los flamantes campeones, el viejo volvió a su casa, orgulloso, satisfecho, con esa satisfacción del deber cumplido. Ahora puedo morir en paz, se dijo, la deuda está saldada. Levantó sus ojos hacia el cielo como queriendo compartir con “Palito” y con el “Coqui”, sus eternos compañeros de lucha, ese momento, esa emoción que le embargaba el alma. Frunció los labios y gritó con todas sus fuerzas: ¿Quién dijo qué no puedo llorar carajo, si el granate es otra vez campeón?

(Mi agradecimiento a Adrián por el envío de este cuento para poder ser compartido con todos ustedes)

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