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La última cena (Felipe Evangelista - Argentina)


* Fragmento

El fútbol fue mi primera pasión, pero no fui el único, también mis amigos adolescentes de entonces fueron cautivados por la redonda, estrictamente como juego a muchos y por el folklore de su gente o de su entorno a otros.

Yo fui uno de esos otros, a quien lo deslumbró la tribuna, el colorido, los cánticos, los personajes y la algarabía. Mi primo Nicola, nacido en Italia pero llegado a nuestro país de muy chico, fue el primero que se enganchó y por supuesto el culpable de nuestra adicción, hablo en plural ya que mi hermano no me fue en zaga por su fanatismo, al contrario, después de pasada su timidez infantil me superó ampliamente.

Mientras Ferro competía en Primera División, Nicola nos llevaba los domingos puntualmente a todos los estadios donde jugase, pero los sábados, el tano no podía con su origen y nuestras gargantas acompañaban los goces y padecimientos de miles de connacionales suyos, siguiendo la campaña de la Azociacione Italiana di Calcio in Argentina, (ACIA) que no era otro que el Sportivo Italiano, representativo itálico que competía en Primera C y hacía las veces de local en la vieja cancha de Platense en Manuela Pedraza y Crámer, ésa que tenía detrás de una de sus cabeceras un velódromo.

En ese tiempo las colectividades italiana y española eran muy numerosas y sus equipos futbolísticos movían multitudes, la copa dos penínsulas que disputaban el Sportivo Italiano con el Deportivo Español cada año se jugaba a cancha llena, ese partido tenía seguramente más convocatoria que algunos de Primera División. El ACIA ascendió a Primera B y una casualidad llamativa nos acercó aun más en nuestros afectos futbolísticos, la dirigencia itálica decidió, a partir del ascenso, utilizar la cancha de Ferro para sus partidos de local, así que los equipos que ocupaban nuestras preferencias futbolísticas estaban unificados en Caballito.

A pesar de esta dualidad de propuesta, la ligazón fuerte y permanente fue con el equipo de nuestro Barrio, mi memoria empieza a registrar con claridad recuerdos a partir del año 59, donde ya jugaban para Ferro Roma y Marzolini que luego fueran transferidos a Boca Juniors.

Ser simpatizante de un equipo chico no eran fácil ni aun en el barrio donde estaba ubicado, por ejemplo, en la barra solo dos éramos seguidores fieles del verde, y en el grado de la escuela primaria a la que concurríamos no seríamos más de tres. Era un sufrimiento estar siempre en la cola de la tabla aguantando las cargadas de los hinchas de Boca, de River o de cualquier otro equipo grande que frecuentemente nos goleaba y con el fantasma del descenso acosando casi todos los años. Pero ser hincha de un cuadro chico tenía para mí un gusto especial.

En el año 62 sufrimos el primer descenso, entonces todavía concurríamos a la cancha con la mirada atenta y la custodia de nuestro primo italiano; gracias a Dios, apenas un año más tarde disfrutamos la alegría del ascenso a Primera División. Cada vez que descendíamos, teníamos en Primera B un apoyo masivo de todos los que hinchaban por otros equipos y vivían en la zona, así que en esa divisional éramos de los grandes, una multitudinaria concurrencia acompañó nuestra alegría cuando volvimos a la Primera División.

Entre los jugadores que integraban aquel equipo recuerdo al flaco Marrapodi, a Rubén Berón, Antonio Garabal, el vasco Mogaburu, al flaco Etchevest que fue el único jugador de ese equipo que salido de los potreros del barrio llegó luego a jugar en aquella Primera del verde y como goleadores teníamos a Pastorini junto a Felipe Ribaudo, recordado jugador de aquella época, que luego alcanzara valiosos triunfos internacionales integrando el legendario equipo de Estudiantes de La Plata, primer equipo chico que logró además de varios campeonatos trascender internacionalmente, de la mano de Osvaldo Zubeldía como director técnico.

Ese ascenso fue de final infartante, como de costumbre el sufrimiento no podía faltar en una definición que el verde estuviese disputando, después de un año brillante, el título de campeón parecía un hecho consumado, habíamos llegado a la ultima fecha con una ventaja de dos puntos sobre el resto de los equipos participantes, un empate nos dejaba en Primera. Éramos locales y no podíamos perder, el barrio todo fue pintado de verde y blanco, cordones, árboles, paredes.

Mis viejos que ya estaban sospechando mi acercamiento fanático al fútbol me obligaron a estudiar guitarra para alejarme de la cancha y la calle. El profesor decidió participar con sus alumnos en un festival que se organizaba a beneficio de un colegio de Ramos Mejía, con tan mala suerte que el día elegido para nuestra actuación, era justo el sábado en que se disputaba ese último partido del campeonato, tan esperado para festejar el ascenso. La brillante idea me impide concurrir al estadio, aún tengo grabadas las risas irónicas con que Nicola y mi hermano menor me despidieron, cuando acepté con la guitarra al hombro que me acompañaran hasta el colectivo, para luego seguir ellos hacia a la cancha.

Ese día descubrí la importancia que ya estaba significando mi amor por un equipo de fútbol; amargado acepté la decisión de los viejos y no fui al partido, cargando además de la guitarra con una bronca bárbara porque me iba a perder el festejo.

El destino quiso otra cosa, lo que parecía imposible ocurrió -nunca hay que adelantarse a los acontecimientos me decía siempre mi viejo- la dirigencia del club festejó el ascenso antes de empezar el partido con una suelta de palomas en el centro del campo que terminó por ilusionar a toda la parcialidad local, era imposible que nos arrebataran esa alegría, pero el fútbol es impredecible, al minuto de juego el arbitro Miguel Comesaña expulsa al loco Biaggio y nos deja con 10 hombres, Sarmiento de Junín no desaprovecha la oportunidad y nos gana 2 a 1, con dos goles de penal; los hinchas verdolagas estaban tan confundidos que ni siquiera atinaron a reaccionar contra el arbitro.

Este triunfo provocó un cuádruple empate en la primera colocación, lo que obligo a la realización de un petit-torneo con la participación de nuestro equipo, San Telmo, Unión y el propio Sarmiento de Junín, equipo que nos había arrebatado la alegría del ascenso directo.

Después de este golpe del destino pude ser testigo presencial del ascenso que irremediablemente se iba a producir. Los partidos se realizaron en la cancha de Huracán y San Lorenzo porque debían disputarse en terreno neutral; en ese entonces el fútbol del interior no tenía demasiado peso en la AFA, por lo tanto Sarmiento de Junín y Unión de Santa Fe, tuvieron que aceptar ser neutrales a 20 cuadras de nuestra cancha y a más de 300 km. de sus localías habituales.

El primer partido contra Sarmiento, el rival que había provocado esta situación, me permitió descubrir el diálogo de las multitudes a través de los cánticos de hinchada cuando, con sorna los hinchas de Junín nos recibieron cantando:
-¡Ferro boludo, ahora las palomas se las meten en el culo!- en clara referencia a la suelta que durante el partido anterior habían organizado nuestros directivos, adelantándose a los festejos del ascenso.

Menos mal que en el campo de juego, le contestaron los jugadores con goles y esta vez los vencimos 2 a 0, luego hicimos lo propio con Unión al que vencimos 1 a 0 y por ultimo le ganamos a San Telmo por 3 a 1. La alegría postergada explotó pero por fin pude ser protagonista y testigo presencial de esa locura colectiva que provoca obtener un título, más aún si se trata de un ascenso de categoría, esta vez a pocas cuadras de nuestra cancha, en el Viejo Gasómetro, el mítico estadio de San Lorenzo de Almagro en la avenida La Plata. Desde ese estadio, toda la masa verdolaga volvió caminando hasta Caballito llenando de alegría las calles que transitábamos.

Nosotros volvimos acompañando la caravana a paso de hombre con el Chevrolet 28 del viejo, manejado por Nicola y con una multitud arriba de la caja del camioncito que le costó la rotura de sus viejos y herrumbrados elásticos, que evidentemente no estaban preparados para una carga semejante. Esa caminata y esa algarabía popular me terminó de acercar a la magia de la movilización de masas a través del fútbol.

Cuando Nicola se casó, empezamos con mi hermano a concurrir solos a los partidos que disputaba Ferro, cada vez más cerca del "núcleo central de simpatizantes", como solía llamar el gordo Cacho Caputo a la hinchada. Metidos entre las banderas, los cánticos y los papelitos, esos que tanto combatió el querido relator José María Muñoz, y que se popularizaron durante el Mundial 78', costumbre que fue aceptada con el correr de los años al reconocer esta actitud como una verdadera muestra autóctona de manifestación de alegría. Así empezamos con mi hermano a recorrer todas las canchas donde jugaba nuestro equipo.

Una vez en Primera División tuvimos algunas actuaciones descollantes, pero los recuerdos son fundamentalmente por algunas individualidades de los jugadores que integraron los equipos representativos en esos años, como por ejemplo el primer gol del campeonato de 1965 que Antonio Garabal le convierte al legendario Amadeo Carrizo a los dieciséis segundos de juego o el gol que Juancito Pastorini le mete a San Lorenzo, después que un compañero suyo, el tano Di Gioa hace un gol en contra y una vez movida la pelota del medio del campo Juancito pateó inmediatamente al arco con toda su bronca, incrustando la pelota en el ángulo del marco que defendía el mono Irusta, haciendo realidad esa utopía futbolera del golazo de Media cancha.

Pero nuestro destino de cuadro chico condenado a descender parecía no terminar nunca, en el 68' volvimos a perder la categoría, esta vez con mi hermano y algunos de los amigos de la barra ya emborrachado de fanatismo sufrimos el descenso como algo irreparable, a los llantos que no entendía por mi corta edad cuando eran derramados por tantos y tantos hinchas que lloraban desconsoladamente la pérdida de la categoría allá por el año 62', esta vez se sumaron los nuestros, aún recuerdo los ojos de Loli enrojecidos por las lágrimas, cuando sentado en el primer escalón de la tribuna de madera, trataba de encontrar explicación al momento que vivíamos después de perder el último partido del campeonato, circunstancia que nos condenaba nuevamente a jugar en Primera B.

Creo que ese sufrimiento diferencia definitivamente a los fanáticos de un cuadro chico, de los que solo sufren cuando algún cuadro grande pierde la oportunidad de obtener un campeonato. Pelear solo por salir campeón es como vivir pensando en que no existe la muerte. Los que sufrimos por un cuadro chico sabemos perfectamente qué es la vida y qué es la muerte.

Con el descenso nos quedaba el consuelo de pensar que nuestro equipo siempre que había descendido, históricamente lograba el ascenso al año siguiente, pero esta vez no ocurrió lo mismo, un ardid reglamentario que obligaba al campeón de Primera B jugar un reclasificatorio con los últimos clasificados del torneo de Primera A, que de esta manera tenían una chance más de conservar la categoría, nos complicó el panorama. Banfield fue el rival que no desaprovechó la oportunidad, ayudado por un fallo polémico del árbitro Ducatelli, que ignorando un evidente penal a favor de nuestro equipo permitió al taladro mantener el empate y luego con un contragolpe veloz conseguir el gol que nos condenó a jugar un año más en el fútbol de los sábados.

El fanatismo había copado nuestros corazones, motivo por el cual ya recorríamos todos los estadios donde jugaba nuestro equipo acompañando a la barra, con las banderas y los bombos.

La noche de la derrota con Banfield, sufrimos una frustración adicional que esta vez no fue deportiva, un grupo de la hinchada de Racing que todo el año nos había acompañado en el aliento para la búsqueda del ascenso, nos traiciona y aprovechando que el partido se jugó en Avellaneda roban las bolsas con todas las banderas, afrenta más que dolorosa en el folklore de nuestro fútbol, la venganza no se hizo esperar y el loco Delacha -conocido miembro de la barra racinguista- hijo de un fanático de Ferro y habitante de Caballito, pagó los platos rotos; algunos de los pesados verdolagas lo visitaron en su domicilio, no con fines amistosos precisamente, logrando con esa visita que las banderas aparecieran al poco tiempo.

Al año siguiente, logramos ascender, pero esta vez un hecho desgraciado prolonga el sufrimiento familiar más allá del mero resultado deportivo al que estábamos condenados por nuestro inexplicable fanatismo, a partir de vivenciar la cercanía de una pérdida que no era precisamente la pérdida de una categoría en el fútbol.

El torneo se disputó de manera similar al del año anterior, cuando Banfield en un partido nos había dejado en la B un año más, otra vez debíamos jugar un reclasificatorio, esta vez junto a Almirante Brown, además de Colón y Quilmes que habían ocupado las últimas posiciones del campeonato de Primera A; la experiencia anterior nos tenía bastante preocupados, los Clubes del Interior consiguieron más respaldo de la Asociación del Fútbol Argentino y Colón a la inversa de lo que había ocurrido en el año 1963 logró que fuera designada como cancha neutral el estadio de Unión, en la ciudad de Santa Fe a pocas cuadras de su estadio, y a pesar de ser su archirrival, le daba la posibilidad de no perder la localía.

Nadie en Caballito creyó que la decisión se tomó mediante un sorteo, esta situación generó una verdadera conmoción y al pensar que esta situación disminuía notablemente la chance de nuestro equipo, una multitud de hinchas copó las instalaciones del Club en la semana previa pidiendo a las autoridades que retirasen el equipo de la competencia. Por supuesto que esto no ocurrió, por lo tanto la fiel y seguidora hinchada organizó la excursión a Santa Fe para alentar al equipo. Tuvimos que trabajar bastante para convencer al viejo y a la vieja, ellos no querían dejarnos viajar, argumentando nuestra minoridad, la preocupación de los viejos estaba fundamentada, los hechos posteriores les dieron la razón.

Una vez conseguido el permiso correspondiente, casi sobre la hora de partida de los micros, nos sumamos a la caravana que intentaba copar Santa Fe, donde un triunfo nos permitiría seguir soñando con el preciado ascenso acariciado el año anterior, pero no concretado. La madrugada del domingo, mostraba una inusitada actividad en los alrededores de la sede social del Club, todos con banderas, bombos y demás elementos adecuados para un correcto aliento estábamos listos para el viaje, hasta el pelado Miguel responsable del puesto de venta de diarios y revistas de Primera Junta, que al pasar y contagiado por la algarabía de los viajeros, se subió a nuestro micro con el manojo de diarios que se aprestaba a repartir, olvidándose del trabajo que perdió a su regreso.

El viaje se inició, con la lógica euforia de estos casos, el micro que elegimos era el de la barra, el más bullicioso, el de los cánticos y las banderas. Ese fue nuestro primer viaje al interior del país acompañando a un equipo de Ferro. Por entonces; la marihuana no existía y apenas alguna que otra damajuana de vino -que convenientemente alguien se encargó de acomodar en los asientos traseros- era el único estimulante que algunos necesitaban para estos agotadores viajes.

Por fin los micros se pusieron en marcha, la Panamericana no estaba construida así que todo el trayecto debía cumplirse por la antigua ruta 9, que solo tenía dos manos, razón por la cual el viaje demandaba unas cuantas horas más que en la actualidad. Al llegar a Rosario sucedió lo inesperado: todo el pasaje del micro venía cantando alegremente con las cabezas fuera de las ventanillas, golpeando con las manos la carrocería del micro que nos transportaba, anunciado así nuestro paso por esa ciudad, previo a nuestro arribo a Santa Fe. El cruce Alberdi en Rosario era un complicado nudo de tránsito, allí varias Avenidas convergían en un paso a nivel que permitía seguir viaje a Santa Fe, luego de cruzar las vías del ferrocarril que divide esa ciudad en dos.

Por supuesto que ni la avenida de circunvalación actual ni los puentes que hoy atraviesan esas mismas vías existían, así que era imposible para llegar a Santa Fe evitar entrar en Rosario y trasponerlas. El tránsito se complicaba aún más en ese sitio debido a la gran cantidad de camiones que circulaban hacia el norte de nuestro país y tenían ese lugar como paso inevitable. Esta situación obligó a la caravana de micros que nos transportaba a moverse lentamente, en total eran diez los buses que habían salido de Caballito con ese destino, pero a pesar del inconveniente nadie renunciaba al cántico y a la algarabía. Me encontraba charlando con el acompañante del chofer, cuando un golpe seco seguido de gritos interrumpió la conversación, giré la cabeza y vi como Gabriel lo traía a mi hermano envuelto en su campera con la cabeza totalmente ensangrentada.

Sin saber qué había ocurrido bajamos del transporte, corríamos desconsolados y desorientados, hasta que un taxista nos hizo subir a su auto y nos llevó hasta el hospital de emergencias de esa ciudad. En el viaje me enteré en detalle de lo que había sucedido, un camión había golpeado la cabeza de Beto, un manotazo a tiempo de Quique logró meterlo nuevamente dentro del interior del bus, cuando inconsciente seguía golpeando su cabeza contra los parantes de la carrocería del camión.

Gracias a esa acción las lesiones no fueron tan graves. Ese fue el final del viaje para mi hermano y para mí, el micro esperó en Rosario hasta que los médicos informaron que el golpe había sido serio, la hemorragia se produjo a través de las fosas nasales y los oídos, pero increíblemente mi hermano volvió en sí, confundido y desorientado nos reconoció a mí, a Gabriel y al tano, preguntándonos inmediatamente:
-¿Qué pasó loco? ¿Nos agarraron los de Colón? ¿Cómo salió el partido?

Eso nos tranquilizó, porque mi hermano estaba vivo y aparentemente sin daños importantes. Los facultativos decidieron internarlo para realizarle todos los estudios pertinentes, el micro siguió hacia su destino final en la ciudad de Santa Fe, conmigo se quedo Gabriel, no olvidaré nunca su gesto ni como quedó su campera de jean arena teñida de rojo por la hemorragia. No sabía como avisar a mis viejos en Buenos Aires, tomé valor y llamé por teléfono a casa, mi viejo enloquecido, exigió trasladarlo a Buenos Aires como sea.

Los médicos no autorizaron el traslado a menos que se hiciese por vía aérea, así que prestos fuimos hasta un aeroclub donde un taxi aéreo podría trasladarnos hasta aeroparque, solo así conseguimos la autorización médica e iniciamos el regreso a nuestra ciudad, ese fue nuestro bautismo aéreo; en un pequeña avioneta. Después de casi dos horas de viaje, llegamos a Buenos Aires donde una ambulancia nos esperaba en la pista para trasladarnos hasta el sanatorio Antártida también en Caballito, donde trabajábamos algunos miembros de la familia. Una vez en el sanatorio nos enteramos que Ferro -de visitante- había vencido 3 a 0 a Colón, iniciando así su nuevo ascenso a Primera División.

El chiste del viaje le costo al rey de la canaleta, mi viejo, los ahorros de muchos años de América, tuvo que hipotecar la casa de la calle Canalejas para poder enfrentar los gastos de las lesiones que produjo el accidente y mi hermano cargó con una parálisis facial durante unos cuantos años.

El accidente ocurrió un 12 de Diciembre, el 15 en cancha de Argentinos Juniors vencimos por 3 a 1 a Almirante Brown y conseguíamos el ascenso. Después del partido toda la hinchada caminando llegó desde la Paternal hasta el sanatorio; a través de la ventana pudimos verlos demostrar la alegría por el ascenso y el afecto hacia el amigo accidentado; nos trajeron la camiseta del goma Vidal, diminuto centro delantero, símbolo del club que ya era ídolo indiscutido de la gente, alguien la obtuvo como trofeo del partido para dejársela al convaleciente.

En la semana, todos los jugadores lo visitaron y le dejaron su cariño, entre ellos el rulo Lorea que era además amigo de la barra, puesto que nacido futbolísticamente en un Club del barrio, había llegado a la Primera de nuestro equipo.

Un abogado intentó convencer al viejo de iniciar acciones legales contra el Club, porque argumentaba que los micros no tenían habilitación ni seguro; tanto mi viejo como yo nos negamos rotundamente. Lejos de alejarnos de ese fanatismo inexplicable, esto potenció nuestra pasión, al poco tiempo mi hermano pasó a ser Tablón, apodo con que lo conocieron propios y extraños, perdió su timidez y me superó en su fanatismo y locura. La tribuna popular fue nuestro lugar, un lugar mágico donde todos conocíamos nuestro nombre o simplemente nuestro apodo, el apellido no contaba, ni nuestras ocupaciones ni preocupaciones.

-¡Tantos años de andar juntos corriendo y guardando trapos y me entero leyendo la revista “Gente” que el loco Hugo era el hijo de Celestino Rodrigo!
Me dijo Tablón cuando en la revista Gente salió la foto del entonces ministro de Economía, que utilizaba el subte para trasladarse desde su domicilio en José María Moreno y Rivadavia hasta el Ministerio en Plaza de Mayo, acompañado por su hijo que no era otro que uno de nuestros compinches del tablón.

Sucesos como éste eran frecuentes; aquellos adolescentes fanáticos, que solo nos conocíamos nuestro nombre o el apodo fuimos ocupando distintos puestos en la vida, algunos profesionales importantes, políticos, actores o simplemente trabajadores, pero con un origen compartido y feliz, donde la pasión nos unió en un destino común, siguiendo una divisa deportiva que no cambiaríamos nunca en la vida.

(tomado del libro “Tablón y caviar”, Ed. Argenta, 2000. El autor fue Presidente del Club Ferro Carril Oeste en el período 1993-1995)

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Otro cuento de fútbol (Marcelo Carlos Zona - Argentina)


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“Si la historia la escriben los que ganan,
eso quiere decir que hay otra historia”

Eduardo Mignona



1. Llegar

Al principio no era fácil. No es como ahora que viene cualquiera y te arma una prueba ve dos o tres pibes que andan más o menos y se los lleva a un club grande. Encima está esa diferencia, los vienen a buscar prácticamente a la puerta de su casa. Si yo he visto esas convocatorias que hacen en la Placita, ¿cuántos chicos meten? ¿500? ¿600? Antes, en cambio, conseguir una prueba en un club de primera te costaba un huevo y si no tenías un buen contacto era muy difícil que se te abrieran las puertas. Me acuerdo que nos fuimos toda la banda. Éramos seis o siete de los integrantes de ese equipo de Argentino que arrasó en el campeonato de la Liga, le habíamos sacado como veinte puntos al segundo, cuando todavía se repartían dos por partido ganado, si hubiesen sido los tres de ahora creo que dábamos la vuelta olímpica en la mitad del torneo. Pero tuvimos suerte, porque nos recibieron en Ferro y estuvimos dos semanas probándonos. Te digo, nos fue bárbaro, si hasta nos metieron en la pensión y nos daban la comida. No gastamos un cospel en nada. Sólo tuvimos que poner en los pasajes de ida y vuelta o en algún que otro taxi que usamos para recorrer y conocer Buenos Aires. Yo anduve bien esos días. ¡Ojo! No me agrando, pero de verdad, anduve bien. No en cambio lo otros chicos. ¿Sabés que pasa? Que en la cancha, entre nosotros, éramos unos fenómenos. Nos conocíamos de memoria, cada uno de nosotros sabía lo que el otro iba a hacer. ¡No es para menos, che! Si empezamos a jugar juntos en el baby, así que sacá la cuenta fueron casi diez años en los que nos veíamos dos o tres veces en la semana para entrenar y los sábados o domingos para los partidos. Para mí, te digo la verdad, allá en Buenos Aires jugamos todos bien, un poco más, un poco menos, pero estuvimos dentro de lo que habitualmente sabíamos hacer y ¿sabés qué?, a mí fue al único que llamaron. Nadie lo podía creer. Del grupo yo era el más chico, tenía 16 años recién cumplidos y los otros me llevaban uno o dos. Casi había ido de colado, como el hermano menor que sigue al mayor por todos lados. ‘¿A vos? No jodás, Qué te van a llamar a vos’, me decían los otros pibes. No lo podían creer. Pero era cierto. Creo que me dejaron porque era un flaco alto que jugaba de defensor. Los tipos pensaron que me iban a tener cinco o seis años con ellos, tiempo al cabo del cual les quedaba su modelo de jugador, su ideal.

2. Partir


Creí haber tocado el cielo con las manos. Te repito, en esa época no iban muchos a Buenos Aires y yo que había ido, quedé. Se lo dije con una alegría enorme a mis Viejos y no veía la hora en que llegara el día en que tenía que viajar. Me acuerdo que charlábamos bastante con mis Viejos sobre todo lo que significaba irse, pero yo no les daba ni cinco de pelotas, no veía la hora de irme. En esos días, creo, fue cuando empecé a dejar los libros. Estaba en cuarto año del secundario... Era un pendejo, tenía la cabeza en otra cosa, me imaginaba que iba a llegar, que iba con el fútbol iba a salvar a toda la familia y que no iba a tener necesidad de tener un estudio. Cosas de chicos. Después en Buenos Aires me anoté en un nocturno, pero duré un par de semanas y largué. Yo tenía la idea fija de jugar al fútbol, para mí todo era fútbol, fútbol y fútbol. Además llegué a la pensión del club que en esa época era como un hotel cinco estrellas. No nos faltaba nada. Nos daban las cuatro comidas diarias bien abundantes, televisión, calefacción en invierno y aire acondicionado en verano. Un lujo total. Y vivíamos en Caballito, en plena Capital Federal, que no es lo mismo que estar... Qué sé yo, en Avellaneda, por ejemplo. Ahí teníamos todo a mano, el club a dos pasos y a lo sumo una hora de viaje hasta Pontevedra, donde entrenábamos casi todos los días de la semana. Y eso lo valorábamos, porque veíamos a los otros pibes que se levantaban a las cinco de la mañana y se tomaban dos o tres urbanos para llegar hasta el club. Lo que era en esa época Ferro, no te imaginás. Estaba arriba en todos los deportes, ibas caminando entre la cancha de fútbol y la de básquet y te cruzabas con todo tipo de figuras. De vóley, de gimnasia, con los campeones de la Liga Nacional de básquet y con los vagos de primera que habían ganado el título del ’82, que yo los había visto en mi casa por la televisión.

3. Estar


Al principio, como todo era nuevo, todo me parecía lindo. Pero con el paso del tiempo las cosas se fueron complicando o, mejor dicho, haciéndose más difíciles. Había que estar todos los días al pie del cañón a las siete de la mañana, sobre todo cuando uno es adolescente y te empiezan a gustar otras cosas, cuando se te despierta el indio. Para colmo, Buenos Aires es una ciudad tramposa, tenés de todo ahí nomás al alcance de tus manos. Es muy dañina si sos una persona que no conoce sus límites o si no tiene la capacidad para ponérselos. Las minas que veíamos. Cada giro y encima cuando vos le decías que eras futbolista y que estabas en Ferro, quedaban regaladas. Pero guarda que nosotros sabíamos cuando salir de farra, lo manejábamos, porque al otro día tenías que estar arriba a las siete y los tipos se daban cuenta al toque si vos habías descansado bien o no. Había que rendir a full en todas las prácticas. Lo nuestro no era la noche. Era la tarde. Después del almuerzo no nos quedaba otra que hacer una buena siesta y cuando nos levantábamos salíamos a girar. Le tirábamos los galgos a todas las minas que veíamos por la calle. No podías dejar pasar una oportunidad porque en diez millones de personas cuándo volvés a ver una piba. ¿Sabés qué? En esa época no teníamos nada en claro, sobre todo con uno mismo. Pero a esa edad qué querés. Si bien en la pensión no nos faltaba nada, estaba a seiscientos kilómetros de mí casa, de mis Viejos o de la gente que te pudiera dar un sano consejo. Hoy me doy cuenta que si hubiese tenido las pilas puestas en llegar, en lugar de haber estado pavoteando por ahí, tendría que haberme quedado en el gimnasio o después de hora en la práctica puliendo los defectos. No lo vas a creer, pero yo no sé cabecear. Sí. Estuve seis años en un club de primera y no aprendí a cabecear. Cuando lo entendí era tarde, ya estaba jugado. Me di cuenta cuando me tocó la colimba y no hicieron nada para que zafara. Si les hubiese interesado hubiesen hablado con los milicos, pero no. Los tipos me dejaron ir como si nada. Debería haber tenido los huevos suficientes para encarar a los técnicos de frente y hablarles directo para saber cuales eran mis posibilidades, qué querían de mí y definir de esa manera tu futuro, el rumbo de tu vida. Si los tipos hubiesen sido francos, sinceros, me lo deberían haber dicho también y podrían haberlo hecho cuando firmé el contrato, cuando me hicieron profesional. En una de esas me podía enchufar de nuevo y meterme en carrera otra vez. Me hubiese alcanzado con ver a otros jugadores, si adelante mío estaban Cúper y el ‘Gallego’ Vázquez. Con copiarles algo de lo que hacían me alcanzaba. Pero yo ya estaba jugado y cuando entraba a la cancha buscaba divertirme. Me acuerdo que un día en la cancha de Racing, jugando con la reserva, me venía una pelota divina, re-fácil, caía colgadita y todo aconsejaba que tenía que reventarla de primera para que después se encargaran los delanteros de conseguirla, sin embargo la paré, la puse abajo del botín y aguanté la cara del nueve de ellos, cuando estaba cerca amagué que le iba a pegar, pero la cambié de derecha a izquierda y salí jugando, levanté la cabeza y se la dí al cinco, que estaba pasando por una situación similar a la mía. No sabés la gente en las tribunas, se venía abajo, para colmo ya estábamos cerca del final del partido, así que se habían juntado bastantes simpatizantes de ambos clubes. Pero en el banco, el ‘Cai’ me quería matar, no te imaginás cómo me puteaba. Por un lado tenía razón, no sólo estaba arriesgando una pelota, sino también un montón de guita. El dinero de mis compañeros y el suyo. Pero por el otro, loco, ¡qué falta de campito! Te cuento, ellos sostenían que en esa época, en Argentina, solamente Olguín podía salir jugando con la pelota, el resto teníamos que reventarla. Y yo no era así. No lo sentía. Había otros chicos que no tenían problemas, les pedían que la reventaran a la tribuna y zas, allá iba la pelota, si había que cortar un ataque del rival bajando a un jugador, con foul, no dudaban a darle de la rodilla para arriba. Yo, en cambio, había escrito mi final en Ferro, aunque en realidad hacía las cosas esperando que me vieran de otro club y me llamaran. Yo ahí ya no quería seguir jugando, es como que me había dado cuenta que me usaron, que me tuvieron para la competencia con otros zagueros centrales o, por mi estilo, para entrenar a los delanteros propios, nada más. Creo que ellos sabían que yo nunca iba a jugar en primera... desde el principio. Que se la va a hacer, fueron años contradictorios, con cosas feas, las menos, y otras muy lindas. Me acuerdo de una espectacular.
Veníamos desde Pontevedra en el auto de Oscar Acosta, él, Marchesini, El ‘Gallego’ González, El ‘Mago’ Garré y yo; entrando a la Capital nos pasamos un semáforo en rojo y nos paró un milico, ya no estaba por hacer la boleta y Acosta, para zafar, le dice, “Pará Viejo, sabés qué pasa, que tenemos que llegar rápido a la cancha porque concentramos. Nosotros somos jugadores de primera”. “¡Ah! ¿Sí? ¿Dónde che?”, nos pregunta el tipo. “En Ferro”, le contestó. El cana se inclina sobre sí mismo y empieza a observarnos uno por uno, de repente empieza a zarandear al cabeza como afirmando y me señala a mí. “Tenés razón a ese yo lo conozco, lo ví en los diarios”, dijo y nos dejó pasar. A mí me reconoció, que ni siquiera iba al banco de suplentes y los otros tipos ya habían ganado todo, venían de ser campeones de primera, jugaron la Copa Libertadores y encima tenían selección. En fin, cosas lindas que uno recuerda. Como los buenos compañeros, porque guarda, ahí no hacés amigos. Decime si a una persona con la que compartiste seis años de tu vida, con la que viviste junto en una pensión, en un departamento, con la que conociste mujeres y la noche de Buenos Aires, con la que compartiste sueños e ilusiones, no la vas a llamar por teléfono en las malas para brindarle una palabra de aliento. ¿Vos lo harías? Yo sí. Sin embargo, nadie me llamó. Solo como llegué, también me fui. Años después el ‘Mono’ Burgos sé que anduvo preguntando por mí, mandó a pedir mi número de teléfono, pero... Ya estaba, ya había pasado todo. Yo quería olvidar. Lo podría haber llamado, pero no lo hice cuando las cosas no le estaban saliendo bien, cómo iba a quedar que lo llamase ahora que estaba en la cúspide, rodeado por el éxito. Son cosas que vos pensás. Es que pensás mil cosas. No sé si está bien o mal. Pero ya está, en una de esas la vida nos pone frente a frente en el camino y charlamos como si nada hubiera pasado.

4. Volver


¿Qué hago? Tenía 21 años y nada en la vida. De repente me salió una oferta en Tucumán y sin pensarlo, desesperado agarré. Así que me fui para allá sin estar convencido. Sentía la obligación de tener algo, un club donde jugar para demostrarles a todos que contaba con condiciones. Pero me encontré con otro mundo. Un mundo muy distinto al de Buenos Aires en todos los sentidos. Yo venía de tener mi platita todos los meses, el recibo de sueldo, un departamento y lo que te imaginaras al alcance de tus manos. Y allá tenía que correr detrás de un dirigente para que me pagara lo que me había prometido, no te daban la guita, se escondían, esperabas el día del partido, cuando aparecen todos, pero ni así. Salía de la cancha a mil y los tipos ya no estaban más. El punto final fue en la previa del clásico, ese sábado se casaba mi hermano y yo no pude venir porque el domingo jugábamos. Qué bajón. Con todo lo que ya me había perdido. Creo que estuve una o dos semanas más y me pegué la vuelta. Dejé todo y no me acuerdo si cobre lo que me habían prometido. Me volví a Buenos Aires. Fui a parar al departamento de una mina que tenía en ese entonces. Ella laburaba y vivía sola. Así que ahí me instalé, pero a medida que pasaban los días y no llegaba ni una oferta, entré a desesperarme, no sabés qué hacer de tu vida. Estaba pintado, yo que había estado tan cerca de jugar en primera, ahora estaba pintado y mantenido por una mina. Toqué fondo. Llegué bien abajo. Jamás me lo hubiese imaginado, ya no quería saber más nada con el fútbol, en lo único que pensaba era en poder encontrar un lindo trabajo y formar una linda familia. Pero por suerte todavía estaban mis viejos. “Volvé cuando quieras, que ahí todavía está tu camita”. Eso me dijeron. Son de fierro, porque ellos también cargaban sobre sus espaldas con mi fracaso. Perdieron un hijo a los dieciséis años, tenían puestas sus esperanzas en él, como todo padre, que le vaya bien, que triunfe, que se asegure un futuro y nada. El guaso volvió con una mano atrás y otra adelante. Sin trabajo. Sin perspectivas. Porque encima yo no podía jugar al fútbol en ningún lado. Ahí me dí cuenta de lo valioso que es tener una familia, de las pequeñas cosas de todos los días, de lo que significa volver a las raíces. Al final, terminé arreglando con un club de la Liga, pero no sabés lo que significó salir a la cancha todos los domingos. La gente iba a verme con cierto grado de expectativas. Yo venía de Ferro, de estar muy cerca de primera. Se sentía la presión. Para colmo, yo andaba muy mal. Me pasaban por todos lados, por arriba o por abajo. Este... Es una forma de decir, tan bagre no era, pero no respondía para nada. Entonces empecé a escuchar los comentarios. “¡Este estuvo en Ferro!”. “Claro, como no lo van a mandar de vuelta”. Y así, como esos un montón, cientos, miles. Pero qué sabían lo que me estaba pasando. Había días enteros que me la pasaba encerrado en la pieza de mi casa llorando. No era fácil asimilar todo lo eso... El fracaso. Hasta que un día dije “se van todos a la mierda. Si hay plata arreglo, aunque puteen a toda mi familia”. Vino un club de la región y ahí fui. Después otro. Con la plata me compré cosas para ir haciéndome la casita, ya había empezado a salir con una piba, que ahora es mí señora, y las cosas empezaron a mejorar. Conseguí trabajo. Ahora tenemos una pibita, es preciosa, tiene meses nomás. Es como que me olvidé de todo eso que pasé. Empecé a vivir de nuevo. Porque si hubo algo bueno en todo esto es que aprendí a querer a las personas tal como son, con sus virtudes y defectos. Hubo muchos que eran muy amigos, amigazos, mientras yo estaba en Buenos Aires. Cada vez que venía los tenía a mi alrededor, me preguntaban cosas, charlábamos mucho, incluso estaban aquellos con los que cenábamos todas las noches juntos. Pero cuando volví ya no me daban la misma bola que antes, era un “Hola, que tal”, seco, cortante y al pasar. Entonces la cabeza empezaba a funcionar a mil y se preguntaba si esos tipos alguna vez te habían valorado como persona. Me sentía usado. Me acordaba cuando se despedían de mí y le mandaban saludos a los que estaban en Buenos Aires. ¿Sabés para qué? Para tener presencia ellos, te usaban para estar en contacto. “Dale saludos a tal”, “No te olvidés de decirle a fulano que le mando saludos” o sino iban para allí y te ponían como carta de presentación, “Víctor me dijo tal cosa”, entonces empezaban un diálogo con un tipo que de otra manera no les habría dado ni cinco de pelotas, a lo sumo les podría haber firmado un autógrafo, nada más. Ahora lo entiendo a Ballas. Yo no llegué a ningún lado, pero él sí, fue campeón del mundo, tuvo fama, dinero y ahora anda en una motito. Muchos se le cagan de risa cuando lo ven pasar, pero yo no. Yo lo admiro. Se lo ve auténtico, disfrutando la vida que armó después de todo eso. Lo entiendo, como no lo voy a entender, si yo también lo pasé. A veces tengo ganas de llamarlo y sacarme una foto con él. Me da vergüenza. No sé. Quizás algún día me anime. ¿El fútbol? Bien gracias. Voy los sábados a jugar en el comercial, pero mucho no me gusta tampoco, porque dicen que es para hacer deportes nada más, pero hay unos nenes que meten como si estuvieran jugando la final del mundo. Voy por compromiso. Por eso voy a veces nomás. Tengo ganas de divertirme adentro de una cancha, ya sufrí mucho. Así que le hago a la bocha los jueves por la noche con un grupo de amigos, tenemos reservada una cancha y ahí nos juntamos como lo hacíamos antes, cuando éramos chicos. No perdimos esa mágico funcionamiento que habíamos logrado en Argentino, cuando salimos campeones invictos y choreando. Creo que si nos pusieran a todos adentro de una misma cancha, les pintamos la cara a más de uno. ¡Bah! Es una forma de decir, porque algunos tienen panzita y otros directamente panza. Yo no. No perdí la costumbre de salir a correr, de hacer ejercicios, es saludable, además, voy dos veces por semana al gimnasio. Trato de sentirme en forma, me ayuda en muchas cosas, sobretodo porque me pone de buen humor, que ayuda en el trabajo y en casa. Después miro mucho fútbol por televisión, me gusta... ¡Uy! Ahí viene mi señora con la nena. Mozo, me cobra los dos cortados. Dejá. Yo invito, me vino bien charlar un rato sobre todas estas cosas. Nos juntamos otro día y te cuento todas las anécdotas que tengo. Chau. Suerte.

(Un inmenso Gracias! a Marcelo Carlos Zona por su generosidad al enviarme este cuento para subirlo al blog y compartirlo con todos ustedes)

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El barrio de Caballito y el club Ferrocarril Oeste


A menudo cuando digo que soy hincha de Ferro, mi interlocutor me mira con aire asombrado como si se hubiera topado con un raro ejemplar de una especie en vías de extinción. Esta repetida situación me ha llevado a preguntarme por qué soy hincha de Ferro, cuando en realidad hasta los diez años, edad en la que vine a vivir a Caballito, era hincha de Boca. Para hallar la repuesta a este cruel interrogante, debí introducirme en un imaginario túnel y retornar al Caballito de aquél tiempo.
Sin duda la primera asociación de ideas tiene que ver con el club mismo, con mis diez años caminando de Primera Junta a la sede social en Cucha Cucha y Avellaneda, ataviado con el equipo deportivo oficial. Zapatillas blancas de goma (Pampero), el pantaloncito blanco, la remera también blanca con el escudo que me identificaba como Tehuelche, el bolso azul colgando del hombro y cruzando las vías por el puente, como les indicaba el club a los cadetes.
Así, entre clases de gimnasia, de natación, juegos, banderas y escudos, la savia verde comenzó a introducirse en mis venas. Aunque sutilmente, porque en aquellos días la parte social del club no miraba con simpatía la actividad futbolera. La verdadera pasión por los colores se vivía en la cancha y en los cafés del barrio donde convergían los muchachos de todas las edades después de los partidos a leer los diarios y comentar los resultados del fútbol y también las carreras de caballos.
Allí estaba siempre mi padre, al que yo me pasaba pidiéndole que me llevara a ver a Boca. Pero él era de Racing y como se había criado en Caballito, simpatizaba con Ferro. El asunto era, que en tren de llevarme a la cancha, le quedaba muy cómoda la de Ferro que estaba a cuatro cuadras, o seguirlo de visitante en los camiones que fletaba la Agrupación "Arriba Oeste".
De ésta forma, con sol, frío o lluvia, apretujado en la caja de un bamboleante camión, por la poco numerosa pero bullanguera hinchada verdolaga que cantaba su fervor y lanzaba bromas de todo calibre a los pobres peatones que se cruzaban, fui conociendo, una a una, todas las canchas de Buenos Aires y sus alrededores. También a los jugadores, de primera, reserva y tercera, y en los relatos de los hinchas más veteranos, reviví goles memorables y fui arrastrado por los abrazos enloquecidos provocados por un gol de Salvucci, Runzer o Piovano, y casi sin darme cuenta, comencé a compartir el éxtasis de la victoria y la bronca y la amargura de la derrota.
Pero lo dicho solo es parte de la historia. El resto tiene que ver con el barrio, con los recuerdos queridos, con rostros que ya no están, y con otros, como el mío, en los que el tiempo ha marcado su paso. Con la escuela, con los comercios, las plazas, los cines, con los sueños, las risas y los llantos y con todo el paisaje reconocible, físicamente o en el recuerdo, que integra lo que soy como persona.
Alguien dijo alguna vez que los olores perduran en la memoria más que las imágenes, y creo que es cierto. Al entrar a un edificio, a la casa de un amigo, al colegio o a un comercio, de inmediato se percibe un olor que lo identifica y que se instala en el recuerdo, aunque quizás los chicos sean más proclives a registrar ésta percepción.
Así estaba el del subte que subía por las bocas de acceso y por las rejillas de respiración sobre veredas y calles, en la esquina de Rojas y Rivadavia, donde el canillita Balmaceda voceaba sus diarios y levantaba algún numerito, y se mezclaba con el aroma a café y tabaco que salía de los bares.
El irresistible olor a carne y pollos asados que emergía de la rotisería Cavour en las primeras horas de la noche. Y cómo volver de la Escuela N° 7 Primera Junta a mediodía, sin que el que despedía la pizzería “Yiyo” (para pizza con morrones, solo Yiyo y sus leones) nos enganchara de la nariz y nos metiera en el local a comer una porción.
El del pan recién horneado saliendo de la panadería Roma, o a masas en Rosario y Centenera, donde estaba la confitería Marne. Y cruzando Centenera, el delicioso aroma a quesos y salchichas de la despensa La Europea, un pequeño local de embutidos quesos y fiambres administrado por dos alemanes, uno grande y gordo y otro flaco y bajo.
Los innumerables que emanaban del mercado del Progreso se fundían en uno solo que identificaba la cuadra entre Cachimayo y Centenera frente a Plaza Primera Junta. Y estaba la fragancia de los árboles en la señorial avenida Pedro Goyena y las tranquilas, elegantes, calles de Caballito sur y el sol deslumbrante en las más modestas de casas bajas, rodeando la cancha de Ferro, por Caballito norte
Además, hay secretos que solo conocemos los que nos criamos en Caballito. Por ejemplo, que frente a la farmacia González que antes se llamaba Rossi, por Rivadavia, entre Rojas y Añasco, hay un florista de origen italiano que no envejece. Creo que nunca supe su nombre y a veces al saludarlo, me aterra observar que no ha cambiado, que está igual que hace cuarenta y tantos años Hasta sospecho que hay un cuadro, celosamente oculto, que lo hace por él.
¿Cuántas personas de las que viven en el edificio de departamentos ubicado en esa cuadra sobre la esquina de Añasco, saben que justamente allí se alzaba uno de los palacios más majestuosos y misteriosos de Buenos Aires, el Carú? Los chicos que jugábamos al cabeza, (con pechito y arremetida, claro), sobre la vereda ancha de Añasco, a veces parábamos la pelota para mirar, a través del alto enrejado artístico, los canteros con flores del parque. O para espiar por unas pequeñas claraboyas los billares de la sala de juego que había en el subsuelo.
Yo vivía a la vuelta, sobre Rivadavia, en un edificio de departamentos antiguo, con pasillo largo. Había en la cuadra entre otros edificios de departamentos, una gomería, la de Isaquito, una peluquería con quiosco, la de Carmelo, una lechería, La Martona, una sastrería, una peluquería de damas, Zaniello, la farmacia Rossi, el quiosco del griego, que todavía está, el bar Ricardo en la esquina de Rojas, y por supuesto, el inmortal florista italiano.
Y los cines. ¡Que importante y que emocionante era el cine! Teníamos un montón, el Astro, el Primera Junta, el Moreno y después de, la entonces hermosa Plaza Rivadavia con un guardián uniformado que cuidaba las flores, el Lezica, que se venía abajo y no era recomendable. Además el Caballito en la calle Espinosa, lugar insólito para un cine y el Río de la Plata en Parral y Gaona.
Y también estaban el campito de Yerbal y Félix Lora escenario de inolvidables desafíos y la cortada de Espinosa para patear un poco la pelota en el adoquinado.
Las noches de midgets en la cancha de Ferro con los memorables duelos entre Newbauer y el diablo rojo Santoestéfano, donde nos impregnábamos hasta la nuca de la tierra roja de la pista, y la confitería El Greco, orgullo del barrio, donde alguna que otra noche nuestros mayores nos llevaban a tomar un café después de la cena, a escuchar al gordo Mónaco y su órgano.
El anfiteatro del parque Centenario, dónde por primera vez asistí a una ópera y la pizzería La Cumbre, en la que todavía de pantalón corto, me sentí muy hombre al pedirle al cajero, una porción de muzzarella y “un cívico” Casi tan hombre como cuando ya adolescente, hacía del bar Caballito de Emilio Mitre y Rivadavia, algo así como mi segunda casa.
Entonces, para resumir un poco este ya extenso relato, podría decir que soy hincha de Ferro, porque el verde simboliza a Caballito. Porque en mi memoria, cada año transcurrido desde mi niñez, con las alegrías, tristezas, logros y desazones propias de la vida, se corresponde con un triunfo inolvidable, o una goleada en contra, un ascenso o un descenso y un fervor compartido con amigos de siempre en la vieja tribuna de madera.
Claro que no faltará el escéptico que diga que Caballito está lleno de personas que vivieron las mismas cosas que yo y sin embargo son hinchas de Boca, de River o de Independiente, lo cual es cierto. Pero íntimamente, siento que nadie es enteramente de Caballito si no quiere a Ferro. Y lo que es más triste, que ellos jamás podrán cantar aquella hermosa tonada de tribuna:

Soy de Oeste desde que era chiquitito
Caballito cada vez te quiero más...

(Mi agradecimiento para el autor de este soliloquio, Hilmar Paz, (Negroviejo) al permitirme la publicación del mismo)

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