A José Gobi,
con profundo afecto
A eso de la una ya estaba aferrado al alambrado de la cancha. Vestía una camisa escocesa verde y azul, y sus tradicionales anteojos que guardaban alguna similitud con los del emblemático cineasta norteamericano Woody Allen.
Fumaba el jockey largo con cierta impaciencia, mirando el reloj a cada instante, temeroso por el incumplimiento nuestro: de un conjunto de pibes que había pasado a convertirse en técnico futbolístico. Un plantel repleto de jóvenes que transitaban los últimos meses de vida secundaria, y otros tantos aficionados de las escalas nocturnas por los bares y bailantas del pueblo.
La tarde oscilaba en la temperatura justa para jugar un partido de fútbol. Justamente el escenario era ideal para disputar el encuentro de la fecha; el complejo deportivo del CEF empezó a teñirse de colorido en las tribunas y a sobrecargarse de autos en las afueras de la cancha. Los presidentes de los clubes que se enfrentaban en un clásico contemporáneo estaban en sus habituales lugares, totalmente alejados para evitar posibles enfrentamientos o cruces.
De alguna forma era más que un partido de fútbol, era un desafío noble por el monopolio del juego en el pueblo. Nosotros conformábamos un grupo novato de futbolistas que recién empezaban a transitar la carrera en primera división, luego de coronarnos con un bronce preciado a nivel bonaerense que había sobrevaluado la confianza y la imagen del equipo en el ámbito futbolero del pueblo.
Por otro lado, ellos eran, nada más y nada menos, que el Deportivo Alvear: un club con trayectoria dorada en las vitrinas del deporte. Un club con jugadores que habían vestido las camisetas gloriosas de los trofeos zonales…y que en ese momento, en el trance final de su carrera, no pretendían manchar con una derrota que significaba humillación y deshonra en la repisa sagrada donde depositarían los botines como adornos vivientes.
José había llegado algunos meses antes al clásico. Se adueñó del plantel porque el fútbol representaba uno de sus amores vitales; el fútbol lo había trasladado a una pieza inhóspita pero cargada de pasión, allá en la Avellaneda de los años 60, debajo de la cancha temblorosa del Racing Club de sus amores.
Vivió de jugar a la pelota en aquellos años que “entraba el talentoso” según expresaba en los minutos típicos del entrenamiento que dedicaba a monólogos anecdóticos. Pero la ciclotimia del ámbito deportista, los recambios generacionales, la vida misma que impregna el lema del progreso porque se acaba la juventud y comienza la adultez en un simple abrir y cerrar de ojos; hizo que José incursionara en un nuevo oficio donde también lució una prolijidad tan estética como su vocación de número cinco. Pasó de conducir la columna vertebral del juego a organizar las construcciones edilicias del pueblo bonaerense de General Alvear.
Pero volvamos a la tarde de ese domingo; quizá la misma memoria es una herramienta que salpica demasiados acontecimientos juntos y te traslada con efecto físico a narrar por doquier: son vallas y cercos propios del oficio de escribir, supongo.
A las dos de la tarde todos estábamos cambiándonos en el vestuario con un clima alegre, perfumado de átomo, y contagiado por la música tropical que provenía de un grabador cabalero que nos acompañaba los domingos de partido como una estampita sagrada en la cartera de alguna abuela religiosa.
Algunos paseaban descalzos y con el torso desnudo por los pasillos de los vestuarios donde merodeaban los árbitros y jugadores del equipo rival.
En ese protocolo de espera estábamos cuando José entró a pedir la palabra. No tenía intenciones de garabatear en el pizarrón con posibles combinaciones tácticas; se lo notaba un tanto nervioso y emocionado por la sobrecarga intensa del clásico.
Quizá su mismo amor al fútbol acentuaba la dimensión del encuentro, o quizá se sentía con la cinco en la espalda y los cortos puestos para jugar un partido que iba más allá de la escala al campeonato, que tenía la pimienta de un choque generacional donde se mediría empíricamente el mejor equipo del pueblo…y que cualquier jugador que sintiera algún mínimo romance con el deporte estaría entusiasmado por jugarlo.
José se paró en el frente, mientras todo abandonamos los menesteres del vestuario para fijar la mirada en sus ojos cristalinos. Después de apaciguar el barullo, nos enfatizó con la voz un poco quebrada por la sugestión del partido:
-Muchachos… de ninguna forma esto que le voy a decir es una presión. No lo tomen así; simplemente quiero anunciarles que éste partido es muy importante para mi y para ustedes -José tomó un respiro que pareció eterno y retomó con una voz suave mientras se rascaba su cabello blanco- para mí porque ya soy viejo, ya me queda poco en el fútbol, y si obtienen esta victoria sería el mejor regalo que podría recibir justo hoy en el día de mi cumpleaños.
Una sensación de sorpresa efímera se dibujó en nuestras caras, pero inmediatamente después empezamos a saludarlo con un beso mientras se agitaban las palmas y se cantaba a coro, con tono tribunero, el feliz cumpleaños: “pero el partido es muy importante para ustedes porque juegan contra los que ganaron todo, y los que van a hacer lo imposible para que ustedes les pinten la cara en la cancha. Así que muchachos, si perdemos son las cosas del juego y habrá que asumir la derrota como caballeros, pero si ganamos me darían una satisfacción enorme, y esta noche nos podríamos juntar en casa para cenar los tallarines de mi mujer agasajando mis 73 años de vida y el triunfo” .
Cuando José terminó de hablar, casi al unísono, golpearon la puerta del vestuario para indicarnos que teníamos que entrar a la cancha. Creo que ninguno de los que estábamos allí por jugar los noventa minutos, habíamos sentido un entusiasmo y unas ganas similares a las que emanaron después del discurso de José. Todos sufrimos una inyección de motivación, todos pretendíamos adquirir la victoria como el mejor regalo de su cumpleaños. Salimos a la cancha excitados por apabullar al rival, por consumirlos con nuestra entrega física y algunos destellos creativos de nuestros talentosos.
Finalmente noventa minutos después, todos estábamos descontrolados de euforia y satisfacción abrazando a José que recorría el campo de juego arrodillado como en una plegaria fiel de agradecimiento para con dios. Fue un partido redondo, ganamos 2 a 0 pero diseñando decenas de situaciones líricas donde la pelota no entró porque existía un impedimento desconocido para aumentar la brecha. Pero el fútbol sobró: fue uno de esos días únicos donde todos tienen la capacidad de explotar los recursos para jugar el mejor partido de su vida.
Desde el pitazo final todo fue un pasaje colorido: alientos, cánticos y abrazos que destilaban la algarabía del triunfo constituyeron el escenario deportivo en el postre del partido.
José era el más fanatizado con los tres puntos del clásico; no le faltó abrazarse con nadie y tampoco no le faltó emocionarse con nadie. Recorría el campo de juego en un vaivén permanente y ligero, sonreía por doquier con los ojos azules acuosos de tanta lluvia emocional, y gritaba a cada uno de nosotros: “Me van a volver loco, pibes” con una voz que resonaba como un eco expresando indirectamente que ese día se ancló en el pedestal de sus días menos efímeros y más inolvidables.
Llegamos al vestuario conservando esa magia de la victoria. El grabador volvió a encenderse para ejecutar el ritmo contagioso de la previa, y esperábamos, antes de cambiarnos, la llegada de José para cantarles a coro el feliz cumpleaños tal como lo habíamos previsto.
Cuando entró José todos empezamos a cantar con fuerza mientras incesantemente lo arrojábamos hacia el techo para volver a sujetarlo, como en un acto de veneración donde le devolvimos su juventud en sus 73 años. De repente José interrumpió el ritual y volvió a pedir la palabra como en los minutos previos al clásico:
-Muchachos -largó con la voz áspera, carcomida por la satisfacción y permaneció algunos segundos recuperando el aliento- ustedes van a decir que yo soy un viejo mentiroso…pero mi cumpleaños no es hoy, es mentira. Yo se los dije para motivarlos nada más… discúlpenme, soy un viejo pícaro y mentiroso.
De inmediato todos reímos y volvimos a abrazarlo como la peculiar forma de reconocerle el éxito, de festejarle el método más eficaz de interpelación que provocó que brotara nuestro mejor fútbol… quizá el único fútbol que podía eliminar al Deportivo Alvear con semejante contundencia.
Esa noche cenamos cumpliendo con la mejor prolongación del festejo: no faltó nadie y el clima fue más que agradable.
Después de aquella noche se retornó a la siesta de los entrenamientos físicos, a las anécdotas de José y a domingos de partidos de menor envergadura. El campeonato se difuminó en la anteúltima fecha, pero los méritos sobre todo fueron negligencias propias más que astucias aplastantes del rival. Llegó la época de fin de año donde la mayoría transitamos las fiestas de despedida de curso y egreso.
Se dormía poco y en condiciones poco saludables para materializar una buena actuación en la cancha, y el resto del equipo también tenía aventuras nocturnas exhaustas por motus propio más que por eventos planificados; e indeclinablemente la confluencia se palpó en el resultado: Deportivo salió campeón por un punto, sólo por un empate traicionero.
Así como terminó el campeonato se terminó con la rutina de meses entrenando, y meses compartiendo charlas y momentos deliciosos con José. Cada cual tomó su senda particular: José volvió a las construcciones y apenas lo cruzábamos, una gran porción del plantel volvió al trabajo y su vida privada, y nosotros nos preparamos para incursionar en La Plata o en Capital en una vida universitaria.
El fútbol concluyó en apenas dos meses. El equipo quedó desarmado, carentes de esas caras que le dieron bautismo a la “Asociación de Jóvenes Alvearenses”. El fútbol se terminó para nosotros porque la misma inercia de la vida nos llevó a tratar de ser lo que pretendíamos, a tratar de acaparar una vasta cantidad de materias que nos convirtiera en alguien…ese alguien que nuestros padres quisieron ser y por cuestiones coyunturales propias de un país que tenía trabajo y una Universidad más elitista; no pudieron lograr.
Se concluyó con el fútbol y se agrandó la distancia con aquellos personajes que compartimos experiencias dentro de la cancha y fuera: pero unidos férreamente por el nexo que permitió el fútbol propiamente dicho.
A partir de aquel Diciembre de 2002 donde terminó el ciclo del año y paralelamente la escuela y el campeonato; volví a ver apenas unas tres veces más a José. Quizá hubo algún otro cruce pasajero por las calles del pueblo, pero lamentablemente mi memoria no lo registra.
Recuerdo que la última vez que estuve con él era un viernes soleado de otoño, y fue tomando mates en la despensa de mi amigo Juanchy. Mientras compartíamos un diálogo entrañable que siempre se adeudan los grandes amigos cuando están lejos; José llegó en su moto, con el rostro cansado pero con la vivacidad de siempre. Un abrazo fuerte fue el sello del reencuentro, habían pasado varios meses que ninguno sabía de ninguno, y ese gesto inmediato demostraba claramente la pureza de una amistad que nació por el fútbol.
José compró sus Jockey´s largos y antes de patear para encender la moto, se detuvo y nos clavó la mirada:
-Me imagino que si agarro Atlético Norte van a venir conmigo.
-Claro que sí José, desde ya contá con nosotros- Unifiqué el discurso de Juanchy con el mío porque presumí que respondería lo mismo.
José encendió un cigarrillo, pegó una pitada larga, y arrancó en la moto levantando la mano con una sonrisa ancha en la cara.
Después de aquel cruce espontáneo no volví a verlo. Nunca me había enterado que tenía alguna enfermedad cardiaca que podría efectuarle una muerte silenciosa en cualquier contexto. Jamás su rostro lo comunicó, siempre procuró impregnar de alegría sus momentos comunitarios o sociales.
A casi tres meses de aquel reencuentro me enteré telefónicamente que José había fallecido de un infarto. Sentí una sensación de profunda congoja y desazón porque además de la tortuosa noticia, me enteraba tarde, lejos de la fecha real de su defunción; por lo mismo la deuda que sentí fue gigante. No estaba en condiciones de asistir a su velatorio como el gesto correcto y formal de despedida. Estaba lejos espacial y temporalmente.
Por lo mismo, hoy, un par de meses después a esa voluptuosa distancia, me propuse sincronizar párrafos para formular un texto que pretende ser mi forma peculiar de despedirlo.
Quizá no encuadre dentro de las prácticas normales y formales, pero yo prefiero escoger la mejor cara de José para decirle adiós, prefiero decirle chau a ese José que fue un viejo joven, con un corazón cinco estrellas envuelto en una caja de cristal, que no estaba apto para soportar sobrecargas emotivas intensas.
Un viejo entrañable, manso y divertido que podía colgarse de un alambrado para festejar el gol o recorrer la cancha en cuclillas mirando al cielo como modo de agradecimiento con dios. Y con ese José yo alivió mi deuda; a ese José le digo adiós.
(Mi agradecimiento a Matías Kraber por cederme este cuento para poder compartirlo con todos ustedes)