En 1989, el delantero francés Dominique Rocheteau organizó su despedida con una fiesta que duró tres días con sus noches, e incluyó un encuentro de fútbol junto a las grandes estrellas de Europa. Los conserjes de varios hoteles de París, ocupados por los atractivos del evento, se restregaban las manos al hacer la caja y canjeaban su sueño por horas extras. Los ocupantes de una de esas lujosas habitaciones eran el carnerunos Roger Milla, el argentino Alberto Márcico y un hermano de Milla que se había pegado como lapa al éxito de su doble de cuerpo.
La primera mañana en común entre esos artistas del fútbol de procedencias tan dispares, fue un derroche de coreografía africana que Márcico alcanzó a ver como una sombra cerrada a través de los ojos de quien aún no ha terminado de dormir la mona. "No sé qué hora sería -recuerda el ex delantero de Boca- pero me despertaron unos ruidos, y cuando miré hacia el baño lo veo al negro Milla afeitándose y bailando como si pudiera hacerse una fiesta en cualquier momento y en cualquier lugar. Esa alegría era la misma que tenía para jugar al fútbol, pero no se trataba de indisciplina, como solían asegurar en Europa. El hecho era que cuando jugaba en África tenía reglas sociales más flexibles; salía a bailar la noche antes de los partidos, y eso para él era normal. Cuando llegó a Francia trató de conservar esas costumbres porque se identificaba con eso y no con el rigor del deporte profesional".Roger Milla fue uno de los últimos convocados a la selección de Camerún por su técnico, el francés Jean Vincent, para jugar el Mundial de España 82, luego de la dimisión del yugoslavo Banko Zutic, quien había entrenado al equipo africano desde 1975 tratando de colonizar con las técnicas europeas la plasticidad de sus dirigidos e incorporándoles la idea de que el fútbol es una disciplina de ataque pero también de defensa. A pesar de que Roger Milla -por entonces figura del Bastia francés- había sido el goleador de Camerún durante las eliminatorias, su nuevo técnico le reprochaba su indiferencia cuando no entraba en contacto con la pelota. Como los niños, para Milla no había juego sin instrumento -no había juego sin juguete-, y en esas circunstancias apenas si atendía a los avatares del encuentro, al margen de lo importante que éstas fueran, dando incluso la espalda a situaciones de riesgo que no lo tuvieran como protagonista.
Después de Thomas N' Kono -el arquero que se distinguía con sus pantalones largos en el verano español-, Milla era la otra figura de Camerún, un equipo descompensado en sus líneas pero que intentaba un delicado tratamiento de pelota y despertaba simpatías a su paso debido a la excentricidad de sus miembros y, acaso, al carácter inofensivo de su desempeño. Pero el Mundial de España -donde Camerún no pasó a la segunda ronda pero terminó invicto- no fue la consagración de Milla y sus legendarios leones, sino que habría de ser mucho más tarde, en el Mundial de Italia 90, cuando el fútbol africano se consagraría como una potencia, entrando a los cuartos de final luego de realizar una campaña que lo situó a la altura de las grandes selecciones.
Al compás del tamboril
Roger Albert Milla nació el 20 de Mayo de 1952 en Yaoundé, capital de Camerún, un país entonces desconocido para los argentinos, y que a partir de 1982 se convirtió en una onomatopeya que animaba los bares de Buenos Aires, atentos al desarrollo del Mundial de España. La participación de Milla en el triunfo 2 a 1 contra Marruecos, durante las eliminatorias africanas de 1981, produjo el efecto social de efusiones y un feriado nacional decretado por su Presidente, Ahmadou Ahidjo, quién contrató personalmente al francés Vincent y comenzó a soñar esos sueños de gobiernos en los que un triunfo deportivo termina siendo un triunfo del jefe de Estado.
Jean Vincent abandonó su cargo en el Nantes y viajó a Camerún, donde se topó con una mezcla extraña de virginidad profesional y un desbordante entusiasmo de novatos. "Me encontré con algo realmente desacostumbrado para el profesionalismo -ha dicho Vincent-: un grupo de jugadores que tenían que trabajar para vivir. Como es habitual en estos casos, la mayoría lo hacía en oficinas del Estado, y algunos oficios eran insólitos para un futbolista: había muchachos que hasta trabajaban como guardianes de cárceles. Pero lo que me sorprendió realmente fue el estado físico en el que se encontraban: eran fuertes, veloces, ágiles; y así como eran de tranquilos fuera de la cancha, se transformaban una vez que empezaban a jugar".
Pero Roger Milla ya había oído hablar de las ideas acerca de la perseverancia y la disciplina que intentaba inculcarles Vincent a sus discípulos. A los dieciocho años había abandonado su casa para probar suerte en Francia. Comenzó en el Valenciennes, de la Segunda División, luego pasó al Mónaco y más tarde al Bastía, con el que fue campeón de la liga y uno de los goleadores de su equipo durante la temporada de 1980-81. Fue una de las primeras figuras del deporte africano en conquistar Europa y sacudir con su estilo tribal la estética del festejo futbolero. La televisión no tardó en rendirse ante sus atractivos coreográficos cada vez que convertía un gol, y los franceses comenzaron a entender que, al menos en el fútbol, no todo era pensar y después existir.
El baile de Roger Milla, un festejo que le daba forma a la alegría íntima del goleador, consistía en sostener la mano izquierda en el aire, apoyar la derecha sobre el abdomen (aquellos gestos del bailarín solitario que se ha quedado sin compañera) y mover la cintura como en una sucesión de amagues. Esa imagen que comenzó a dar vueltas por el mundo, restituyó para el fútbol su carácter primitivo de juego humano, como si esas reacciones espontáneas del camerunés les recordaran a los amantes del deporte que, en el fondo, es en las proezas del cuerpo donde empieza y termina su verdad.
Necesidad y urgencia
Los diez millones de cameruneses que ansiaban ver a sus leones depredar las canchas mexicanas en el Mundial 86, debieron conformarse con los escasos recuerdos que les quedaron de España y comenzar a especular con una clasificación sin angustia para Italia 90.
Roger Milla permanecía como figura estelar del fútbol africano, dondequiera que éste fuera nombrado, pero en privado era un convencido de que su momento de gloria no había llegado todavía, al menos no del modo en que lo esperaba. Sin embargo, con treinta y siete años, y aun cuando hubiera necesitado demostrar a sus compatriotas y a la élite del fútbol mundial qué él seguía siendo alguien, decide retirarse en 1989 tras un partido homenaje que su país le brinda en Yaoundé. Luego de un año de tranquilidad, y poco antes de confirmarse el plantel de Camerún que trataría de brillar en Italia 90, el presidente de la pequeña república, Paul Biya, toma el toro por las astas, y ordena a su ministro de Deportes -a través de un decreto donde se invoca "el superior interés de la nación"- que se incorpore a la selección al viejo Roger. El técnico soviético, Valeri Nepomniaschi, acepta sin oposiciones semejante sugerencia y termina sentando a Milla en el banco de suplentes del Giusseppe Meazza de Milán, en el partido inaugural de la Copa del Mundo Italia 90, en el que -todo el mundo lo sabe, pero los argentinos lo saben en detalle- el equipo africano venció por 1 a 0 a la desorientada escuadra del previsor Carlos Salvador Bilardo.
Roger Milla jugó sólo nueve minutos frente a Argentina, pero atemorizó como una sombra del mal a la defensa nacional. Néstor Lorenzo participó de ese encuentro y recuerda a quien ya comenzaban a llamar “el Nono”, como "un jugador muy bien dotado técnicamente y muy alegre para jugar. Tal vez no fuera veloz, pero tenía una manera muy inteligente de utilizar el cuerpo y de aprovechar las jugadas de riesgo". Así como el ex defensor de Boca lo sufrió como rival, también pudo jugar junto al “Nono” en la despedida del arquero inglés Peter Shilton -en 1991, en Londres-, durante un partido en el que se enfrentaron la selección de Inglaterra y el Resto del Mundo. Lorenzo recuerda, además de ese juego acaso sudamericano, el modo en que el carisma de Roger Milla conquistó al público británico, a pesar de que durante esa noche no fue la única estrella de la constelación.
Al banco voy contento
Luego de esas insinuaciones contra Argentina, Milla convirtió dos goles contra Rumania en sólo treinta y dos minutos de juego, y más tarde sacrificó a Colombia con otros dos, transformándose en un implacable goleador de banco y en uno de los máximos exponentes de un juego vistoso al que él mismo llamaba "fútbol champagne". Pero el cenit de su carrera -y de la del fútbol camerunés- lo vivió a lo largo de los ciento veinte minutos de juego intenso que tuvieron lugar en Inglaterra 3-Camerún 2, uno de los trámites más emocionantes en la historia de los Mundiales, en un partido por cuartos de final de Italia 90. El hecho de haber sentido durante algunos momentos que Camerún era el fuerte e Inglaterra el débil, fue una compensación para el goleador, quien percibió el temor de los ingleses y el sabor dulce del triunfo moral a un mismo tiempo.
La idea de Roger Milla, de que "el nombre de Camerún se inscribiera en el mundo", había llegado a buen puerto. Su llegada a la concentración italiana, avalada por los hombres de Estado y el apoyo popular -aunque resistida de algún modo por las nuevas figuras del plantel-, fue acompañada por una frase de Milla que funcionó como la divisa colectiva: "El drama del fútbol no me interesa, pero hagan las cosas en serio por la patria".
Poco más tarde, en Febrero de 1991, volvió a retirarse de la Selección, esta vez en el estadio de Wembley, pero a pesar de su carácter de homenajeado, faltó a la cita. En un encuentro entre Inglaterra y Camerún -tibio remedo de aquel match salvaje-, Milla advirtió que había setenta mil espectadores en las tribunas y, entusiasmado por su capacidad de convocatoria, exigió un cachet de setenta mil dólares adicionales, de lo contrario no saldría a participar de su fiesta. No cobró, volvió a su elegante sport con el que había llegado al aeropuerto de Heathrow, y finalmente triunfó Inglaterra con dos goles de Gary Lineker.
Tres meses después, Roger Milla grabó junto al tenista Yannick Noah un disco de música pop llamado "Negro... ¿y qué?", con un éxito que no habría de alcanzar la trascendencia de sus goles. Pero el fútbol ya no volvió a tentarlo con grandes empresas, excepto para regresarlo como mito viviente al Mundial de Estados Unidos 94 y despedirlo, a los cuarenta y dos años, con un gol frente a Rusia, tras una derrota por 6 a 1 en la que su equipo comenzó a ser llamado -ya sin gracia de por medio- el de "los leones herbívoros”
(nota publicada en revista “Mística” del 22/01/00)
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