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El bolsillo de la camisa del árbitro es como una tostadora, cada vez que hay una entrada, aparece de pronto una tarjeta amarilla.


(KEVIN KEEGAN, ex jugador y entrenador británico)

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El recordado futbolista y director técnico argentino Luis "Yiyo" Carniglia [1917-2001], de prestigio internacional, en sus recuerdos volcados en una biografía resalta uno de los momentos más amargos por los que atravesó en su larga carrera de entrenador.
Fue cuando era responsable técnico de Milan de Italia que, como campeón de Europa, le tocaba enfrentar en Octubre de 1963 al Santos por la Copa Intercontinental.
En el partido de ida, disputado en Italia, la principal preocupación de Carniglia (en la imagen) era la marca sobre Pelé, el mejor jugador del mundo.
"Yiyo" le dio la responsabilidad a Trapattoni, quien prácticamente anuló a O’Rey. El partido lo ganó Milan 4 a 2. Al conjunto italiano le tocaba viajar a Brasil, para la revancha.
Los entendidos decían que el Milan tenía más de media copa ganada, porque Pelé no iba a poder ser de la partida al haberse desgarrado. Lo cierto es que el 14 de Noviembre de 1963, en el Maracaná de Río de Janeiro, Milan perdió 4 a 2. Un partido que, para los italianos, tuvo un principal protagonista: el árbitro argentino Juan Brozzi, a quien se lo acusó de parcial y de haber recibido regalos de parte de los brasileños.
El tercer partido se disputaría nuevamente en el Maracaná, pero el Milan solicitó cambio de árbitro, lo que la Confederación Sudamericana de fútbol se negó a aceptar.
Fue así que Brozzi, quien aseguraba haberse equivocado en dicho encuentro a favor de Santos, les prometió que no iba a volver a repetir tamaños errores.
Pero esa confianza que le había dado Brozzi a los milaneses se derrumbó. El juez no sólo sancionó en el primer tiempo un penal inexistente a favor del Santos, sino que además, por protestar levemente la sanción, expulsó al capitán del Milan, Cesare Maldini.
Esta fue la síntesis del partido final, del 16 de Noviembre de 1963 ante 120 mil almas.
Santos (1): Gilmar; Ismael, Mauro, Haroldo; Dalmo, Lima y Mengalvio; Dorval, Coutinho, Almir y Pepe.
Milan (0): Balzarini; Maldini, Trapattoni, Pelagalli; Benítez, Trebi, Mora, Lodetti, Altafini, Amarildo y Fortunato.
Gol: a los 31' Gallo (S), de penal
Expulsado: 30' del PT, Cesare Maldini (M)

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A los árbitros se les nombra en España por sus dos apellidos, Andújar Oliver, Álvarez Margüenda, Urío Velázquez, Pino Zamorano... etc.
Pero no siempre fue de esta manera.
A los colegiados se les llamaba por su apellido paterno, y se podía leer en las crónicas de los periodicos deportivos o escuchar en la radio "Pérez tuvo una mala actuación o García estuvo correcto", pero hace unas décadas hubo un colegiado de apellido Franco que tuvo una tarde nefasta.
Por esos tiempos, había que ver quién era el guapo que tenía bemoles de radiar o escribir "Franco estuvo desacertado, Franco se equivocó constantemente o Franco no da ni una" cuando el destino de la Madre Patria estaba en manos del Generalísimo.
La solución que tomó la prensa fue la de nombrar al trencilla por sus dos apellidos y al no haber lugar a confusión podían ponerlo a caldo sin riesgo de acabar delante de un tribunal con juez togado y fiscal.

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Durante más de un siglo, el árbitro vistió de luto. ¿Por quién? Por él. Ahora disimula los colores.

(EDUARDO GALEANO, escritor uruguayo, en la antología “Cuentos de fútbol”, Ed. Alfaguara)

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En el vestuario, antes del partido, Perfumo me dijo que la idea era jugar la pelota rápido para no perder tiempo y que quería saber qué pensaba Suñé, quien estuvo de acuerdo. Entonces, en el foul que terminó en gol, sobre el costado derecho del área, el “Chapa” Suñé se me acercó y me comentó al oído: "Yo pateo Ithurralde". Y yo le contesté que sí y me alejé. La pelota entró y nadie protestó nada, porque era algo que había quedado claro de antemano.

(ARTURO ANDRÉS ITHURRALDE, árbitro de la final del Torneo Nacional de 1976 que Boca le ganó a River por 1 a 0 con el sorpresivo tiro libre de Rubén “Chapa” Suñé)

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Uno de los grandes árbitros que dio el fútbol argentino es Roberto Goicoechea, quien dirigió, entre 1959 y 1975, un total de 374 partidos de Primera División, y fue el representante argentino en el Mundial de Inglaterra de 1966.
Entre sus recuerdos del arbitraje, decía que en Brasil, se hizo amigo de un colega, Duicidio Vanderlei Boschilia (en la imagen, observando a Pelé), con quien dialogaba mucho acerca de temas de la profesión, en especial de cuando era el momento de sacar la tarjeta amarilla y de cuando comenzar con la roja.
"Un domingo, a Vanderlei le tocó arbitrar en San Pablo -rememoraba Goicoechea- era un partido muy duro. Amonestó a uno, a dos, a tres, a cuatro, a cinco. Hasta que se cansó. Entonces, se acercó al medio de la cancha y les dijo a los capitanes: '¿Ven? Esta es la tarjeta amarilla. No la uso más'. Y ahí nomás, la rompió. No lo podían creer".
En lo personal, Goicoechea contaba que en los años '60 le tocó dirigir Ferro-Estudiantes de La Plata. En Ferro jugaba el temperamental "Chamaco" Rodríguez, y en Estudiantes el inefable Carlos Bilardo: "Apenas se inició el encuentro, Bilardo lo planchó a Rodríguez. El de Ferro lo miró como para matarlo. Al rato, nuevamente Bilardo le dio duro, pero el "Chamaco" no reaccionó. Hasta que vino un córner. Cayeron los dos y Bilardo quedó abajo. Rodríguez sacó una derecha que le dio justo en el ojo a Bilardo, el que inmediatamente se le inflamó. Los eché a los dos. Ahí fue cuando Rodríguez se me acercó y me dijo: 'Está bien, me voy, pero contento. ¿Usted vio cómo le quedó el ojo? ¡Ese no me carga más!"'

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No podemos seguir así: los árbitros salen al terreno de juego sabiendo que el partido será escrutado para buscar sus eventuales errores.

(PIERLUIGI COLLINA, ex árbitro italiano, en declaraciones efectuadas la semana pasada a "La Gazzetta dello Sport", acerca de la necesidad de implementar el video como ayuda a la tarea arbitral)

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Según parece, los árbitros son muy propensos a sentirse condicionados por los colores. A principio de los noventa, durante uno de los primeros partidos de Hugo "Perico" Pérez (foto) tras su llegada a Ferrocarril Oeste le cometieron una clara y fuerte falta, la cual el árbitro pasó por alto como si nada hubiera sucedido, cuestión que lo hizo reaccionar desconcertado reclamándole; por lo cual Carlos Timoteo Griguol (entrenador del equipo) le gritó desde el banco algo como: "Perico... por favor... ¡Mirá la camiseta que tenemos puesta! ¿Dónde te creés que estamos... en River? Cerrá la boca y seguí jugando, que acá no te cobran nada".
Otro ejemplo muy claro es el de Roberto Passucci, quien tras seis temporadas en Boca [1981-1987] donde le permitían (por decirlo de alguna manera) explayar libremente su riguroso trato a los rivales le fue muy difícil tener que adaptase a jugar sin esa habitual permisividad cuando le tocó desempeñarse en Talleres de Córdoba y en Unión de Santa Fe.

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El árbitro tiene una omnipotencia muy grande. Un juez tiene que saber que es un ser humano y aprender a aceptar sus errores. Yo al principio de mi carrera no lo hacía. Los lunes a la mañana desayunaba con todos los diarios, después escuchaba todos los programas de radio y veía los de la televisión. Ni quería salir de mi casa.

(HORACIO ELIZONDO, ex árbitro argentino, en declaraciones formuladas a la señal de cable TyC Sports, 08/01/09)

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Los enemigos del fútbol son tres: el árbitro y los líneas.

(ANÓNIMO)

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Hay jugadores que vinieron directamente a pedirme una tarjeta para así no jugar en Navidad.

(STEVE BENNET, árbitro de la Premier League, asegurando horas atrás a los medios ingleses que varias veces mostró tarjetas tras el pedido de futbolistas, fundamentalmente extranjeros, para así disponer de más tiempo para viajar a sus países y pasar las fiestas con sus familiares)

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El árbitro tiene que saber a quién tiene delante. Los jugadores no son iguales. Yo no me dirigía igual a Butragueño que a Hugo Sánchez; con uno empleas un tono amable y reposado y con el otro tenías que ser mucho más enérgico poniéndole, además, la cara adecuada. Pero yo no inventé nada; está en el manual de los árbitros.

(VICTORIANO SÁNCHEZ ARMINIO, Presidente del Comité Técnico de Árbitros de España, en revista "Don Balón", Octubre de 2008)

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El ex árbitro argentino Arturo Andrés Ithurralde contó que en ocasión de expulsar a un jugador de la cancha, durante el Torneo Metropolitano de 1981, que tuviera como Campeón a Boca Juniors, dirigido por Silvio Marzolini y con incorporaciones de gran nivel como Diego Armando Maradona y Miguel Ángel Brindisi, un futbolista se le acercó recordándole que "hace poco viajamos en el mismo avión a Montevideo, no me puede hacer esto, don Arturo". Y el árbitro, recordando el viaje en cuestión, le contestó: Es cierto, a Montevideo viajamos juntos, ¡pero al vestuario se va solito!

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El árbitro que expulsó a Pelé (Alberto Salcedo Ramos - Colombia)


Explosivo, visceral, El Chato Velásquez tenía un sentido singular de la justicia: confiaba más en sus puños que en el silbato. Dice que si pitara de nuevo aquel partido de Colombia contra el Santos, volvería a expulsar a Pelé.

Guillermo Velásquez, más conocido como El Chato, debe de ser el único árbitro de fútbol del mundo que registra en su hoja de vida por lo menos cinco jugadores noqueados.

Ni Alberto Castronovo, ni Eduardo Luján Manera, ni los otros futbolistas aporreados por él, se enteraron de que su verdugo, antes de ser árbitro profesional, había sido boxeador.

Velásquez sonríe mientras se mira los dos puños apretados. Luego los voltea para donde yo estoy, como para notificarme que en esos gruesos nudillos, pese a sus 69 años, todavía quedan restos de la potencia telúrica del pasado.

A continuación, aclara que él no se hizo respetar por la fuerza -pues no era invencible- sino porque tenía un temperamento sanguíneo que se incendiaba ante el mínimo intento de atropello y un amor propio que le impedía soportar humillaciones. Si tuviera que arbitrar otra vez, volvería a sancionar al saboteador y a castigar al tramposo. Y, sobre todo, no ofrecería la otra mejilla para que el patán le repitiera el golpe, ni pondría el otro ojo para que el cochino le lanzara un segundo escupitajo, ni amonestaría con una simple tarjeta al grosero que le mentara a la madre, sino que se vengaría en el acto de cada agresión.

El Chato estima que la compostura que se les exige a los árbitros es hipócrita y tiene más vínculos con la política que con la ley. Según él, un ser humano que recibe una patada en la yugular y en vez de aparentar cortesía tiene la oportunidad de desquitarse, resulta menos peligroso porque se libera de odios futuros.

“Yo no andaba por las canchas repartiendo coñazos”, explica, “pero cuando había que pegar, pegaba, porque después me iba a matar la angustia de no haber reaccionado como hombre cuando me provocaron. Cuando se tiene un carácter como el mío, responder a las agresiones es una necesidad”.

Le digo a Velásquez que cambiar la justicia por la venganza nos devolvería a la época de las cavernas y añado que si al árbitro le dan un pito y unas tarjetas, es justamente para que no tenga necesidad de utilizar un garrote.

“Así es”, admite El Chato, con una rapidez que me indica que no le estoy diciendo nada que él no haya pensado antes. “Pero fíjese usted que a los futbolistas les dan una pelota para que le peguen patadas y quieren pegarnos es a nosotros”.

Vuelvo a la carga con el argumento de que el día que se apruebe la Ley del Talión en las canchas, tendremos más sangre que goles. Y El Chato repite la misma frase de hace un momento: “Así es”. En seguida, con un movimiento resuelto de las manos, afirma que para evitar ese riesgo hay que pedirle a los futbolistas que reclamen en buenos términos y no con violencia.

-¿Y por qué no les pedimos a los árbitros que no les peguen a los jugadores?

-Bueno, ahí le voy a contestar lo mismo que le contesté a un periodista brasileño, el día que expulsé a Pelé: no es bonito responder a un golpe con otro golpe, pero todavía no he visto la parte del reglamento que diga que los árbitros tenemos que dejarnos pegar.

***

Guillermo Velásquez mostró su vocación de juez desde la adolescencia. Cuando sus padres discutían, lo buscaban a él para que decidiera quién tenía la razón. Cuando sus hermanos peleaban, sólo él lograba reconciliarlos. Muy pronto, su capacidad de discernimiento y su sentido de la justicia fueron célebres en la familia. Primos, tíos y otros parientes menos cercanos apelaban a él, porque confiaban en la ecuanimidad de sus sentencias.

Más tarde, cuando jugaba fútbol en el Colegio Deogracias Cardona, de su natal Pereira, no asistía con sus compañeros de equipo a la charla técnica de los entretiempos, sino que se iba con el árbitro a analizar el reglamento.

Cuando finalmente reemplazó el balón por el silbato, se liberó del destino gris que le esperaba como futbolista y recuperó el respeto que había conocido como consejero familiar. En ese momento descubrió que la satisfacción del que aplica la ley depende más del poder que ostenta que del bienestar que supuestamente le procura al prójimo. Si la cancha es el universo completo y los jugadores son todas las criaturas posibles, entonces el árbitro, que todo lo ve y todo lo juzga, encarna una autoridad más divina que humana, una presencia omnímoda que gobierna las acciones aunque no nos demos cuenta. Él y sólo él es capaz de detener la carrera del veloz atacante, con un simple movimiento de su mano. Él decide cuándo parar el partido y cuándo reanudarlo, y en ambos casos determina el punto exacto de la tierra en el que hombre y pelota se reencuentran. Ni el que es genio como Maradona ni el que es bravucón como Chilavert tienen licencia para tutearlo: deben dirigirse a él con una cierta reverencia caricaturesca -manos atrás y cabeza agachada- y además están obligados a acatarlo por los siglos de los siglos, aun cuando valide como gol una pelota que pasó a 15 metros del arco. Como a Dios, al árbitro habría que inventárselo si no existiera. Los jugadores lo necesitan para justificar sus pecados y para que él los ayude a ganar el cielo que ellos solos no alcanzarían jamás de los jamases.

Desde el principio, El Chato disfrutó esa sensación de importancia que, según él, les gusta a casi todos sus colegas aunque no lo reconozcan en público. Por eso ahora, mientras sorbe su café, levanta la voz para decirme que no es ningún delito, como afirman algunas personas, que el árbitro sea protagonista. “¿Cómo no va a ser protagonista el juez que condena al matón o que evita una desgracia?”, se pregunta, alzando aún más el tono y adoptando un cierto aire de orador. “Usted debe saber, como periodista, que el problema no es la fama sino la mala fama”.

Estamos sentados en la cafetería del Parque El Salitre. Nuestros vecinos, muchos de ellos jóvenes que no lo conocen, lo miran con insistencia, y él se regodea en su silla comprobando por enésima vez que no nació para pasar desapercibido.

Estimulado por la atención del público, Velásquez enumera sus méritos en voz alta: fue -me dice sin ruborizarse- el árbitro que les abrió las puertas internacionales a sus compañeros colombianos. Participó en la Copa Libertadores entre 1968 y 1982, pitó en cuatro Juegos Olímpicos y fue juez de línea en uno de los partidos más bellos que se hayan disputado jamás, el de Italia contra Alemania en el Mundial del 70.

Después observa que nunca se tomó un trago el día antes de un compromiso, que siempre se entrenó como si cada jornada fuera una final y que cuando se retiró, en Diciembre de 1982, era el árbitro que había pitado el mayor número de partidos en los cuales ganaban los equipos chicos. “Y de visitantes”, añade.

“Lo mejor de todo”, dice ahora, “es que puedo jurar ante el país que nunca me torcí. Cuando me equivoqué, me equivoqué de verdad y no me hice el equivocado. Y no solamente por honesto, sino porque siempre me quise mucho a mí mismo. Mi orgullo no me permitía quedar como un chambón”.

Le pregunto si pegarle a los jugadores, como él lo hizo, fue un defecto o una virtud.

El Chato sonríe, me mira con malicia por encima de su pocillo. Calla.

-Ay, hermano, dejemos eso quieto. No me haga enfermar.

-Por su sonrisa, parece que no se arrepiente.

-Mire: yo no me siento feliz de haber tenido un genio como el que tuve. El temperamento me traicionaba y ese fue mi único error.

Después de unos segundos de silencio, en los que parece apenado, encuentra un argumento que le devuelve la seguridad. “¿Sabe una cosa?”, me dice, con el rostro iluminado. “Ser peleador me sirvió para conservar la pureza. Cuando uno quiere imponer siempre su autoridad, ya sea a las buenas o a las malas, no puede darse el lujo de tener rabo de paja”.

Llegado a este punto, El Chato estima pertinente un par de aclaraciones: cuando le pegó a un jugador fue porque, indefectiblemente, éste le había pegado a él primero. Y en todo caso, aquellas fueron calenturas pasajeras que nunca traspasaron los linderos del estadio. Eso sí: insiste en que para no quedar rumiando odios, era absolutamente necesario que le atizara un porrazo al agresor.

Desde 1957, año de su debut en el torneo profesional, aparecieron los problemas. Alberto Castronovo, jugador del Atlético Nacional, aprovechó un embrollo para darle a Velásquez una patada alevosa en la canilla. Velásquez se retorció en el suelo, durante varios minutos. Cuando se repuso del golpe actuó como si no supiera quién le había pegado. De pronto, en un tiro de esquina, vio, nítida, la oportunidad de desquitarse. Calculó que, por el momento, los espectadores estarían pendientes del jugador que iba a cobrar y se colocó en el área, al lado de Castronovo. A continuación, lo conectó con un derechazo en la barbilla. Castronovo rodó por el pasto pero se levantó en seguida, furioso, y se lió a golpes con el árbitro, en medio de la sorpresa del público. Entonces, varios agentes de la policía entraron en acción, dispuestos a retirar al jugador por la fuerza. “No, señores” , les dijo El Chato, autoritario. “¡Háganme el favor y dejan al caballero en la cancha, que no está expulsado!”.

-¡Pero cómo que no está expulsado, si vimos cómo le pegó a usted!

-¿Y no vieron cómo le pegué yo a él? Si se va Castronovo, me voy yo también. Pero como donde manda árbitro no manda policía, he dispuesto que ni se va él, ni me voy yo.

El Chato guiña un ojo y advierte que la justicia depende más del sentido común de quien la aplica que de simples leyes escritas en un papel. Para ilustrar su teoría, recuerda la vez que Miguel Ángel Converti, atacante de Millonarios, recibió un pase de espaldas al arco, en un clásico contra el Santa Fe. Desde antes de que Converti tomara la pelota, Velásquez había sancionado fuera de lugar. Pero el jugador, que al parecer no escuchó el silbato, llevó el lance hasta sus últimas consecuencias: durmió el balón con el pecho, lo hizo rebotar sobre su muslo izquierdo y luego se suspendió en el aire -cabeza hacia abajo y pies hacia arriba- en una chilena espléndida. El proyectil se clavó en un ángulo imposible de la portería y Converti corrió como loco hacia el banderín de córner, mirando hacia el cielo y zafándose de los compañeros que querían abrazarlo, como si pensara que su virtuosismo lo alejaba de los atletas y lo acercaba a los dioses.

“Si yo hubiera sabido que Converti iba a concluir esa jugada como la concluyó”, dice Velásquez, “no habría pitado el fuera de lugar. Fue la única vez que quise hacerme el equivocado en una cancha y créame que lamento mi acierto como si fuera un error. Es lo que le vengo diciendo: según las normas, yo actué bien, pero no fue justo que yo le robara semejante joya al público. Donde yo valide ese gol, hasta los hinchas del Santa Fe se ponen contentos”.

Le pido a Velásquez que me haga el inventario de los futbolistas a los cuales golpeó y me responde, aparentemente apenado, que “eso no vale la pena”.

-¿Por qué?

-Hombre, porque no fueron tantos. Pero ya que insiste en este punto, diga que una vez le hinché el ojo a Orlando Herrera, del Tolima, porque se propasó conmigo en un reclamo. ¿Y sabe qué pasó en el partido siguiente que me tocó arbitrarle en Ibagué? Que el tipo fue a buscarme a mi camerino y me llevó abrazado hasta la mitad de la cancha. ¿No le parece bonito? Si no me reconocieran sentido de la justicia, no me perdonarían. Yo habré sido brutal, pero soy más humano que muchos de los que se creen mansas palomas, porque pegué puños pero no maté a nadie con el pito.


***

El Chato, que no cesa de ufanarse de su ecuanimidad, señala que si hoy fuera otra vez el miércoles 17 de Julio de 1968, volvería a expulsar a Pelé.

Ese día, El Santos de Brasil, considerado el mejor equipo del mundo, enfrentaba en un partido amistoso a la selección Colombia que participaría en los Juegos Olímpicos de México.

Muy temprano, Velásquez validó un gol de Colombia en aparente fuera de lugar. Los brasileños se pusieron histéricos y cercaron al árbitro. Uno de ellos, de apellido Lima, fue expulsado. Como se negaba a abandonar la cancha, fue sacado por la Policía. Cuando iba por la pista atlética se les soltó a los agentes, se devolvió al terreno de juego y le asestó una patada a Velásquez. Éste le respondió con un leñazo en el estómago, que generó un amago de gresca.

El partido continuó con muchas tensiones hasta el minuto 35 del primer tiempo, cuando Pelé vio la tarjeta roja por reclamar, de mala manera, un supuesto penal en su contra. En principio lució desconcertado, pero no tardó en aceptar el fallo. Entonces emprendió el retiro de la cancha con un gesto irónico y desafiante, como un monarca que se mofara de la orden de destierro impuesta por su vasallo. “Ese tipo está loco”, repetía Pelé, una y otra vez, ante el cronista de “El Espectador” que lo esperó en la pista atlética.

En ese momento, los jugadores del Santos rodearon al árbitro. “De 28 personas que tenía la delegación brasileña”, recuerda El Chato, “me agredieron 25. Los únicos que no me pegaron fueron el médico, el periodista y Pelé”.

Velásquez se sintió empequeñecido, arruinado, cuando los 60 mil espectadores del estadio El Campín comenzaron a maldecirlo a gritos y a pedir el regreso de Pelé. Después, cuando los directivos de la Federación Colombiana de Fútbol decidieron que volviera el futbolista y se fuera el árbitro -un hecho único en los anales del deporte- se acordó del refrán según el cual la justicia en nuestro país “es para los de ruana” y hasta agradeció que a Pelé no se le hubiera ocurrido asaltar un banco, “porque con seguridad aquí todavía lo estuviéramos aplaudiendo”.

Adolorido más por la humillación pública que por los golpes recibidos, El Chato demandó penalmente a la delegación brasileña. Lo hizo por recomendación de Lisandro Martínez Zúñiga, magistrado de la Corte Suprema de Justicia, que esa misma noche lo visitó en el camerino para ofrecerle sus servicios como abogado.

Los jugadores del Santos permanecieron en Colombia casi dos días más de lo previsto, retenidos en una comisaría, y al final tuvieron que pagarle a Velásquez 18 mil pesos y ofrecerle excusas por escrito, para poder viajar a su país.

Años después, ya retirado del fútbol, Velásquez buscó la manera de encontrarse con Pelé. Entendía, como siempre, que más allá de las leyes escritas necesitaba un acercamiento humano para quedar en paz y salvo con su conciencia. El rey lo atendió en Miami y hasta lo invitó a almorzar.

Ahora le pregunto a El Chato qué habría sucedido si Pelé le hubiera pegado cuando él lo expulsó, y me pide, muy serio, que por favor no le haga una pregunta tan perversa. “Mire que me voy es a enfermar”, añade.

-Es sólo una suposición, no más que una suposición.

-Bueno, en ese caso, permítame responderle con una pregunta. ¿Usted qué cree que hubiera pasado?

(Un gracias enorme al gran escritor colombiano Alberto Salcedo Ramos por permitirme publicar este cuento y enviarme la foto del protagonista. ¡¡Muchísimas gracias Alberto!!)

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Pedro Escartín fue un español que vivió el fútbol con verdadera pasión. Había nacido en Madrid el 2 de Agosto de 1902 y fue árbitro durante 26 años, dirigiendo 847 partidos, entre ellos 5 finales de Copa de España, actuando además en los Juegos Olímpicos de 1928 y en el Mundial de Italia de 1934.
Pero también Escartín fue técnico del seleccionado español en dos ocasiones, rechazando siempre el cobro de sus haberes. ¡Qué tiempos aquéllos!
Era también un hombre algo despistado, tal es así que en la charla previa a un partido internacional, les encomendó a sus jugadores el utilizar una táctica que respondía a un 4-4-3.
Pese a preguntar si se lo había comprendido, nadie se animaba a decirle de lo imposible de jugar con 12 jugadores (al arquero se lo omite en la táctica del equipo), hasta que Alfredo Di Stéfano se despachó con un histórico: "Lo que dijo está muy bien, don Pedro, pero tenemos doce jugadores..."
Cuentan que Escartín, sin aceptar su equivocación, cambió la respuesta alentando a sus jugadores con un: "Pongamos mucho corazón, corramos a todos los balones como si fuera lo último que hicierais en esta vida, para que nuestros rivales piensen que nosotros jugamos con uno o de más".
Otra vez, estando en Roma para dirigir un partido de la selección italiana, aprovechó para pedir una audiencia al Papa Pio XII. Le advirtieron de que debía esperar arrodillado la llegada del Papa y de que no se pusiera en pie hasta que el Pontifice se lo indicara. Pio XII le dijo: ¿"Así que usted fue el árbitro que le anuló ayer dos goles a Italia"? "Sí, pero fue con justicia, Santidad", respondió. El Papa le pasó factura y lo tuvo toda la audiencia de rodillas. Fue el mayor castigo recibido por un árbitro internacional.

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Fecha: Febrero de 1984
Escenario: Estadio "Defensores del Chaco"
Lugar: Asunción del Paraguay
Rivales: Paraguay - Uruguay
Carácter: Amistoso

Al arquero de Uruguay lo tienen loco a naranjazos. El campo de juego está sembrado de las frutas color oro.
Y como el guardavalla de Uruguay, tanto cuanto para manifestarle indiferencia a los que lo bombardeaban, se puso a comerse las naranjas, los agresores, indignados, querían tirarle hasta los canastos.
Están 0 a 0.
En un pasaje del juego, el árbitro paraguayo, un caballero, en plan de favorecer al local y ya que no podía cobrar penal porque Paraguay no atacaba, decide expulsar a un jugador de Uruguay para equilibrar un poco la cosa. El problema era buscar un buen candidato para chantarle la tarjeta roja. Eligió un delantero que tenía inclinaciones peligrosas frente al arco de los locales: era Amaro Nadal (foto).
Y cuando llegó a la conclusión que estaba bien elegido, lo buscó, lo señaló y lo llamó para mostrarle la colorada; interviene entonces rápidamente un jugador paraguayo, se acerca al arbitro y muy silenciosamente, en guaraní, le sopla "No... a ese no, echá a aquel otro que es el mejor...".
El juez reacciona, cambia de jugador y expulsa sin más ni más a Enzo Francéscoli. Lo echó sin dar explicaciones ante la atónita mirada del "Príncipe" y la incredulidad de sus compañeros.
Poco después, en hilera, Amaro Nadal convirtió tres goles.
Ganó Uruguay 3 a 0.

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Es un argentino sinvergüenza. Soy miembro de la FIFA y puedo garantizar que él no dirigirá nunca más. Si eso no ocurre, salgo yo de la FIFA. El Fluminense no suele quejarse de arbitrajes, pero ese argentino descarado y canalla no puede venir al Maracaná para hacer lo que hizo.

(ROBERTO HORCADES, Presidente del Fluminense de Brasil, "atendiendo" al árbitro de la final celebrada el miércoles y que consagró a la Liga Deportiva Universitaria como Campeón de la Copa Libertadores de América)

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El árbitro Justino (Gianni Rodari - Italia)


El árbitro Justino es inapelable, como todos los árbitros. Aún cuando se equivoca, hay que respetarlo y obedecerlo inmediatamente.
Qué responsabilidad tremenda.
Hoy no es un buen día para él. Su silbato suena a tontas y a locas, lo que desorienta al público y a los jugadores.
En este momento, en lugar de un “saque de esquina”, el árbitro Justino ha ordenado con el silbato un “saque de espina”
-¿Y cómo lo hacemos? -preguntan nuestros atacantes.
-Arréglenselas -dice el árbitro.
Un futbolista debe ceñirse una corona de espinas en el pie para patear la pelota. Apenas la roza, la pelota comienza a perder aire, se arruga y se desinfla: hay que poner otra en el campo.
El juego se reanuda y, durante unos minutos, sin tropiezos. Luego el terrible silbato del señor Justino ordena un castizo. Lamentablemente, esta vez es en contra nuestra.
-¿Querrá decir un castigo, con “g”? -preguntan desesperados nuestros jugadores.
-Lo que he dicho, dicho está -responde Justino-. Yo soy inapelable.
El “castizo” con “z” es un castigo espantoso, porque está compuesto de tres saques de castigo, uno tras otro.
Los jugadores se ponen de rodillas a los pies del árbitro, le besan la camiseta de seda negra, le lustran el silbato.
-¡Por favor, cámbienos la consonante!
-¡Vendido! Toma tu “z” y vete -grita el público.
El público, si sabe, no razona. Al estadio no se va para razonar sino para gritar. Pero el árbitro no se inmuta. La multitud llora a coro y las lágrimas bajan a raudales por las graderías, inundan el campo...
No hay nada que hacer. “El castizo” nos cuesta tres goles. Adiós partido, adiós trofeo. Ciertos errores se pagan caros, especialmente si son errores ajenos.

(tomado de “El libro de los errores”, Espasa-Calpe, Madrid, 1989, pp.29-30)

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¿Yo, verdugo de un pueblo que quiero entrañablemente?

(EDGARDO CODESAL, árbitro mexicano, tras el polémico penal cobrado en la final de Italia 90)

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No podemos jugar contra doce.

(BERND SCHUSTER, DT del Real Madrid, "atendiendo" al árbitro Rodríguez Domínguez después de Alicante 1 - Real Madrid 1, MARCA, 19/12/07)

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