Detesto el fútbol. Jamás aprendí a patear una pelota, hacer una gambeta o convertir un gol. No leo los periódicos deportivos, no veo prácticas deportivas por televisión, ni escucho partidos de fútbol por radio. El fútbol no me interesa en absoluto.
Poco tiempo antes de comenzar el Mundial de Alemania, había conseguido un televisor prestado por una biblioteca popular que no le daba utilidad. Al traerlo a la escuela, muchos me preguntaron si era para ver los partidos del Mundial. A todos les contesté que no, que lo traía para que los chicos pudieran entretenerse en determinados momentos del día y para ver películas relacionadas con los temas de estudio.
Pero se acercó la hora del comienzo del campeonato y, como soy un convencido de que nadie tiene que pensar como yo ni compartir mis gustos, dispuse que los chicos, sus maestros y el resto del personal de la escuela, vieran los partidos en el Salón de Actos, donde se había instalado el televisor recién llegado.
Así fue como el viernes 16, los chicos estaban expectantes por el partido de la Argentina frente a Serbia y Montenegro. Miré el comienzo y me fui a seguir trabajando en la Dirección. A los pocos minutos, un estruendoso “gooool” resonó en toda la escuela. Salí rápido para ver la repetición y me encantó la jugada. Volví a la Dirección y otra vez se escuchó un griterío: ahora los chicos saltaban y se abrazaban...
Me puse a mirarlos con atención, casi todos los alumnos son de piel cobriza, pero aquel día el color de sus caritas estaba escondido por pintura celeste y blanca. En un rincón, algunos cortaban papelitos, otros se habían colocado la escarapela argentina o lucían camisetas de la selección nacional.
Llegó el tercer gol, terminó el primer tiempo, arrancó el segundo y con el cuarto gol ya volaban los papelitos, mientras la portera me reprochaba: “Señor Director, cuando termine el partido usted va a tener que barrer el salón de actos” y nos reíamos juntos.
Con los dos goles finales, los alumnos estaban enloquecidos. Volví a
mirarlos, pensé en la alegría de esos chicos humildes, casi todos hijos de
madres y padres nacidos en distintas provincias de nuestro país o en
Bolivia o Paraguay. Muchos, nacidos ellos mismos en países vecinos.
Aquellos chicos casi me hicieron llorar. En ese momento todos se sentían
argentinos. “Somos sudamericanos –reflexioné- ¡somos hermanos!”.