El partido se disputaba tranquilamente, el resultado era incierto, al igual que las jugadas que se desarrollaban en una lentitud pasmosa, la pelota repicaba en el pasto con un ruido de ultratumba que atronaba en los espectadores.
Los arqueros miraban, seguían con sus ojos, movían las cabezas siguiendo las acciones por un monitor inexistente. No la habían tocado en los 60 minutos desde que el juez marcara el principio del encuentro.
El técnico del equipo local, estaba muy concentrado, siguiendo cada jugada como si fuese la última, sin embargo no podía gritar, el tedio del balón y el fulgor del domingo secaban su lengua.
Pero en ese momento el orientador táctico visitante estaba realizando su religiosa ceremonia y todos los hinchas, los directivos y hasta los jugadores le prestaban una atención asombrosa.
El técnico visitante se movía lento, acomodaba cada trozo de sombras incandescentes, seleccionaba la carne que iba a poner en la cancha, pinchaba a los jugadores para que dieran todo de sí mismos y los cambiaba de posición en el entretiempo.
En el momento en el que el partido finalizó, los treintidós jugadores, los tres jueces, los ayudantes tácticos y los periodistas acreditados se acercaron hasta el banco de suplentes. El técnico visitante los miró y les dijo:
-Tengo chorizos, asado y vacío, ¿qué quieren, muchachos?
(mi agradecimiento a Germán por permitirme publicar este cuento de su autoría)
Los arqueros miraban, seguían con sus ojos, movían las cabezas siguiendo las acciones por un monitor inexistente. No la habían tocado en los 60 minutos desde que el juez marcara el principio del encuentro.
El técnico del equipo local, estaba muy concentrado, siguiendo cada jugada como si fuese la última, sin embargo no podía gritar, el tedio del balón y el fulgor del domingo secaban su lengua.
Pero en ese momento el orientador táctico visitante estaba realizando su religiosa ceremonia y todos los hinchas, los directivos y hasta los jugadores le prestaban una atención asombrosa.
El técnico visitante se movía lento, acomodaba cada trozo de sombras incandescentes, seleccionaba la carne que iba a poner en la cancha, pinchaba a los jugadores para que dieran todo de sí mismos y los cambiaba de posición en el entretiempo.
En el momento en el que el partido finalizó, los treintidós jugadores, los tres jueces, los ayudantes tácticos y los periodistas acreditados se acercaron hasta el banco de suplentes. El técnico visitante los miró y les dijo:
-Tengo chorizos, asado y vacío, ¿qué quieren, muchachos?
(mi agradecimiento a Germán por permitirme publicar este cuento de su autoría)
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