8 de marzo de 2010

El precio de la victoria (Marcos Gómez Juan - España)


En aquel momento supe exactamente lo que significa la palabra soledad. Sabía que todo el mundo estaba pendiente de mi bota izquierda, pero en especial dos países, mi querido Brasil y Nigeria. Apenas fueron cuatro o cinco minutos los que pasaron desde que Nigeria marcó su último penalti, ahora me tocaba a mí tirar el último de la tanda. Un gol significaba el empate, prolongar la agonía de la suerte; un fallo la derrota, mi derrota, mi debacle.

Era consciente de ser el protagonista de un hecho que podía ser histórico, jamás un país africano había conquistado el cetro mundial, nunca antes una selección de aquel continente ganó un mundial de fútbol. El sudor frío mojaba mi frente, el griterío ensordecedor del público estallaba contra mi cabeza martilleándola una y otra vez. Miré a mi alrededor y todo eran gestos hostiles desde la grada, no en vano ellos jugaban en casa; apenas vi muestras de cariño, sólo las de mis compañeros. La portería cada vez era más y más pequeña, el portero más y más grande. Entre tantas muestras hostiles fue difícil escuchar el silbato del árbitro, pero finalmente sonó. Tomé carrera y mi bota golpeó suavemente el balón que comenzó a girar sobre su propio eje gracias a la rosca del golpeo. Resbalé por la humedad del campo y mis ojos quedaron apuntando al césped. Escuché un sonoro golpe y acto seguido una explosión de júbilo, me quedé allí tirado, con el cuerpo helado sin poder reaccionar. Sólo pude llorar cuando mis compañeros se acercaron a consolarme, era un hombre roto, un hombre destrozado. A mi mente vino el poder que tiene un insignificante jugador de fútbol en esos momentos, poder para hacer feliz a uno u otro país, y a mí me había tocado ser el que diera la felicidad a quien en ese momento no deseaba dársela.

Aquella noche no concilié el sueño, pero no por el estruendoso ruido provocado por la alegría de un país, que podía escuchar por mi ventana. Una y otra vez recordé el momento del penalti, repasé mentalmente cada uno de los minutos que transcurrieron hasta el golpeo del balón. Una y otra vez el golpe contra el palo resonaba en mi cabeza recordándome mi fracaso, el fracaso de una estrella de este mundo de lujo llamado fútbol. Seguramente con mi salario podría alimentar a buena parte de las gentes que ahora vitoreaban a sus héroes por las calles adyacentes a mi hotel. La alegría de esas gentes contrastaba con mi tristeza Por un momento una sonrisa ligera se dibujó en mi rostro, involuntariamente había hecho feliz a un país pobre, un país necesitado. Hasta es posible que un continente entero estuviera ahora mismo festejando mi fallo, un continente tocado por la mano de la pobreza y el subdesarrollo; el continente más desafortunado del planeta vivía momentos de felicidad en parte gracias a mí.

Eran las cinco de la mañana cuando, sin saber por qué, me puse a pensar en la noche anterior al partido. Aquella noche de pasión junto a una de las mujeres más bellas con las que había estado en mi vida. Aún no entiendo bien lo que ocurrió, lo fácil que resultó disfrutar de la tersa piel y las dulces caricias de una mujer de ensueño. Recordé el momento en que se acercó a mí después de la cena en el hotel, me tomó por el brazo, se acercó a mi oído y emitió un gemido placentero que hizo que se erizaran todos y cada uno de los pelos de mi cuerpo. Su aroma era intenso, sus labios carnosos rozaron mi oreja y un escalofrío me recorrió desde los pies a la cabeza. Me condujo al ascensor y una vez allí besó apasionadamente mi boca. Estupefacto, contemplaba sus aproximadamente 178 centímetros de mujer de piel tostada por el sol. Sus piernas parecían no terminar nunca, su pelo rizado acariciaba mi cuello en cada uno de sus besos, su lengua jugueteaba con mi oreja, mi cuello, mis labios.

El ascensor paró en mi planta y cogidos de la mano fuimos a mi habitación. Una vez en el cuarto la dulzura de sus besos se convirtió en pura pasión, en deseo irrefrenable, hicimos el amor varias veces; sinceramente había sido la mejor experiencia de mi vida. Cuando desperté a la mañana siguiente ya no estaba en mi cama. Me extrañé al comprobar que mis calzoncillos habían desaparecido, pensé que quizás los hubiera tomado a modo de recuerdo o, quién sabe, quizá como trofeo. Mi peine tampoco estaba en el baño pero no le di mayor importancia.

El reloj marcó las seis de la mañana, el sol comenzaba a entrar por la ventana, un nuevo día estaba a punto de comenzar. Hubiera preferido que aquella noche durara eternamente, los periodistas me acosarían por la mañana, la televisión, los periódicos, otra vez contemplar la cara de mis derrotados compañeros. ¡Dios mío! ¿Pudiera ser que...? ¡Cielos! Súbitamente recordé sin quererlo una vez más el momento del penalti, justo en el momento del golpeo sentí un ligero pinchazo a la altura de la rodilla. ¡Quizás...! ¡Oh, tengo que ir al campo por última vez!

Tardé tres minutos en vestirme y coger un taxi, que arrancó en dirección al estadio tras ofrecerle una buena suma de dinero. Las calles aún estaban repletas de gente festejando la victoria, pero el taxista volaba gracias a la propina. Llegamos al estadio, convencer al vigilante jurado para poder acceder al césped me costó un taco de aquellos billetes malolientes y sucios. Otra vez volvía al escenario de mi fracaso. Al volver a pisar aquella hierba mi cabeza voló, volvieron a mi mente todos los recuerdos, los malos recuerdos de apenas unas horas atrás. Y entre ellos el pinchazo, ¡cómo no había caído antes! Fue un dolor no muy intenso, como si de un calambre se tratara. Corrí hacia el punto de penalti, ese desde el que había estrellado el balón en el palo, que ahora parecía reírse de mí. Miré a la cal que conformaba el redondo punto fatídico y lo que vi me sobresaltó: el punto blanco tenía restos de tizón negro; me arrodillé y pude comprobar que estaba lleno de cenizas. Uno de los trozos no se había llegado a consumir, lo examiné con detenimiento y vi que era un trozo blanco de tela en el que podían leerse dos letras: CK. ¡Cielo santo! Aquella prenda me era muy familiar. ¡No me lo puedo creer! ¡Estúpido! Palpé mi rodilla en busca del punto exacto del extraño dolor que había sentido segundos antes de marrar la pena máxima.

Una vez localizado mis ojos pusieron ante mí la claridad de los sucesos, pude ver perplejo un pequeño agujero muy fino en mi rodilla, como si una aguja la hubiera penetrado. Sin quererlo solté una carcajada, ahora todo tenía sentido, sólo tenía que denunciar los hechos y el cetro mundial volvería con nosotros de vuelta a Brasil, pasaría de ser un villano a ser el héroe nacional. Mi sonrisa se volvió turbia y mi mente oscureció. Durante algo más de diez minutos permanecí sentado en el punto de penalti desde el que horas antes me había sentido morir; ahora mis sentimientos eran contradictorios, alegría y pena se entremezclaban en mi cabeza. Me incorporé con energía, había tomado una decisión y la mantendría hasta el final pasara lo que pasara.

El vuelo procedente de Nigeria tomó tierra según lo previsto en el aeropuerto de Río de Janeiro. Bajé la escalerilla del avión con nerviosismo, recogí la maleta y me dirigí a la puerta de salida con titubeo y desconcierto. Nervios, impaciencia, temor y duda eran algunos de los sentimientos que me invadían ¿Qué me esperaría detrás de aquella puerta? Por fin la puerta se abrió y multitud de periodistas se abalanzaron sobre mí; traté de responder a todas sus preguntas pero casi resultaba utópico. Apenas sin darme cuenta sentí como varias personas se abalanzaban sobre mí y me cubrían de besos. Entre besos y caricias pude ver varias caras conocidas, las caras de mis hijos, mis padres y mis hermanos, mi familia siempre fiel. Al menos ellos siempre me adorarían a pesar de los pesares y es que ¿quién era capaz de robarle la inmensa alegría a un país tan acostumbrado a la tristeza? Al fin y al cabo Brasil volvería a luchar por el mundial dentro de cuatro años y Nigeria, la pobre Nigeria, quién sabe qué será de ella.

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