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Justicia penal (Ricardo A. Rodríguez - Argentina)


Si hubieran nacido en otra parte, cerca de la Capital, seguramente se hubieran convertido en figuras indiscutibles del fútbol grande.

Eran dos colosos, cada uno en su puesto marcaba una diferencia impresionante sobre sus pares. Pero les tocó nacer por estos lares, lejos de las luces del centro.

Para colmo, se criaron enfrentados.

Romualdo en el seno de una familia relacionada históricamente con el Atlético. Primero su abuelo y luego su padre, habían sido presidentes de la Institución. Y él había heredado el amor por los colores desde la cuna.

Gervasio, en cambio, nació, se crió y aún vivía en una casa ubicada justo enfrente a la cancha del Deportivo. De purrete cruzaba la calle y se iba a patear a ese lugar que era mágico para él. Hincha fanático, jugador y colaborador permanente del Club.

Romualdo Ramón Barrenechea, el mejor pateador de la zona. Le pegaba fuertísimo a la pelota. Histórico encargado de los penales y tiros libres de su equipo. Lo apodaban ‘Cañoncito’, con la obviedad que ese sobrenombre significaba. Él había hecho toda su carrera defendiendo los colores del Atlético, jamás se le hubiera cruzado por la cabeza vestir otra camiseta. Allí jugó hasta el retiro, el día que cumplía treinta y cinco años, cuando su rodilla derecha dijo basta, después de un feroz planchazo que le propinara un defensor de La Colonia.

Gervasio Amador Mercado, arquero del Deportivo desde que tenía 16 años, y ya andaba rondando los cuarenta. Aunque, cuando le tocó la conscripción, lo habían fichado para el Defensores Unidos, el cuadro más prestigioso de la capital de la provincia. Pero allí jugó un año nada más, el año que duró la colimba, ni bien le dieron la baja volvió al pueblo y a ocupar nuevamente el arco del Deportivo. Famoso por el arte que tenía para atrapar la pelota. Un par de manos prodigiosas que lo habían convertido en el mejor guardametas de la región. Se había ganado con justicia el sobrenombre de ‘Tenazas’.

Los dos equipos, el Atlético y el Deportivo, fueron protagonistas excluyentes de las finales del año 1968. Un capricho del fixture quiso que el clásico se jugara en la última fecha del campeonato, el Deportivo llegaba un punto arriba del Atlético. Era el partido decisivo. Esa tarde habría un campeón en el poblado.

La gente, ante semejante promesa de emociones que deparaba el match, se había dado cita como nunca en la cancha del Deportivo. Hasta habían venido de los pueblos vecinos para presenciar el juego, el denominado: partido del año. Clásico y final. ¿Qué más se podía pedir?

Tarde de sol brillante, promediando el mes de octubre, una multitud expectante, estaba todo dado para vivir una incomparable jornada futbolera.

El partido fue transcurriendo sin que ninguno pudiera abrir el marcador. Hubiera quedado definitivamente en el olvido sino fuera que con el empate en blanco el Deportivo se estaba consagrando campeón de la temporada.

Hasta que llegó el momento culminante de la tarde.

¡Un penal para el Atlético sobre la hora!

Casi no se discutió la sanción del árbitro, quien además estaba haciendo señas de que se pateaba el penal y terminaba el partido, no había, ni siquiera, posibilidad de aprovechar un rebote.

De un lado y del otro confiaban ciegamente en quienes iban a ser los encargados de definir la historia, de develar la incógnita.

Si Barrenechea metía el penal, ganaba el Atlético y daba la vuelta olímpica. En cambio, si Mercado lo atajaba, el partido quedaba empatado, entonces era el Deportivo, por su punto de ventaja, el que obtenía el título máximo.

Frente a frente. El ‘Cañoncito’ Barrenechea y ‘Tenazas’ Mercado.

A pesar de la dilatada trayectoria de ambos, y de haber jugado muchos clásicos como el de aquella tarde, nunca se habían encontrado en una situación semejante. En los clásicos no era fácil cobrar penales, y cuando se había dado, o faltaba Barrenechea o no estaba Mercado. Pero por fin había llegado el momento tan esperado.

Allí estaban tomando ubicación, ante lo que sería, sin lugar a dudas la situación más importante en la vida futbolística de los máximos ídolos de todos los tiempos.
‘Tenazas’ parado sobre la raya de cal, levemente inclinado hacia delante, había empezado a abrir sus brazos, seguramente buscando ocupar la mayor parte de los siete con treinta y dos de ancho, por dos metros con cuarenta y cuatro de alto que medía su arco.

Enfrente, ‘Cañoncito’ había empezado a retroceder para tomar carrera, después de haber acomodado la pelota sobre la marca de cal que señalaba el punto penal, a once metros de la raya del arco, o doce pasos, que es casi lo mismo, aunque, a aquella altura de la tarde, poco importara la distancia reglamentaria.

Lo único que cautivaba la atención de la muchedumbre era la ejecución de la pena capital.

El mejor ejecutor frente al mejor arquero en aquella definición sin parangones.

La multitud parecía una postal. Nadie se movía. Era un momento histórico.

Dio la orden el árbitro, arrancó ‘Cañoncito’, uno, dos, tres pasos y le entró a la pelota de lleno, con el empeine de su pie derecho, remate seco, violentísimo, que buscó el poste derecho del arco rival. Hacia ese palo se arrojó ‘Tenazas’, convencido, seguro de sí mismo. El arquero atrapó el balón, apretándolo con ambas manos. Fue tan fuerte el apretón, y tan rápido venía la pelota, que las costuras del futbol no resistieron. Los hilos se abrieron dejando escapar del interior a la cámara de la número cinco, que emergió para seguir su camino rumbo al fondo de la red. ‘Tenazas’ terminó su fenomenal volada revolcándose en el suelo y aferrado al casco de cuero desinflado.

¡Gol! -gritaron unos. ¡Lo atajó! -exclamaron los otros.

El árbitro, atónito, no sabía qué hacer. Volvió a mirar la escena como para dar un veredicto. En el suelo, abrazado al cuero estaba Mercado. Y allá, en el fondo del arco, dormía la cámara su siesta primaveral.

Ambas parcialidades festejaban, amagaban con meterse al campo de juego. El delirio se generalizaba. La gente por momentos se exaltaba. Algunos se abrazaban celebrando el campeonato, otros insultaban al árbitro que seguía dudando. Los veintidós jugadores lo rodeaban esperando una definición y el hombre de negro no podía balbucear palabra alguna.

Entró la policía, ingresaron dirigentes de ambos clubes, hasta se colaron algunos hinchas. Por momentos parecía que se iba a desatar una batalla campal. Algunos amagaban a comenzar la vuelta olímpica. Otros se querían comer crudo al árbitro y los jueces de línea.

En el momento en que la Policía le brindó plena seguridad, el referí tomó una decisión salomónica. Suspendió el partido.

Como ya se había cumplido el tiempo de juego, todos sabían que ese encuentro nunca se iba a reanudar.

La decisión final estaría a cargo del Tribunal de Disciplina de la Liga, o del Consejo Federal, o la AFA o la FIFA, o vaya a saber qué estamento del fútbol internacional, iba a poder determinar el resultado final del partido, y por consiguiente consagrar al campeón del año.

Quince días después de aquel domingo lleno de magia y emoción, se conoció la noticia en el pueblo.

El Tribunal de Disciplina había decidido dar por concluido el partido con marcador incierto, otorgando, a ambos Clubes, el título de Campeón de la temporada 1968.

Hubo, entonces, dos vueltas olímpicas, dos fiestas de campeones, y, fundamentalmente, hubo, a partir de aquella tarde y de la posterior decisión de la Liga, dos jugadores de fútbol, Romualdo Ramón ‘Cañoncito’ Barrenechea y Gervasio Amador ‘Tenazas’ Mercado, que dejaron su condición de ídolos de sus hinchadas, para ascender a la categoría de héroes incondicionales de toda la afición futbolera.

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