Cuando saltaron a la cancha tan sólo pude contar hasta diez. Miré dentro del túnel y le vi al fondo con la casaca roja y el ocho a la espalda dándole el último lustre a sus borceguíes tribanda.
Todos le conocían por “Kala”. Era pequeño y ligero, apenas ciento sesenta centímetros de talle y cincuenta y ocho kilos de peso. Por eso le cayó ese apodo, de Kaláshnikov, el viejo fusil de asalto ruso. Como aquel, rara vez se encasquillaba y era capaz de encontrar soluciones incluso en las situaciones más comprometidas.
Ya se iba el descuento entre patadas y codos, cuando tiró un desmarque y la bola le buscó en la esquina del área, en el vértice. Cero a cero. La mató con el pecho dejándola descansar junto a la zurda. Con el mentón arriba, puso los ojos en la cruceta y allí mandó la redonda con tal violencia que salió escupida hacia el suelo.
Se levantó un huracán de cal y después apareció girando en el cielo despejada por un defensor.
Tres pitidos.
Final.
Descenso.
Aquel día descubrí el sonido de las lágrimas al golpear la hierba.
Hoy le vi de nuevo por televisión con el ocho cosido a la zamarra de la nacional.
Tiro libre para ser campeones y todos los ojos del planeta puestos en aquella zurda de seda.
Brazos en jarra y el mismo ritual de siempre: barbilla alta y la mirada clavada en la intersección de los palos. Apenas tomó ventaja. La pegó de interior y se fue a dormir allí donde habitan las arañas.
Goooooooooooooool!!
Lo grité con toda el alma mientras pensaba:
-Estás perdonado amigo, somos campeones del mundo.
(Mi agradecimiento a Antonio por su generosidad al cederme este cuento para compartirlo con todos ustedes)
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