22 de octubre de 2009

Yo viví el ascenso del Geta (Pablo Malagón - España)


Yo estaba allí. Había sufrido toda el año soñando un hito y no estaba dispuesto a perderme el partido clave de la temporada.

Había abonado mi cuota de socio con más dudas que entusiasmo. Ver la Segunda División cada domingo no era un reclamo muy convincente, pero finalmente me decidí por colgar mis asperezas y embarcarme en el proyecto del aficionado fiel que anima, un domingo sí y dos después también, al equipo de su pueblo.

Y el día en el que el Numancia vino a visitarnos fui consciente por vez primera de que lo que allí se jugaba era mucho más que el orgullo. Con un ascenso a Primera División en juego, toda la ciudad se había volcado para llevar en volandas al equipo hacia un objetivo impensable a principio de temporada.

Aquello ya no parecía el teatro de otras ocasiones; el silencio y el vacío de la temporada habían cedido su lugar al jolgorio y la algarabía. Se respiraba la ilusión por todos los costados del Coliseum y ya no quedaba tiempo ni espacio para devorar una sola bolsa de pipas. Ya sólo se vendían ilusiones, sólo se veía una marea azul que imaginaba con una sonrisa, una victoria que se iba a poner muy cara. Por eso, cuando Miguel Ángel anotó el segundo gol, más que alegría, fue frenesí lo que se respiró en la grada. Yo lo vi en directo porque yo estaba allí, relegado a un córner por la muchedumbre tan poco habitual en los lances del equipo, pero tan entusiasmado por la victoria como cualquier portador del escudo del equipo.

Y después llegó Murcia y yo no estaba allí. Pero estaba frente al televisor cumpliendo entre inquietudes el mandamiento que me había fijado para aquella tarde que apuntaba como histórica. Pasase lo que pasase, nada me iba a impedir ver el partido.

El ascenso era, por aquellas alturas, una obligación más que un sueño. Era impensable un fracaso que despertara de golpe las ilusiones que todo un pueblo había depositado sobre sus jugadores.

Sentí regresar mis ansias cuando Pachón anotó el primer gol del partido. Y mis sensaciones viajaron, en un momento, desde el cielo de la gloria hasta el infierno de la rabia cuando fui consciente de que podíamos perder toda nuestra cosecha por culpa de un penalti inexistente.

Nos empataron, claro. Pero no desanimé. Porque allí estaba yo frente al televisor y viendo pasar mi vida entre aspavientos de desaprobación; imaginando un gol que nos pusiese de nuevo rumbo al paraíso.

Y llegó de nuevo la algarabía desde la pierna izquierda de Miguel Ángel. Santo pepinero que llegaste desde el rival para ponernos de puntillas en la cima de nuestro sueño. Mi cuerpo estaba en mi hogar, dando saltos incontrolados y bailando incoherente al compás de mis alivios de entusiasmo. Pero mi espíritu estaba en Murcia; seguro de una victoria y ansioso por ser testigo del cumplimiento de un deseo que había pronunciado casi sin querer una tarde de agosto del año anterior. Por eso, no estaba dispuesto a perderme el siguiente enfrentamiento contra el Eibar.

Y allí estaba yo. Claro que estaba allí. Con mi pecho pintado de azul regalado y mi cabeza cubierta con la gorra del ascenso. Había remado tanto con el equipo que no estaba dispuesto a saltar del bote a apenas dos metros de la orilla. Dos últimos metros que recorrer en dos últimos partidos en los que la cara, la cruz, la vida y la muerte ya estaban servidas por el destino en bandeja de plata. Ya sólo faltaba saber si esta vez nos tocaría sonreír.

Cuando contemplé los aledaños del Coliseum teñidos de ilusión y algarabía, tuve un conato de ilusión, mi primera visita mental al ascenso a lo largo de aquella tarde irrepetible.

Esta vez no descuidé mi horario y me planté codo a codo con mi amigo José con una hora y media de antelación en la puerta del recinto. La entrada, obstruida por una muchedumbre ávida de victoria, no era sino el mejor precedente del espectáculo que estaba por llegar.

Ví a la gente temblar desde mi sitio privilegiado. Ví a la gente soñar y ví a la gente animar con tanta fuerza que parecían escupir el alma en cada canción. Ví sonrisas y ví lágrimas de emoción cuando Gari hizo el segundo gol que nos transportaba al final de un sueño casi cumplido a cinco minutos del final.

Yo estaba allí, impasible y emocionado, cuando el árbitro señaló el final del encuentro y toda la ciudad se precipitó al césped para abrazar a los héroes del terreno. Todo el mundo estaba convencido de un logro al que aún le quedaba un último metro por remar. Aún quedaba Tenerife.

Y allí estaba yo de nuevo, dispuesto a ser fiel testigo del acto definitivo. El equipo salía a muerte en Tenerife y yo les animaba a muerte desde el rincón más futbolero de mi casa.

La televisión lo daba todo muy bonito, pero los nervios me impedían disfrutar del todo de un espectáculo irrepetible e inolvidable. En mi hogar, mis ánimos rompían el aire de incertidumbre; en la calle, los gritos de mis vecinos aclamaban las gestas del equipo de todos y en Tenerife, sobre el campo, Pachón se encargaba de demostrar a todos que la manera más rápida de alcanzar un sueño es la decisión.

Fue un partido memorable. Tantos sueños hechos realidad y tantas recompensas para nuestras ilusiones. La sensación de haber acertado en mi decisión veraniega me regaló una fascinante satisfacción. Estaba orgulloso de mi equipo y mis gracias y alabanzas al cielo fueron tan constantes que, por un momento, me sentí acariciado por la mano de Dios.

El quinto gol de Pachón no fue sino la guinda de un pastel tan dulce como costoso en su fabricación; todas las pesadillas que habían atacado al equipo a lo largo de una temporada de lo más regular.

Se bajó el telón de la temporada y se abrió una nueva función con la Primera División como escenario grandioso. Ahora sólo queda la comprobación que asuma si somos capaces de vencer al miedo escénico que tanta fama ganó desde el fútbol.

Ya no quedaba tiempo para más. Ni siquiera le quedaba un segundo a Josu Uribe, por eso comprendí su ilusión de empleado fiel e incomprendido. Delante del tiempo sólo quedaba La Cibelina.

Y a La Cibelina me fui. Allí estaba yo para ser testigo del último acto de una función que estaba a punto de inscribirse en el libro de oro de la historia del deporte. Un hito inolvidable que quedará para siempre marcado a fuego en nuestros corazones de fieles aficionados.

Me abrí paso entre la gente y me abracé con cada vecino bebiendo de un trago toda su alegría. Salté, boté, canté y no agoté ninguna fuerza ebrio como estaba de alegría de la más buena.

Encontré a mis amigos tan alborozados como yo y los abracé con el entusiasmo que requería el momento. Toda la ciudad se había volcado en una celebración con la que llevaban dos meses soñando. Cuando todas las posibilidades se habían agotado en una realidad, todos los habitantes del pueblo se habían echado a la calle para gritar sin cordura todo su entusiasmo.

Yo estaba en La Cibelina y ví salpicar el agua sobre el pecho de todo aficionado que se acercaba a la fuente para exclamar su alegría. No cabía un alfiler en la Plaza del General Palacio y todas las verdades que se cantaron aquella noche fueron el reflejo más simple del logro que el equipo había conseguido; un ascenso a Primera División que agruparía a nuestra ciudad con las más grandes potencias del deporte rey.

Yo estaba allí aquella noche de sábado y puedo confesar que todo Getafe lloró de alegría por el ascenso de su equipo.

(Mi agradecimiento a Pablo por autorizarme a publicar este cuento)

2 comentarios:

  1. Y aparte de todo esto, ¿podrías decirnos cuánto le pagasteis al Tenerife aquella tarde? Anda que no teneis cara...

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  2. Iñigo, aunque yo no puse una peseta, te agradezco mucho la visita y tu aporte.
    Un abrazo!

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