Siempre que tomaba un taxi o algún remise para volver a mi casa de Devoto, me hacían las mismas preguntas: “¿Sos de Devoto?, ¿Me podés guiar?”. “Sí”, contestaba.
Generalmente, el intrincado laberinto de sus cuadras era un obstáculo para la gran mayoría de los conductores. Pasados unos minutos, venía la siguiente pregunta: “¿Vivís cerca de la casa de …?”, “¿Lo viste alguna vez?”. Por ese entonces, tenía 22 años.
Confieso que durante ese tiempo, nunca lo había visto. Ni siquiera a su sombra.
Hasta que un viernes, un amigo, “Dani”, me pasó a buscar con su moto para ir tomar unas cervezas. No se por qué, creo que por algún capricho del destino, cambiamos el recorrido que hacíamos habitualmente por la calle Pedro Morán.
Esa vez, fuimos por Habana. Cuando estábamos por llegar a la intersección con Segurola, vi que “una zurda” inconfundible se bajó de una 4 x 4. Enseguida la reconocí. Era una zurda ingeniosa, atrevida e hiriente; era aquella zurda que había agrietado a las defensas más rígidas.
Fue tan rápido y tan preciso el recorrido entre la camioneta y la puerta del edifico de Habana al 4310, como aquel tranco del gol a los ingleses. Cada paso, cada movimiento de su cintura, cada avance era un calco de aquella magnífica obra. Fue como un clip.
Todavía recuerdo que, eufórico, le dije a “Dani”, “Es…”. “Quién… qué pasó”, me contestó preocupado porque llegábamos tarde al lugar donde “parábamos”, el viejo bar 'Nastase' (en homenaje al gran Ilie, otro desfachatado del deporte).
Pensé en arrojarme de la moto en ese mismo instante, aunque ese arrebato de locura me significara un golpe. Pensé en decirle a “Dani”, “Pará, frená, por favor”.
Pensé en darle lo que tenía puesto: mi camiseta del Barcelona, aquella que usaba en ocasiones especiales para que no se deteriorara. Pensé en decirle que… pero desistí.
Su sola presencia, obnubiló todos los mecanismos de mi razón. Pensé que a Dios no puedo decirle nada.
Sólo contemplarlo. Admirarlo tranquilamente.
Generalmente, el intrincado laberinto de sus cuadras era un obstáculo para la gran mayoría de los conductores. Pasados unos minutos, venía la siguiente pregunta: “¿Vivís cerca de la casa de …?”, “¿Lo viste alguna vez?”. Por ese entonces, tenía 22 años.
Confieso que durante ese tiempo, nunca lo había visto. Ni siquiera a su sombra.
Hasta que un viernes, un amigo, “Dani”, me pasó a buscar con su moto para ir tomar unas cervezas. No se por qué, creo que por algún capricho del destino, cambiamos el recorrido que hacíamos habitualmente por la calle Pedro Morán.
Esa vez, fuimos por Habana. Cuando estábamos por llegar a la intersección con Segurola, vi que “una zurda” inconfundible se bajó de una 4 x 4. Enseguida la reconocí. Era una zurda ingeniosa, atrevida e hiriente; era aquella zurda que había agrietado a las defensas más rígidas.
Fue tan rápido y tan preciso el recorrido entre la camioneta y la puerta del edifico de Habana al 4310, como aquel tranco del gol a los ingleses. Cada paso, cada movimiento de su cintura, cada avance era un calco de aquella magnífica obra. Fue como un clip.
Todavía recuerdo que, eufórico, le dije a “Dani”, “Es…”. “Quién… qué pasó”, me contestó preocupado porque llegábamos tarde al lugar donde “parábamos”, el viejo bar 'Nastase' (en homenaje al gran Ilie, otro desfachatado del deporte).
Pensé en arrojarme de la moto en ese mismo instante, aunque ese arrebato de locura me significara un golpe. Pensé en decirle a “Dani”, “Pará, frená, por favor”.
Pensé en darle lo que tenía puesto: mi camiseta del Barcelona, aquella que usaba en ocasiones especiales para que no se deteriorara. Pensé en decirle que… pero desistí.
Su sola presencia, obnubiló todos los mecanismos de mi razón. Pensé que a Dios no puedo decirle nada.
Sólo contemplarlo. Admirarlo tranquilamente.
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