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Mañana, ni el el diario voy a salir (Ricardo A. Rodríguez - Argentina)


Hermosa tarde de domingo.

- Suerte que no fui a la cancha -se dijo para sus adentros “el Gaita” Fernández, mientras se disponía a regar el césped.

El Deportivo, hoy, estaba jugando de local frente a los de Ferro, uno de los cuadros del pueblo vecino. Desde la vereda de su casa se habían escuchado nítidamente los bocinazos que recibían a cada uno de los equipos al ingresar al campo de juego. Y después un par de festejos más. Deberían ser dos goles.

- Ojalá sean del Deportivo -pensó, mientras acomodaba los regadores.

El Gaita supo jugar, cuando muchacho, pero nunca fue un virtuoso, ni le gustaba tanto el fútbol como para seguir. Ya estoy grande -decía.

Había comenzado a conformar su propia familia, se había casado con Elvira, su novia de toda la vida, y estaban esperando el primer hijo. Hacía poco que le habían dado una casita de barrio, la estaba pintando, acomodando los muebles, de a poco. El frente era algo que lo desvelaba, por eso sembró césped y quería mantenerlo, para ello aprovechaba los domingos por la tarde.

En esos menesteres estaba cuando de repente ve venir un auto en veloz carrera, y frenar hasta hacer chillar las gomas, justo frente a su casa.

Era el presidente del Deportivo, quien presuroso se bajó del vehículo y le gritó, casi sin aliento: ¡Gaita, venite conmigo, te precisamos ya en la cancha! -le gritó, casi, digamos, le ordenó.

El Gaita, sin entender lo que estaba ocurriendo, solo atinó a preguntar: -¿Qué pasa Felipe? ¿para qué me querés?

Felipe Alcántara, el presidente del Deportivo, sin recuperar aún su compostura habitual repitió: ¡Vamos, dale, en el viaje te voy contando! ¡Subí rápido que no llegamos!

El Gaita estaba en bermudas, con una vieja remera verde y en ojotas, pero claro, la urgencia de la situación no le permitió ni siquiera intentar pedir un rato para cambiarse, así que tal como se encontraba subió al auto y arrancaron.

Felipe apretó el acelerador y las cuatro cuadras que separan la casa de la cancha se consumieron rápido, no alcanzaron para explicar mucho.

- El Caballo Fernández, tu primo, como siempre, está suspendido -dijo el Presidente.

- Metimos la pata, lo pusimos porque nos faltaba uno, no completábamos...

El Gaita no entendía bien para qué lo precisaban a él.

- Está jugando, pero con la ficha tuya Gaita. El problema es que los de Ferro se dieron cuenta y nos van a protestar los puntos, justo hoy que vamos ganando dos a cero, ¿podés creer? -agregó el Presidente para despejar dudas.

El Caballo era así, al sobrenombre se lo había ganado por su arte para maltratar a los adversarios, gran candidato a la tarjeta roja, siempre jugaba al límite, áspero con los rivales e implacable con los árbitros, cuando algo no le gustaba, empezaba a protestar.

En el año jugaba pocos partidos, la mayoría de las veces estaba suspendido, como hoy… aunque hoy estaba jugando. Y estaba jugando bien. Un baluarte en la defensa para sostener la victoria del Deportivo.

Mientras tanto, levantando polvareda, el Presidente y el Gaita llegaron a la cancha, el partido todavía no había terminado, entraron con el auto por el lado del local y llegaron a la puerta del viejo vestuario.

- Bajate -ordenó el Presidente- ahí adentro te están esperando.

El Gaita, desconcertado, entró al vestuario y se encontró con el Pulga y Gavilán, los utileros, le tenían preparado un par de medias, el pantalón corto y unos botines gastados. Raudamente el Gaita empezó a “disfrazarse” de jugador. De a poco iba entendiendo de qué se trataba, iba a ser protagonista de una gran farsa.

Para esto el encuentro había terminado. ¡Ganó el Deportivo! Al final fue dos a cero nomás.

Los jugadores se abrazaban en la mitad de la cancha, se acercó el director técnico, don Gualberto Pardales, no parecía contento con la victoria, más vale daba la impresión de estar preocupado. Lo tomó al Caballo Fernández de un brazo, lo apartó del grupo bullanguero, y le dijo por lo bajo: -Rajá para el lado del vestuario Caballo, después te explico-

El Caballo, al momento, se dio cuenta que algo andaba mal, y para sus adentros pensó… ¿se habrán dado cuenta estos putos que estoy suspendido y jugué con la ficha de mi primo?

Corrió hacia el sector local, Gavilán, uno de los utileros, lo estaba esperando, sin mediar palabra alguna le sacó la camiseta, empapada en sudor y sucia de tierra, y salió corriendo rumbo al vestuario.

Don Gualberto sin darle tiempo a nada le dijo: ¡Caballo… desaparecé!

- Pero… ¿y mi ropa? -preguntó el Caballo.

- Mañana te la alcanzo. Vos rajá ya mismo boludo. ¡Te descubrieron!

El Caballo dio media vuelta y emprendió la retirada. Escondiéndose entre las plantas fue buscando la salida por atrás de la cantina, tratando de que no lo vea nadie.

Desde el sector de enfrente tres personas venían caminando a paso sostenido. El Doctor Camacho, presidente de Ferro, y dos laderos que metían miedo. Le salieron al cruce al referí del partido, que feliz con su desempeño arbitral ni se imaginaba lo que le esperaba.

Camacho lo increpó -Estos guachos nos metieron la mula -gritó. Hay un jugador mal incluído, quiero que ya mismo lo constate en el vestuario -dijo, sacando a relucir sus dotes de abogado. Les vamos a protestar los puntos, pero usted tiene que certificar que nosotros tenemos razón -agregó.

El árbitro no se podía negar a tan importante denuncia e invitando a los representantes del Club visitante a acompañarlo, se dirigieron al vestuario local.

El resto de los jugadores del Deportivo seguían ajenos al problema en ciernes, y lentamente habían emprendido también el camino a su vestuario. Entre cantos y festejos se fueron acercando.

En la puerta, parados los dos grandotes con pinta de patovicas de boliche bailable, no permitían pasar a nadie. El doctor Camacho ingresó con el referí al recinto, y allí estaba el Gaita, sentado en un banco, con la camiseta sudada y llena de tierra, los pelos mojados, porque lo habían rociado con agua de la canilla para que parezca transpirado, el pantalón corto, las medias a los tobillos y los botines desvencijados.

¡Hasta parecía cansado!

Camacho no lo podía creer, ¿pero… cómo? -dijo. Este nos es el que estaba jugando hace un rato.

- Cómo que no -dijo el Gaita demostrando una seguridad absoluta en sus palabras. Y resoplando agregó: Acabo de entrar al vestuario, lo que pasa es que estoy fusilado.

El árbitro con la ficha del jugador en una mano y la planilla del partido en la otra, empezó a mirar con mala cara a Camacho.

- Señor Presidente ¿qué me hace?, no quedan dudas que esta persona es la misma cuya foto está en la ficha -sentenció mostrando el documento que acreditaba al Gaita Fernández y coincidía con el casillero número tres, el mismo número de la camiseta que transpiró el Caballo adentro de la cancha, pero que ahora tenía puesta su primo, el Gaita.

Camacho, rojo de furia, no podía entender lo que estaba ocurriendo. Si él lo conocía al Caballo, pero claro las evidencias le jugaban en contra. Pegó un puñetazo a la vieja puerta de chapa del vestuario y se retiró, junto a los grandotes.

- ¡Cómo nos cagaron! -exclamó fuera de sí, mientras emprendía el regreso hacia su sector, insultando a diestra y siniestra.

Al Caballo Fernández lo vieron disparando por una de las calles laterales rumbo a su casa, sin camiseta.

Al llegar, se encontró con su padre, que podaba las acacias de la vereda. Viejo hincha del Deportivo don Dionisio Fernández, aunque ya no iba a la cancha.

- ¿Y, cómo salieron? -preguntó el padre.

El Caballo, algo agitado por la carrera y sin siquiera ponerse colorado, le contestó:

- ¡Ganamos dos a cero! Yo jugué un partidazo, pero mañana, ni en el diario voy a salir

(Mi agradecimiento a Ricardo por cederme este cuento para compartirlo con todos ustedes)

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