30 de octubre de 2009

Fragmentos (Francesco Castiglione - Italia)


Siempre fui hincha del Napoli.

Mis primeros recuerdos son los del papel impreso. Eran años en que la televisión todavía estaba en casa de pocos, y de todos modos no en mi propia casa. Reacio a otorgar la menor confianza a las ponderadas admoniciones de mi padre, me asomé al fútbol con el entusiasmo y el ímpetu de los años juveniles.

El ritual era más o menos el mismo. Después de las "extraordinarias" empresas de precampeonato, que nuestros diarios ciudadanos publicitaban oportunamente como un seguro presagio de que ese año el Nápoli era el esperado equipazo que haría grandes destrozos, se proveía a la fatídica sustitución una suerte de catarsis del joven hincha.

La hermosa fotografía del nuevo equipo tomaba el lugar de aquella ahora ya vieja y amarillenta, la de los tontos del año anterior. Esos rostros nuevos, esos lomos voluminosos y brillantes, las miradas mucho más asesinas que las de los borrachos de la pasada temporada eran la anunciación de empresas gloriosas. Llegaba después, finalmente, el primer domingo al que habrían de seguir todos los otros de la Resurrección.

Emocionado, como si fuera yo el que debutaba, el oído alerta a escuchar los resultados de los primeros tiempos, una aflicción creciente a medida que la robusta voz de nuestra radio de válvulas avanzaba según un riguroso orden alfabético: "En Milán: Inter 2-Bologna 0, en Roma: Lazio 1-Atalanta 0; en Nápoles (a esta altura hasta el año se contraía): Nápoli 1... Juventus 3".

Las cosas no cambiaron con el transistor ni con la televisión, ni con la frecuentación de las tribunas. Recuerdo una transmisión radiofónica dominical, que comentaba irónicamente los habituales problemas de nuestra ciudad, con una constante que tenía este pequeño motivo: "Es siempre lo mismo, no hay nada que hacer, es siempre lo mismo, y seguimos viviendo".

Y se volvió también el ritornello de los hinchas. Parecía que el Napoli tuviera todo: estaba el gran estadio, estaba el magnífico público, el A. C. Napoli se había transformado también en la S. S. C. Nápoli (rimbombante mutación a la cual -no se sabe por qué- se unió el signo de una segura inversión en la tendencia); todos los años llegaban los campeones que solamente algunos años antes -con casacas casi siempre de franjas verticales- nos habían flagelado, pero nada cambiaba. Jamás.

Parecía que el Asno tuviera el extraordinario poder de patear a sus propios adeptos.

Más o menos alrededor de los veinte años, también nosotros ex jovencitos no?, habíamos alineado con nuestros viejos, habíamos alcanzado su misma madurez futbolística: el escepticismo.

Existía la certeza -casi siempre no revelada, pero bien esculpida dentro de cada uno de nosotros- de que la Juve o el Milán o el Inter, que desde siempre nos habían mortificado, fatalmente seguirían haciéndolo, y siempre serían más poderosos que nosotros. Una década de desilusiones había signado nuestra pasión, imprimiéndole el estigma amargo de la derrota.

Relegada la conquista del scudetto a esa parte profunda del corazón donde reside la tropa abigarrada de nuestros deseos inalcanzables, ya no se daban tampoco las ganas de comprender, de preguntarse por qué este maldito equipo no funcionaba nunca. Se invocaba al Destino, o a la mala suerte, como diría años más tarde Ramón Díaz: ‘a ciorta’, como decimos nosotros. Así como había destinado que en Nápoles estuviera el Vesubio, evidentemente en virtud de los mismos inescrutables motivos, el Padre Eterno había decidido negar el éxito futbolístico a la Ciudad.

Atribuida a las esferas ultraterrenas la responsabilidad de las desventuras del ensamble azul, fue natural, ante todo en los momentos más negros, que la hinchada confiara a enérgicas intervenciones de San Gennaro, patrono al cual hasta ahora nadie se atreve a negar, el mérito de éxitos aislados del equipo, no por casualidad definidos como milagros.

El escepticismo no recibió siquiera un rasguño por la llegada de Sívori y Altafini, de Nielsen, de Sormani, de Hamrin, de Clerici, de Savoldi, de Krol, de Dirceu; a lo sumo, con los años, salió todavía más reforzada la convicción de la absoluta inalcanzabilidad de la meta del Scudetto.

El escepticismo no fue tampoco afectado por la llegada de Diego. La acogida triunfal -en la que seguramente encontraba lugar también la naturaleza curiosa, festiva y hospital de la gente napolitana- fue dictada más que nada por el deseo del público de presentarse al campeón, casi como para tranquilizarlo sobre la sabiduría de su decisión de imponerle al Barcelona su quiero irme. Pero realmente nadie pensó que aquella sociedad habría de quebrar la fuerza del destino.

Después Diego nos encantó. Entrenado o con el aliento corto, gordo o flaco, llegado apenas de vía Orazio o de Buenos Aires, contra los arbitrajes y contra las más vulgares agresiones periodísticas, Diego vencía. Diego rompía los encantamientos. Diego hizo verdad el sueño. Diego era indispensable.

Cuando, precedido por el habitual cancán semanal, llegaba el domingo pleno de dudas, no había quien, dirigiéndose al estadio, no tuviera necesidad de aquel reaseguro: “Pero Diego, ¿está?”, era la pregunta que aleteaba, antes de que los megáfonos, confirmando que el 10 -como siempre- era de Diego, nos permitieran arrojar el aliento suspendido y conquistar la certeza de no haber ofendido al estofado anteponiéndole el estadio.

Todos querían ver a Diego. El Inter, el Milan, la Juve, a veces llenaban y llenaban los estadios, pero la gente no va al estadio solamente para asistir a las atléticas prestaciones de Matthaeus, de Van Basten o de Schillaci. En cualquier lugar donde jugara el Nápoli, independientemente de lo que se ponía en juego, de los intereses de la tabla o de las rivalidades históricas, el todo-agotado estaba en cambio garantizado por una sola presencia: estaba Maradona, y hasta el más insípido amistoso se volvía una ocasión que era mejor no perder.

A los napolitanos los vicios de Maradona no les disgustaban. La indolencia matutina, la resistencia a las férreas reglas de cuartel, aquella vestimenta absurda, el aro en el lóbulo de la oreja, las trasnochadas en los night, usos y abusos, su disolución en suma, que tanto indignaba al periodismo pacato, ese su ser semejante solamente a sí mismo que es típico del fuera de serie, del caballo de raza, exaltaban hasta la leyenda sus empresas dominicales; cuanto más disoluta había sido la semana, tanto más sus goles valían el doble, y mayor era la satisfacción de ver burlados a los perfectos atletas, a las sociedades-modelo, a las S.p.A. del fútbol.

Para los Agnelli y los Berlusconi eran mucho más que derrotas, eran precipitarse en el ridículo. Para los hinchas napolitanos -todavía muy inclinados a ver en el fútbol el sentido del juego- era la ocasión para ejercitar una de sus actividades predilectas: lo sfottó (lo jodió). Una suerte de colectivo y gigantesco pedo con la boca -el de Eduardo, Don Ersilio Miccio del Oro de Nápoles, para entendernos- simbólicamente se elevaba desde Fuorigrotta a cada proeza de aquel zurdo maligno y divino.

Los napolitanos no son el pueblo alegre y descuidado que se tiende a proponer muy a menudo, aun hoy. Su cultura es densa de melancolía, invadida por un profundo sentido del límite, de la provisionalidad, del final. Acaso también por ello muchos de nosotros, en estos sin embargo increíbles años, no han podido liberarse de la obsesión del "después".

¿Qué hubiera sucedido cuando viéramos cómo aquella inconfundible cabeza desaparecía por última vez hacia abajo por las escaleras del vestuario? ¿Le hubiéramos preparado una fiesta de despedida tan grandiosa como había sido bien venido, o qué otra cosa? ¿Hubiéramos tenido el deseo de volver al estadio sin él? ¿Y para ver qué? ¿Y a quién?

Es cierto que los rieles del destino suelen correr a lo largo de recorridos imprevisibles. Nadie hubiera podido imaginar que lo vería por última vez, sin saber que era "la última vez". Se ha ido en silencio, sin un gracias, sin un apretón de manos, y ni siquiera una bandera azul que le dijera adiós.

Después de los Idus de Marzo, se ha desencadenado la Restauración. Los órganos de información pacata -aquellos que lo usaban para vender del lunes al sábado, pero a los que él, los domingos, hacía callar- han recibido las órdenes de la escudería: después del jugador, borrar también su modo destructivo de ser vencedor, destruir el símbolo, retornar a la "normalidad", devolver a los banderines el estilo Juventus.

De aquel adiós que no se dijo y de la furia provocada por las infamias y las mentiras propinadas a diestra y siniestra ha nacido en mí y en los otros amigos de "La calidad no es poca cosa" el deseo insuprimible de organizar el Te Diegum: una jornada de reconocido agradecimiento a quien nos resarcía de nuestras trescientas mil liras por año ofreciéndonos todos los domingos la ebriedad de un espectáculo de categoría absoluta.

Hoy he sentido la fuerza, no las ganas, de volver al estadio: ha sido como asistir a las vulgares exhibiciones de Jovanotti después de escuchar una suntuosa sinfonía de Mozart.

Escribe Gastón Bachelard: “Es necesario ir hacia... donde la razón quiere estar en peligro”. Y entonces, yo vuelvo a esperar realmente que Él vuelva.

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