El doctor Jaume Matamala se levantó del sillón, llenó un vaso con agua y se lo acercó a aquella mujer sollozante, desesperada, que sentada en su despacho y recién llegada de Logroño le imploraba ayuda.
Cálmese, señora, y explíquemelo otra vez, poco a poco, para que pueda entenderla.
Doña Engracia Mejorana sorbió del vaso, se secó las lágrimas, tomó resuello y volvió a intentarlo.
-Pues nada, doctor, que mi hijo quiere ser pelota y me han dicho que es usted el único en España que nos puede ayudar.
El eminente psicólogo volvió a sentarse en su sillón de cuero y con tono tranquilo le dijo a aquella buena mujer.
-Pero a ver, señora. ¿Pelota? En todos los colegios del mundo hay niños que se chivan de los compañeros a los profesores, que confunden la traición a su colectivo con el buen comportamiento. Yo mismo fui un poco pelota durante mi etapa de bachillerato y al empezar los estudios universitarios cambié radicalmente mi conducta en las aulas. La verdad, no acierto a comprender su preocupación.
La señora, evidentemente, había pasado antes por una situación parecida, así que sin mediar palabra, se levantó de su asiento, dio un par de pasos, se acercó a la bolsa de deportes que había dejado en el suelo al entrar en el despacho y la abrió.
Han pasado unos años y demasiadas cosas, unas buenas y otras malas, la mayoría sorprendentes y extraordinarias, pero la vida del doctor Matamala tuvo un antes y un después de aquella mañana. Nunca olvidará el momento que conoció a Eugenio López Mejorana en su consulta de la calle Jordi Bas de Barcelona.
-¿Lo ve, doctor? Eugenio quiere ser pelota. No chivato de sus compañeros de clase, no. ¡Pelota, pelota de fútbol!; aclaró doña Engracia al tiempo que una bola blanca con topos negros le miraba tímidamente desde el suelo.
Tenía ojos, había perdido la nariz y las orejas, pero conservaba una boca pequeña y dos manitas se adivinaban a cada lado de aquello que antes fue un niño y que apenas ya ni podía andar, desplazándose dando botes sobre aquello que un día habían sido dos pies.
La primera reacción del doctor fue beberse el vaso de agua que le había acercado a su cliente. Después retiró un enorme tomo de una estantería, lo abrió, sacó una botella de Cardhu y se echó un buen trago. Miró de nuevo a la señora, miró a su hijo, o a la pelota, o a lo que fuera aquello y no pudo por menos que exclamarse.
-¡La madre que me parió!
Delante suyo, una pelota, con sus hexágonos negros y todo, le saludó:
-Buenos días, doctor.
Estiró su mano y tocó al niño. No tenía piel, el tacto recordaba al cuero sintético de los balones con los que jugaban sus hijos. Reprimió el instinto de patearlo pero el crío, o la pelota o lo que fuera, no era tonto y le dijo.
-Chúteme, doctor, chúteme. Es lo que más me gusta, le pedía “aquello”.
Enseguida reparó que tenía ante sí un caso excepcional de mutación por efecto de la voluntad y no dudó.
-Señora, chaval, pueden contar con mi ayuda, dijo.
Durante semanas buscó en libros de psiquiatría un antecedente semejante. Durante meses viajó de seminario en seminario por medio mundo mientras Eugenio seguía mutando en su pueblo de Las Almodrejas, tan feliz. A cobijo de sus paisanos, que compartían gustosos su secreto, aguardó la llamada del doctor, que no tardó en contactar con la NASA. Allí le llevaron ante una eminencia en física psicomolecular, al que conocía de leer sus artículos en revistas especializadas: el doctor Márius Stevanger, doctor honoris causa en Psicología por tropecientas universidades.
Descubrió así una patología rara como pocas: cuatro casos en el mundo. Una niña/silla en la India, en 1930, un bate de béisbol en Colorado en 1948, y otro caso, éste más moderno, datado en 1994, el de dos gemelos convertidos en raquetas de tenis en Achillmore, al norte de Glasgow. Y punto pelota… nunca mejor dicho.
El doctor tuvo acceso a documentación restringida de los archivos del departamento de micromutación de la Universidad de Berlín y entró a formar parte de un reducido grupo de psicólogos ante los que juró mantener en el más puro secreto profesional aquel caso de patología increíble. Le explicaron que no había vuelta atrás para su paciente mientras no cejara en su voluntad de convertirse en balón de fútbol, algo que descartó, y supo que el proceso se completaba en la pubertad y no tenía vuelta atrás. A los 17 años, sería una pelota.
Así fue. Dos años después, Eugenio, aquel niño, era una pelota de fútbol. Y hubiera sido una pelota feliz para deleite de sus sobrinillos y demás lugareños del pueblo de no ser porque Lluis Bermell, buen periodista pero peor que la tiña como persona, traicionó a su propia esposa, prima del susodicho Eugenio, la pelota, bueno, eso, que le contó la historia con motivo de una visita a los tíos del pueblo.
-No te preocupes, no te preocupes, cariño; dijo aquel tipejo.
Bermell se fue de Las Almodrejas, tras haber hablado largas horas con el niño balón y una foto que, una semana después, convirtió en la portada del MARCA.
Maldita la hora.
Al doctor se le fue el paciente de las manos, y al paciente su vida. Inconsciente del daño que a una indefensa pelota le podía causar un mundo tan hostil como el del periodismo deportivo, sucumbió a la fama y al dinero convirtiéndose en un producto mediático.
Doña Engracia lloraba y Agapito, el padre de la pelota, se lamentaba.
-¡Dos hostias y pal campo!, eso tenía que haber hecho. ¡Si me hubierais dejao, dos hostias “dás” a tiempo y to arregláo!, bramaba.
Al principio, todo fueron risas para Eugenio, el niño que quería ser pelota y ya lo era. Fichado por una multinacional americana, se convirtió en icono de lo que llamaron “una manera inteligente de amar el fútbol”. Patrañas. Sólo faltó que el más famoso periodista radiofónico, Juan Cazón de la Almorrena, iniciara una campaña para que Eugenio fuera el balón oficial de la final de Copa del Rey de la temporada 2007. Lo fue. Y maldita la hora.
-¡No, desaparece, vámonos de España!, le suplicaron doña Engracia y el doctor Matamala.
Pero Eugenio no hizo caso y acabó en el centro del campo del Vicente Calderón en brazos de Mejuto González. A un lado, el Real Madrid. Al otro, el Athletic Club de Bilbao. 22 jugadores, millones de espectadores y Eugenio feliz como nunca. España estaba pendiente de él, que iba de las botas de Raúl a las manos de Aranzubia, de la cabeza de Llorente a la zurda de Yeste, de la valla de publicidad a las manos de Casillas y de allí a Helguera… Así hasta el minuto 87 de partido cuando Iraola le recibió con la izquierda y sin proponérselo, la armó buena. Qué contento iba Eugenio/pelota pegado a los pies de aquel crack, que fue superando a un rival, a dos, a tres, que tiró una pared con Tiko y encaró a Casillas, amagando el disparo abajo y golpeando a Eugenio con pie de seda para superar por alto la salida del portero.
Ahí estaba Eugenio, la pelota, eso, volando camino de la portería que da al Manzanares en el Calderón, todo el País Vasco empujando para que entrara, media España lamentando ya el gol. El niño pelota botaba camino de la gloria. Ya intuía los gritos de GOOOOL. Cerró los ojos y… buen golpe se dio en el palo.
Y cuando el madridismo respiró tranquilo, la pelota, o sea Eugenio, pensó.
-Esta jugada merece ser gol.
Lo fue. Eso, la pelota, Eugenio, dio media vuelta y se metió dentro. El árbitro, claro, dio gol.
Y la final terminó 1-0, no sin antes cambiar de pelota. La que se armó.
“Balón etarra”, tituló La Razón. “El Athletic mereció la Copa y la final, otro balón”, escribió Santiago Segurez en “El País”. “Maldita pelota” abrió el AS. La Copa del Rey se fue a Bilbao y en Madrid empezó una campaña inhumana contra Eugenio/pelota, terrible y despiadada. En el pueblo, a Don Agapito le quemaron los campos.
La casa en Cabrils del doctor Matamala fue atacada por un grupo de españolistas. Cuando Doña Engracia enfermó, muriendo poco después, Eugenio trató de suicidarse bajo las ruedas de un camión, sin lograrlo. Enganchado al remolque desapareció del pueblo… y nunca más se supo de Eugenio, el niño que quiso ser pelota hasta que años después apareció en Bilbao.
Una tarde. Andoni Zubizarreta presidente del Athletic, paseaba por el Arenal de Bilbao con su hija Jone, cuando vio un trozo de cuero sintético tirado en una de las escaleras que bajan hasta la ría. Por un momento le pareció que aquello hablaba y se acercó. Murmuraba delirando aquella pelota que reconoció rápidamente.
Era Eugenio, aquel niño pelota que conoció un par de años antes, en aquella final contra el Madrid. Estaba fatal, casi no tenía topos negros, pálido, helado estaba, después de una semana de lluvias, calado el niño pelota hasta los huesos… bueno, hasta lo que tuviera dentro. Zubi cogió aquella piltrafa y se la llevó a Lezama. Allí la cuidaron como sólo se cuida al fútbol en Bilbao.
Meses después, un seguidor del Real Madrid le denunció. Eugenio era el balón oficial del Infantil A en Lezama. La federación le retiró la Copa al Bilbao y el presidente convocó una rueda de prensa.
“Perdemos una Copa, pero ganamos una pelota”, dijo Zubi.
Una pelota llamada Eugenio que fue feliz y no comió perdiz, porque los balones no zampan pajaritos.
(publicado en el libro “37 cuentos alrededor de un balón”, editado por periodistas catalanes, con la colaboración de Samuel Eto’o. Los beneficios fueron destinados a la Fundación Campaner que lucha contra la enfermedad del Noma en África)
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