Ni bien terminaba con la última lustrada agarraba la franela, la caja, el banquito y empezaba a caminar para el barrio. Ese rincón de río de la Plata que tan bien estampaba en sus cuadros Quinquela. Esa agua tranquila, el chaperío colorido y ese adoquinado grueso que pisaba todos los días para ir a buscar el mango que ayude a poner algo en la olla.
El nombre no importa, porque todos lo conocían por "Boquita", debe ser porque comía, dormía y soñaba con la misma camiseta desde que tenían memoria.
Nació ahí, pegadito al puente Avellaneda; aprendió el lenguaje de la calle tratando de entender que el mundo nunca es tan justo como a él le hubiera gustado.
Cuando la vida le daba un poco de tiempo para poder ser lo que era: un pibe, jugaba muy en serio a capitanear al equipo de la calle Necochea.
Si habrá visto al sol aparecer por sobre las tribunas de su querida bombonera para ir a dormirse, ahí, donde el río pega la vuelta.
¡Boquita! le gritaban las viejas desde las ventanas cuando lo querían para algún mandado, y dejaba de hacer cualquier cosa con tal de cachar algún vueltito, eso sino estaba corriendo detrás de la pelota.
En verano, cuando el sol pegaba fuerte, donde las veredas son más altas, se paseaba orgulloso con la azul y oro fuera del pantalón, y en invierno, cuando el aliento se hacía visible como un humito suave: dos camisetas de frisa, la bufanda y encima de todo la misma azul y oro.
Algunos dicen que la única vez que no lo vieron con la xeneize fue el día del casamiento de la hermana, pero otros dicen que la tenía debajo de la camisa, camisa que por no cortar la historia se la compró bien amarilla para que combinara con el traje azul que le prestó el tintorero.
Los andenes de Constitución se lo conocían de memoria, pisando firme con esa caja pesada adornada de chinches brillantes y un escudo con estrellas. Había que bancarse las cargadas de los clientes cuando el equipo perdía pero el que se atrevía se iba seguro con las medias llenas de pomada.
Si habrá dejado pedazos de su vida en esa popular incansable. Si habrá colgado los dedos del alambrado para llenarse los ojos de fútbol con las glorias que pisaron el pasto de Brandsen 805.
Los domingos a la tarde no había otro lugar que la cancha. Durante la semana le sacaba brillo a los zapatos de los trajeados para ir el domingo a ver como los de cortos le sacaban brillo a la pelota.
Una cosa es el laburo y otra es ese vicio de querer ir a la cancha llueva, truene o haga frío, les decía a los que ayer no lo vieron en su puesto por ir a alentar a Boca.
Pero el tiempo no viaja solo; ahora tiene todos los años encima y ya no se apura para llegar porque dice que el partido no empieza hasta que él llega.
En el barrio ya no se escuchan esos gritos en el xeneize que hablaba su padre, y algunas callecitas cambiaron bastante. El agua del río se fue oscureciendo y caminito a veces se llena de cámaras japonesas. Las viejas cantinas ven entrar a los turistas y el puerto ya no labura como lo hacía antes.
Pero el olor a pizza sigue en el ambiente, los adoquines se fueron gastando como su piel y la bombonera sigue allí, esperando verlo entrar por la misma puerta de siempre para seguir dejando pedazos de su vida por esa camiseta húmeda de lágrimas y estirada por las victorias, con ese talle 12 que le acaricia el cuello, golpeándole la espalda y el pecho. Porque aunque ahora peina canas y algunos le dicen ¡correte viejo!, nunca va a dejar de ser "Boquita", ese que come, duerme y sueña con la azul y oro puesta…
(Un gracias! enorme a José M. Pascual, por cederme este cuento para compartirlo con la gente de "Los cuentos de la pelota")
El nombre no importa, porque todos lo conocían por "Boquita", debe ser porque comía, dormía y soñaba con la misma camiseta desde que tenían memoria.
Nació ahí, pegadito al puente Avellaneda; aprendió el lenguaje de la calle tratando de entender que el mundo nunca es tan justo como a él le hubiera gustado.
Cuando la vida le daba un poco de tiempo para poder ser lo que era: un pibe, jugaba muy en serio a capitanear al equipo de la calle Necochea.
Si habrá visto al sol aparecer por sobre las tribunas de su querida bombonera para ir a dormirse, ahí, donde el río pega la vuelta.
¡Boquita! le gritaban las viejas desde las ventanas cuando lo querían para algún mandado, y dejaba de hacer cualquier cosa con tal de cachar algún vueltito, eso sino estaba corriendo detrás de la pelota.
En verano, cuando el sol pegaba fuerte, donde las veredas son más altas, se paseaba orgulloso con la azul y oro fuera del pantalón, y en invierno, cuando el aliento se hacía visible como un humito suave: dos camisetas de frisa, la bufanda y encima de todo la misma azul y oro.
Algunos dicen que la única vez que no lo vieron con la xeneize fue el día del casamiento de la hermana, pero otros dicen que la tenía debajo de la camisa, camisa que por no cortar la historia se la compró bien amarilla para que combinara con el traje azul que le prestó el tintorero.
Los andenes de Constitución se lo conocían de memoria, pisando firme con esa caja pesada adornada de chinches brillantes y un escudo con estrellas. Había que bancarse las cargadas de los clientes cuando el equipo perdía pero el que se atrevía se iba seguro con las medias llenas de pomada.
Si habrá dejado pedazos de su vida en esa popular incansable. Si habrá colgado los dedos del alambrado para llenarse los ojos de fútbol con las glorias que pisaron el pasto de Brandsen 805.
Los domingos a la tarde no había otro lugar que la cancha. Durante la semana le sacaba brillo a los zapatos de los trajeados para ir el domingo a ver como los de cortos le sacaban brillo a la pelota.
Una cosa es el laburo y otra es ese vicio de querer ir a la cancha llueva, truene o haga frío, les decía a los que ayer no lo vieron en su puesto por ir a alentar a Boca.
Pero el tiempo no viaja solo; ahora tiene todos los años encima y ya no se apura para llegar porque dice que el partido no empieza hasta que él llega.
En el barrio ya no se escuchan esos gritos en el xeneize que hablaba su padre, y algunas callecitas cambiaron bastante. El agua del río se fue oscureciendo y caminito a veces se llena de cámaras japonesas. Las viejas cantinas ven entrar a los turistas y el puerto ya no labura como lo hacía antes.
Pero el olor a pizza sigue en el ambiente, los adoquines se fueron gastando como su piel y la bombonera sigue allí, esperando verlo entrar por la misma puerta de siempre para seguir dejando pedazos de su vida por esa camiseta húmeda de lágrimas y estirada por las victorias, con ese talle 12 que le acaricia el cuello, golpeándole la espalda y el pecho. Porque aunque ahora peina canas y algunos le dicen ¡correte viejo!, nunca va a dejar de ser "Boquita", ese que come, duerme y sueña con la azul y oro puesta…
(Un gracias! enorme a José M. Pascual, por cederme este cuento para compartirlo con la gente de "Los cuentos de la pelota")
Amigo, que preciosidad de cuento. Me encanta y eso que soy peruano, nunca vi tal demostración de amor hacia un club de manera tan clara.
ResponderEliminarSaludos!
Gracias Gianfranco por la visita. El cuento es muy lindo como todo lo que escribe José M. Pascual.
ResponderEliminarUn abrazo.
Me pareció enorme como la bombonera, una masa el cuento, un grande José. Saludos
ResponderEliminarGenial esta la historia,la tuve que leer ya que en 1er Año de secundaria me lo están haciendo estudiar
ResponderEliminarMuchas gracias por tu visita al blog!!
ResponderEliminarSaludos cordiales.
Eduardo