Faltaban pocos minutos para el lanzamiento; de mi actuación dependía la suerte de mi equipo. Mirar a mi rival frente a frente, verle sudar mientras se acercaba a la pelota me ponía aún más nervioso. Pero no podía decaer, los chicos confiaban en mí.
Y es que el fútbol a veces es muy irónico. Y por culpa de las ironías del deporte, allí estaba yo, intentado remediar el problema que se nos había creado, cumpliendo condena por un delito que no había cometido. ¿O acaso había sido culpa mía? Pues no; yo no había empujado a mi rival dentro del área, yo no había cometido aquel penalti que tanto nos iba a hacer sufrir. Pero así es la vida del portero: nadie te alaba cuando el balón no entra (¡vaya mierda de delantero!). Y, sin embargo, los insultos se hacen tuyos cuando el equipo pierde porque tú no has sabido reaccionar ante un gol que era evidente, imparable incluso para el mejor guardameta de todos los tiempos.
Sí, ésas son las cosas que tiene el fútbol: todo el mundo ha soñando de pequeño con ser Ronaldo, Butragueño o tantos otros, con salir cada domingo al césped y ser aclamado por miles de eufóricos aficionados, llegar a ser el Pichichi de la Liga, o que tu equipo gane la Champions gracias al golazo que marcaste a los doce minutos de partido; pero, ¿qué hay de nosotros, los porteros? Pasamos cada tarde jugándonos el cuello, rezando para que el esférico no roce las redes, sudando más que nadie cuando el rival se acerca, y sin embargo... ¿nadie ha soñado nunca con ser portero? Ni siquiera los chiquillos de mi barrio quieren ser como yo... y en el fondo les entiendo, ¿para qué ser portero, pudiendo ser estrella? La elección está clara.
Pero, aún así, nunca me he arrepentido de ser guardameta; yo sé lo que valgo, aunque pocos lo reconozcan, yo siento cada tarde que estoy haciendo algo bueno por mi equipo, noto en mi interior la satisfacción de un héroe cuando atrapo el cuero entre mis guantes y sé que, de no haber sido por mí, aquel lanzamiento nos habría eliminado.
Diez milésimas de segundo a veces dan para mucho; dan incluso para reflexionar sobre éstas y muchas otras cosas. Pero un buen portero nunca pierde la concentración, ni tan siquiera cuando, aun sabiendo que de su actuación depende la alegría de esos diez que están en el campo junto a él, de aquellos otros que se quedaron en el banquillo y de los tantos miles de aficionados que le observan expectantes, se para a recapacitar quién le mandaría a él ser portero. Y entonces observas que tu rival ya ha golpeado la pelota y que ya no hay marcha atrás, y es en este momento cuando te das cuenta de que eres el mejor portero del mundo y que esa tarde vas a triunfar... y aquella tarde triunfé... o eso creo; la verdad, no lo sé, porque el balón me golpeó en la cabeza...
-¡Nena, despierta!
Pues no; ni el esférico me había golpeado, ni yo era Vitor Bahía, ni me estaba jugando la Champions, ni miles de aficionados gritaban mi nombre... ni siquiera me encontraba en un estadio de fútbol. Lo que había golpeado mi cabeza había sido la mano de Alicia; y, otra tarde como tantas otras, al abrir los ojos comprobé que allí estábamos los de siempre, sentados frente al televisor de Adrián, viendo otro partido cualquiera entre dos equipos cualquiera... y es que las damas a veces también soñamos con brillar bajo el larguero.
Y es que el fútbol a veces es muy irónico. Y por culpa de las ironías del deporte, allí estaba yo, intentado remediar el problema que se nos había creado, cumpliendo condena por un delito que no había cometido. ¿O acaso había sido culpa mía? Pues no; yo no había empujado a mi rival dentro del área, yo no había cometido aquel penalti que tanto nos iba a hacer sufrir. Pero así es la vida del portero: nadie te alaba cuando el balón no entra (¡vaya mierda de delantero!). Y, sin embargo, los insultos se hacen tuyos cuando el equipo pierde porque tú no has sabido reaccionar ante un gol que era evidente, imparable incluso para el mejor guardameta de todos los tiempos.
Sí, ésas son las cosas que tiene el fútbol: todo el mundo ha soñando de pequeño con ser Ronaldo, Butragueño o tantos otros, con salir cada domingo al césped y ser aclamado por miles de eufóricos aficionados, llegar a ser el Pichichi de la Liga, o que tu equipo gane la Champions gracias al golazo que marcaste a los doce minutos de partido; pero, ¿qué hay de nosotros, los porteros? Pasamos cada tarde jugándonos el cuello, rezando para que el esférico no roce las redes, sudando más que nadie cuando el rival se acerca, y sin embargo... ¿nadie ha soñado nunca con ser portero? Ni siquiera los chiquillos de mi barrio quieren ser como yo... y en el fondo les entiendo, ¿para qué ser portero, pudiendo ser estrella? La elección está clara.
Pero, aún así, nunca me he arrepentido de ser guardameta; yo sé lo que valgo, aunque pocos lo reconozcan, yo siento cada tarde que estoy haciendo algo bueno por mi equipo, noto en mi interior la satisfacción de un héroe cuando atrapo el cuero entre mis guantes y sé que, de no haber sido por mí, aquel lanzamiento nos habría eliminado.
Diez milésimas de segundo a veces dan para mucho; dan incluso para reflexionar sobre éstas y muchas otras cosas. Pero un buen portero nunca pierde la concentración, ni tan siquiera cuando, aun sabiendo que de su actuación depende la alegría de esos diez que están en el campo junto a él, de aquellos otros que se quedaron en el banquillo y de los tantos miles de aficionados que le observan expectantes, se para a recapacitar quién le mandaría a él ser portero. Y entonces observas que tu rival ya ha golpeado la pelota y que ya no hay marcha atrás, y es en este momento cuando te das cuenta de que eres el mejor portero del mundo y que esa tarde vas a triunfar... y aquella tarde triunfé... o eso creo; la verdad, no lo sé, porque el balón me golpeó en la cabeza...
-¡Nena, despierta!
Pues no; ni el esférico me había golpeado, ni yo era Vitor Bahía, ni me estaba jugando la Champions, ni miles de aficionados gritaban mi nombre... ni siquiera me encontraba en un estadio de fútbol. Lo que había golpeado mi cabeza había sido la mano de Alicia; y, otra tarde como tantas otras, al abrir los ojos comprobé que allí estábamos los de siempre, sentados frente al televisor de Adrián, viendo otro partido cualquiera entre dos equipos cualquiera... y es que las damas a veces también soñamos con brillar bajo el larguero.
hola! soy la autora de esta historia! y me ha hecho ilusión encontrarla en un blog tanto tiempo después..... espero que os guste. gracias, y un saludo ;)
ResponderEliminarMari Paz, gracias a tí!
ResponderEliminarNo encontré una dirección de e-mail para comunicarme contigo y solicitarte autorización para la publicación, espero no te haya molestado.
Un cordial saludo para tí desde Argentina