(primera de cinco partes del capítulo Nº 11 del libro “Mi vida” de David Beckham con el periodista Tom Watt, RBA Libros, 2003)
¿Qué está pasando? No puedo respirar.
En la actualidad me pregunto: “¿Aquella noche en Dubai me ayudó a dejar de ser un jugador del Manchester a ojos del entrenador?”.
Estaba bajo la luz del sol con la selección en lugar de estar de nuevo en Carrington, haciendo kilómetros a solas en la cinta de correr. Sé que el entrenador no estaba muy contento con aquello. En general, tenía la sensación de que no le gustaba mucho la idea de que asumiera la responsabilidad extra -y la atención extra- que suponía ser capitán de la selección. Además, seguramente tampoco le gustaba mucho el hecho de que Victoria y Brooklyn me acompañaran en Dubai. No importaba que yo opinase que el matrimonio y la paternidad habían hecho que me asentase y que habían tenido un efecto positivo en mí como jugador. El entrenador siempre había creído que mi familia era una distracción de la seria cuestión del fútbol. Me lo había repetido bastantes veces desde que había conocido a Victoria. Creía que mi vida privada era un obstáculo en el camino, tanto para mí como para él.
Hacía tiempo que había decidido que no valía la pena tener aquella discusión. ¿Acaso hay algo que valga la pena discutir con el entrenador? No iba a convencerlo de que sentirme realizado como persona era algo que sólo podía ayudarme como jugador. Y, evidentemente, nada que él dijera iba a cambiar lo mucho que yo quería y respetaba a mi familia. Fue estupendo que Victoria y Brooklyn estuvieran conmigo en Dubai.
Sven pensó que sería bueno que los jugadores estuvieran con sus familias. Al fin y al cabo, esperábamos estar en Japón mientras durase el Mundial. Recuerdo haber hablado con él sobre esto antes de salir de Inglaterra, mientras planificaba nuestro programa. Sven cree conveniente que los jugadores pasen tiempo con sus parejas e hijos. La mayoría de entrenadores de otros países lo entiende de esa forma. Recuerdo que en Francia 98, el equipo danés se concentraba en un hotel justo al final de la calle donde estaba el nuestro y se alojaban con sus familias en el mismo complejo.
Al principio, Sven no estaba seguro de qué opinarían los jugadores ingleses del hecho de estar con sus familias, así que me pidió a mí, el capitán, que lo comentase con ellos. En Dubai, organizamos actividades para los niños por las mañanas en la piscina y barbacoas para todos por las noches. Las familias disfrutaron haciéndose mutua compañía y aquello, al mismo tiempo, contribuyó a que los chicos intimasen más.
Tener a Victoria y a Brooklyn allí me permitía tener las ideas claras para concentrarme en lo que importaba, el Mundial, y me sentía en forma para ello. Me preparaba con uno de los fisioterapeutas ingleses, Alan Smith, todas las mañanas. Acababa de empezar a correr, acababa de empezar a probar qué tal estaba la lesión del metatarso. Tuve que poner mucho de mi parte para intentar estar en forma. No podía entrenar con el equipo de forma regular todos los días a la misma hora. En Dubai disfrutamos del equilibrio perfecto: trabajo duro y luego la playa y algo de sol en compañía de nuestras familias.
Todavía no estaba seguro de poder estar listo para jugar nuestro primer partido contra Suecia. Algunos días me despertaba sintiéndome preparado, pero otros, tenía la sensación de que se me estaba acabando el tiempo. Estaba desesperado por jugar en el Mundial como capitán de la selección. Para ofrecer al equipo y a mí mismo la mejor oportunidad, debía jugar desde el primer partido. Incluso antes de irme de Inglaterra, había hecho todo lo posible por acelerar el proceso de curación. A esas alturas, en Dubai, podía cargar peso sobre el pie lesionado. Además de poder empezar a correr, había otras cosas que hacer antes de estar listo para la sesión de entrenamiento, jugar un partido seguía siendo impensable. Puede ser que la gente haya visto fotos mías en una cama elástica, pero no podía ni saltar. Esos ejercicios estaban destinados a recuperar el equilibrio ayudándome de la pierna. Además de que los músculos estuvieran perdiendo fuerza, los tendones y los ligamentos olvidaron cómo hacer su trabajo. Tenía que mantenerme en pie sobre una pierna y aguantar el equilibrio cuando me tiraban un balón; a continuación, cambiar de pierna. El siguiente paso fue devolver el balón en lugar de cogerlo. Al final de cada día, los fisioterapeutas se sentaban con los médicos de la selección y hablaban sobre lo que habíamos hecho. El equipo médico seguía el mismo protocolo con todos los jugadores lesionados. A continuación, el doctor Crane se reunía con Sven por la noche para asegurarse de que el entrenador sabía exactamente cuáles eran mis progresos diarios.
Me alegraba estar con los demás jugadores a los que sólo Ies preocupaba empezar el torneo. Compartir la emoción del resto me hizo enfrentarme a lo que tenía que hacer con una actitud más positiva. No sé si fue el hecho de ser capitán lo que me hacía sentir más viejo, o ser consciente de la experiencia que había tenido hasta ese momento, después de cuatro años desde Francia 98. Me gustaba observar a los jugadores jóvenes de la selección: estaban emocionados por los preparatorios, los equipos nuevos, la ropa, la atención del público y todo eso. Pero en cuanto a fútbol se refiere, el Mundial sólo significaba partidos importantes que jugar. No les asustaba nada y eso los mantenía muy relajados. Michael Owen, Gareth Southgate, Martin Keown, Dave Seaman y yo habíamos estado antes en esa situación y sabíamos lo importante que era el Mundial y lo mucho que nos jugábamos todos.
La semana en Dubai nos ofreció a los jugadores un tiempo de descanso una vez terminada la temporada en casa. Parecía que no había pasado el tiempo desde el momento en que me despedí de Victoria y de Brooklyn para partir a Oriente con el equipo. Iba a haber tantos viajes durante el Mundial que decidimos que sería demasiado agotador para nuestras familias. Tendríamos la base en Japón para el torneo, pero haríamos una parada en Corea del Sur para los dos primeros amistosos de preparación. Tras el registro en el hotel ya se notaba el cambio de humor en el rostro de los jugadores. Ya estábamos allí. Era el lugar donde iba a jugarse el Mundial. Ese primer partido nos dejó bastante derrotados porque sólo conseguimos un empate a uno contra los coreanos en Seogwipo. Experimentamos un par de jugadas y nadie jugó al cien por cien, aunque era evidente que Corea del Sur sabía cómo hacerlo. Y estaban en una forma increíble, que era más de lo que se podía decir de mí. No había recuperado ni la mitad de mis fuerzas a once días de nuestro primer partido oficial.
Sven había contratado a un holandés, Richard Smith, como uno de los cuatro masajistas que viajarían con el equipo a Japón. Alguien pegó una tarjeta en la puerta del cuarto de Richard que decía: “Casa del dolor”. Y no andaban muy errados. Richard te trabajaba a conciencia la lesión. Soy incapaz de describir lo que sentía, se me retorcían las tripas de dolor. Pero funcionaba. Gracias a Richard pude jugar al final y, más adelante, Michael Owen consiguió jugar el partido contra Brasil gracias a que Richard estuvo tratando su lesión en la ingle el día anterior al encuentro.
Nuestro otro partido amistoso fue el domingo siguiente en Japón contra Camerún. Aunque no pude jugar, el equipo médico pensó que necesitaba el estímulo de sentirme implicado con los demás chicos, así que me dejaron capitanear al equipo durante el calentamiento. El partido no estuvo mal pese a que los jugadores no se arriesgaron, por razones evidentes, y el resultado final fue de 2-2. Esa tarde empecé a recordar mi peor momento durante todo el proceso de rehabilitación. Poco después de que se produjera la lesión, la selección jugó un partido amistoso contra Paraguay en Anfield. El equipo se concentró en un hotel en Cheshire, y Sven me invitó. Quería que tomara parte en los preparativos porque, ya por aquel entonces, creía que iba a jugar en Japón. Acudí a la cena y me gustó ver al resto de los chicos, aunque todavía tenía que llevar muletas gran parte del tiempo. A la mañana siguiente, cuando el equipo se fue a entrenar, me encontré sentado a solas en el hotel, viendo la tele. Durante ese par de horas, me sentí realmente deprimido. Si no podía ni ir a ver los entrenamientos, y ni qué decir entrenar ¿qué salida me quedaba? Allí estaba, alejado. Aunque aún no mi sentía seguro, ¿estaba a unos días de recibir la recompensa por todo ese trabajo de rehabilitación? ¿o a unos días de sentir una decepción a la que no podía ni imaginar tener que enfrentarme?
Todavía faltaba una semana para el partido inaugural contra Suecia en Saitama. Sven no me presionó, quería darme todo el tiempo posible, aunque no podía permitir que eso interfiriese en la preparación del resto del equipo. Con una lesión de larga duración, los médicos siempre te marcan objetivos semanales. En parte, lo hacen así para asegurarse de que te esfuerzas para llegar a la siguiente fase, ya se trate de correr sobre una pista dura, de ejercicios de cambio de ritmo y de orientación o de lanzamientos fuertes con el balón. Aunque también lo hacen para asegurarse de que un jugador no se deprime al ponerse una meta a largo plazo. Desde un punto de vista psicológico, el secreto está en concentrarse en lo que uno hace a diario. Aunque en ese instante, yo había llegado a un punto sin retorno. ¿Sería capaz de participar en un partido de competición al final de esa semana? Sven sabía -y yo también- que había llegado la hora de tomar una decisión. Si no podía participar en el entrenamiento completo durante los días previos al partido, entonces, claro está, no podría jugar de ninguna de las maneras. Sabía que el equipo médico confiaba en la curación de mi pie, aunque no estaba del todo seguro de que estuviera en buena forma en general: había estado sin jugar mucho tiempo. El míster era quien tenía que tomar la decisión. Llegó el miércoles, el último día en el que me podía permitir no hacer los ejercicios con los demás. Sabía desde el principio que Sven querría darme una oportunidad siempre que la ocasión así lo favoreciera, tanto para mí como para la selección. Sabía que no había llegado tan lejos y había trabajado tanto para abandonar al final. Aunque no me sintiera en forma al cien por cien, estaba seguro de que lo conseguiría. Después del desayuno, Sven me hizo una pregunta:
-Bueno, ¿estás en forma?
Él conocía la respuesta y no percibí ningún matiz de duda ni tensión en su voz. Quería escucharlo de mis labios y sabía que yo tenía confianza en mí mismo. Se me pasó por la mente que, si me hubiera roto el pie en el partido de la Liga inglesa, el fin de semana siguiente en lugar de habérmelo roto contra el Deportivo a mediados de semana, el míster de la selección y yo no habríamos tenido esa conversación. Por muy poco no ocurrió de aquella manera. Tragué saliva e intenté que mi respuesta fuera tan breve y tranquila como la pregunta de Sven.
-Estoy en forma.
-Bien, pues vamos.
La primera sesión con los demás chicos fue difícil. Había estado haciendo mucho ejercicio, corriendo y dándole al balón. Ésa era la primera vez que tenía que atreverme con el contacto físico. Debí de haberlo supuesto; en cuanto nos pusimos a jugar, el primer desafío crucial en cuanto a contacto físico me lo planteó Martin Keown, ¿quién si no? En realidad, no llegó a tocarme la lesión, fue un impacto en los gemelos. No pude contener la reacción instintiva. Caí al suelo, esperando lo peor; estaba enfadado con Martin, con Aldo Duscher, enfadado con todo. Tardé un rato en darme cuenta de que, por primera vez en dos meses, me dolía más algo que no era el pie. El dolor nunca me ha resultado tan placentero. Lo que quiero decir es que fue como si hubiera estado esperándolo. Martin siempre ha sido el que se dedica a ponerte a prueba: te golpea, te desafía, intenta averiguar si eres capaz de mantener la calma. Él sabía, y yo también, que llegado el domingo habría alguien dispuesto a hacer lo mismo que él acababa de hacer. La diferencia era que si lo hubiera hecho un jugador sueco habría cabido esperar que no me levantase del suelo. En ese momento me levanté como pude y seguí jugando. Si podía sobrevivir a Martin, seguramente podría sobrevivir a cualquiera. Me dolía muchísimo el pie incluso antes de que terminásemos la sesión, pero estaba contento de haberla aguantado. Entrenarme con los demás me levantó el ánimo para el resto de la semana.
Era genial pertenecer a ese equipo, sobre todo cuando llegamos a Japón y los jugadores empezaron a meterse de lleno en la competición. El ambiente que había en el grupo que formamos en Japón era especial. Sin embargo, ¿qué era lo que estaba ocurriendo fuera del campo? No creo que ninguno de nosotros haya visto jamás nada parecido. Empezó en el instante en que bajamos del avión en Tokio; recorrer la terminal hacia la salida fue algo increíble. Había miles de japoneses esperándonos: madres, padres, niños y adolescentes, que habían convertido a Inglaterra en su equipo para el Mundial. Llevaban las camisetas de la selección. Era prácticamente como un concierto pop, con fans que nos saludaban, gritaban y se daban empujones, y la policía que los retenía. En el momento en que subíamos al autobús, vi con el rabillo del ojo a una mujer que debía de tener más de setenta años, diría yo, con el pelo teñido de blanco y un mechón de color rojo. Los padres alzaban a sus hijos por encima de las miradas expectantes. Esos niños eran demasiado pequeños para saber quién era yo, pero muchos de ellos me habían copiado el corte de pelo: el mechón rubio y el corte mohicano. Y llevaban el número siete en sus camisetas. Era caótico, pero de la forma respetuosa que tal vez sea característica de los japoneses. Estaban emocionados de vernos y se mostraban muy positivos con el equipo y con los ingleses.
Creo que su actitud tuvo mucho que ver con que no hubiera problemas entre el público durante el Mundial, aunque, el temor a que se produjeran disturbios había sido una preocupación generalizada durante los dos meses previos al torneo. Sin embargo, resultó que los japoneses eran unos verdaderos apasionados del fútbol y les encantaba ir con la selección inglesa; a nosotros nos apasiona el fútbol de la misma forma. Y no sólo los jugadores fueron bienvenidos, nuestra afición también. Dice mucho a favor de los aficionados ingleses que nuestros seguidores se esforzaran por corresponder a ese gesto. Ese es el espíritu que tendría que respirarse en todos los Mundiales. Para un futbolista, por supuesto, lo primordial del Mundial son los partidos. Haber sido capitán de la selección en el estadio de Saitama, durante nuestro primer partido en el campeonato de 2002 contra Suecia, será siempre uno de los momentos de los que me sentiré más orgulloso en toda mi trayectoria profesional.
Al pensar en el escenario, la ocasión y el privilegio de ser el cabeza de grupo como capitán de tu país en un Mundial, se me desbocaba el corazón. Es un sueño infantil, pero es la clase de sueño que uno no se atreve a tener. Y ahí estaba, estaba ocurriendo. El ambiente era increíble. En un extremo del campo había unos cuantos miles de seguidores suecos, el resto del estadio era rojo y blanco; eran nuestra afición y los japoneses que habían decidido convertir a Inglaterra en su equipo. ¿Metatarso fracturado? ¡A mí qué! No me lo habría perdido por nada del mundo.
(continuará…)
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