24 de julio de 2009

Beckham (de penalti) - 5ª parte


Dave Seaman se levantó y continuó jugando. Habían estado un buen rato dándole asistencia médica. Si hubiésemos seguido jugando sin pausa, habríamos estado en el vestuario cuando Brasil empató. De hecho, estábamos esperando oír el silbato cuando sucedió. Recuerdo que el balón venía hacia mí por la línea de banda, justo dentro de su campo. Lo había lanzado un jugador de Brasil intentando pasársela a Roberto Carlos, pero se le había desviado un poco. Estaba seguro de que iba a ser saque de banda para Inglaterra, lo cual, a segundos del descanso, habría sido mejor para nosotros que tener la pelota en juego. Cuando Danny Mills se adelantara para alcanzarla ya habrían expirado los cuarenta y cinco minutos. Roberto Carlos se lanzó a por la pelota, yo di un salto para intentar que el brasileño impactara con el balón y éste saliera por la banda y así conseguir el saque a nuestro favor. No sé cómo, Roberto Carlos metió el pie y logró mantener la pelota en juego. Y yo ya estaba fuera de la jugada.

Los brasileños echaron a correr casi desde medio campo, esquivaron a Scholes y le pasaron la bola a Ronaldinho, que estaba a unos veinte metros de nuestra área de penalti. Éste hizo un amago a Ashley Colé para que perdiera el equilibrio. Corrió hacia Rio y luego le pasó el balón a Rivaldo, que estaba a su derecha. Sin detenerse, sin tomar impulso, Rivaldo atrapó la pelota tan deprisa que Dave Seaman y los defensas que lo cubrían no tuvieron ocasión de interceptarlo. No podíamos habernos dejado marcar un gol en peor momento.

En lugar de regresar eufóricos al aire fresco del vestuario, con una ventaja que defender o aumentar, nos habían desmoralizado. La expresión de los rostros de los jugadores de la selección inglesa lo decía todo: “Estamos hechos polvo. No nos queda nada”.

Volvía a pasarnos lo mismo que durante todo el Mundial: jugábamos nuestro mejor fútbol durante la primera parte de los partidos y luego nos quedábamos sin energía tras el descanso. No estoy seguro de cuánto fue físico y cuánto mental, pero sí sé que ese gol de Rivaldo en Shizuoka nos destrozó. Y no creo que hubiera nada que pudiera haberse dicho ni hecho durante el descanso para cambiar eso. Sven se puso a hablar uno a uno con los jugadores alicaídos, cabizbajos. Cuando se dirigió a todo el equipo, fue directo al grano:

-Hemos jugado bien. Tendríamos que ir ganando por 1-0. Tenemos que arreglar las cosas, asegurarnos de no dejar que nos metan goles tontos, y así tendremos una oportunidad.

A Sven nunca le ha gustado gritar, no es un técnico que haga aspavientos. Puede que no sea tan apasionado como Alex Ferguson o Martin O'Neill, pero es tan resuelto como ellos a la hora de ganar partidos. No es de los que asusta a los jugadores y los zarandea. Prefiere inspirarlos, darles confianza, conseguir que estén desesperados por jugar. Su método le ha funcionado durante toda su trayectoria profesional en el fútbol de clubes y sólo hay que echar un vistazo a su historial de partidos de competición para ver que también está funcionando con la selección.

Steve McClaren también trabajó duro esos veinte minutos. Sé que Sven lo respetaba mucho, y eso quería decir que Steve era tan libre de expresar sus opiniones como el seleccionador. No hay entrenador ni técnico que puedan dar a los jugadores de cualquier vestuario lo que no tienen: su trabajo es hacer que encuentren lo que necesitan en su interior. En Shizuoka se podía haber buscado una chispa, pero no se habría encontrado ninguna. Sencillamente no la había.

Salimos en la segunda parte con la convicción y la energía agotadas. Volvía a ser como contra Suecia: nos cruzamos de brazos. No lográbamos mantener la posesión del balón y no podíamos avanzar.

Cuando las piernas van solas, las acompaña la cabeza. Sin embargo, eso también funciona a la inversa. Esa tarde, en el terreno de juego, la temperatura era de más de 38 grados; intentar mantenerse concentrado era como tratar de no entornar los ojos al mirar al sol. No teníamos ninguna posibilidad. El golpe que habíamos recibido al conceder ese gol le había dado a Brasil el impulso que necesitaba. Salieron del descanso jugando como si ganar fuese sólo cuestión de tiempo. No tenemos excusa y no creo que hubiésemos podido hacer nada, en términos de preparación, que hubiese logrado cambiar el resultado de esa segunda parte. Brasil se fue haciendo cada vez más fuerte a medida que subía la temperatura. Al final del partido ya nos habrían exprimido toda la vida que nos quedaba.

Aun así, tuvo que pasar algo muy extraño para que nos vencieran. No hubo ni un jugador de la selección inglesa que se rindiera, a pesar de que, cuando las cosas suceden como ocurrieron en el minuto quince de esa tarde, empieza uno a pensar: “Éste no va a ser nuestro día”. Brasil consiguió un saque de falta a casi cuarenta metros de nuestra área de penalti y hacia la izquierda. Nos organizamos para defendernos de un pase cruzado. No se podía imaginar siquiera que, desde esa posición, el jugador intentara un tiro a puerta.

Yo estaba a casi quince metros de Ronaldinho, mirándolo de frente. En cuanto chutó el balón vi que le había salido con efecto: un pase cruzado que había salido mal y se estaba acercando a la portería. Sucedió muy despacio, como si la pelota tuviera que abrirse camino a través del calor para llegar adonde se dirigía. Cuando la vi pasar describiendo una parábola por encima de mi cabeza hacia el poste más alejado, tuve tiempo para que todas las posibilidades se agolparan en mi mente: “Se queda corta. Va directa a los brazos de Dave. Está desviada”. Y por último: “Podría entrar, seguro que no va a...”.

Se produjo un silencio inquietante mientras la pelota pasaba por encima de Dave Seaman y se colaba entre su cabeza y el larguero. En ese momento estaba seguro de que había sido por chiripa. Ahora que he vuelto a verlo, ya no estoy tan seguro. Sin duda, ningún jugador en el campo, tanto de uno como de otro bando, tenía la menor idea de lo que podía pasar. Incluso antes de que la decepción por haber encajado ese gol nos hundiera, un pensamiento cruzó por mi mente. “A Dave Seaman lo van a crucificar por esto. Si perdemos, habré sido yo en 1998, Phil en 2000 y Dave en 2002. Otra vez la misma historia”.

Cuando me había incorporado a la selección inglesa, seis años antes, Dave Seaman había sido uno de los jugadores que más se había entregado para hacer que me sintiese bien recibido. Desde entonces, chutar contra Dave en los entrenamientos, y las bromas que siempre van con ello, ha sido mi parte preferida de las sesiones con la selección. La última persona del mundo que se merecía un varapalo por nuestra derrota ante Brasil era Dave Seaman. En aquel momento, en Shizuoka, sentí el impulso de ir hasta allí y abrazarlo, decirle que todo iría bien. Sin embargo, no era el momento. Íbamos perdiendo por 2-1 contra Brasil. Aún quedaban cuarenta minutos.

No creo que muchos espectadores pudieran volver a vernos entrar en materia. Allí, mientras jugaba, no llegué a sentir que tuviéramos a ningún jugador que pudiera marcar el gol del empate. Cuando Ronaldinho fue expulsado por abalanzarse sobre Danny Mills, se podía sentir que los espectadores del estadio -la afición inglesa, al menos- pensaban que aquélla era nuestra oportunidad: once contra diez. Tener un hombre de más acabó jugando en nuestra contra. Con un equipo completo, Brasil jamás cambiaría su juego. Una vez iban ganando, siguieron presionando en busca de un tercer gol. Mientras sucedía eso, al menos nosotros sabíamos que existía la posibilidad de que se produjera otro error, como el de Lucio en la primera parte, si lográbamos contraatacar. Sin embargo, en cuanto se marchó Ronaldinho decidieron defender y proteger su ventaja.

No teníamos suficiente energía para forzar el ritmo del partido, que era lo que nos habían estado dejando hacer durante la última media hora. Ya no había forma de que los sorprendiéramos con pocos hombres atrás: cuando tenía que hacerlo, Brasil demostraba que sabía colocarse detrás de la pelota como el que más. Casi nos llegó una ocasión cuando a Teddy, como suplente, le hicieron una falta junto a su área. Pero la ocasión se esfumó porque el árbitro no nos concedió el tiro a puerta. Un balón parado parecía ser la única forma de marcar desde que habíamos vuelto del descanso.

Incluso después de haberlos visto darle la vuelta al partido contra Alemania en la final, pensar que nos habían derrotado los campeones del mundo, el mejor equipo del Mundial con diferencia, no fue de mucho consuelo. Pensaba que aquella tarde habíamos dejado pasar una auténtica oportunidad de ganar la Copa del Mundo. Lo mismo creían los demás jugadores de la selección. Con todo el respeto que se merece Brasil, no fue tanto que perdiéramos el partido como que se lo habíamos entregado; y ésa era una sensación horrible.

Todos estábamos abatidos. Devastados. Dave Seaman estaba de pie en el círculo central, parecía el hombre más solitario del mundo, poco importaba que estuviera rodeado de otros jugadores de la selección inglesa. Me acerqué y le puse el brazo sobre el hombro, le hablé al oído y él inclinó la cabeza hacia mí.

-No te preocupes por esto, Dave. Has jugado un campeonato increíble. Nos has sacado adelante en todos los partidos hasta llegar aquí. No tenías ninguna posibilidad, ese gol ha sido algo raro. Olvídalo. No dejes que la gente te vea así ahora.

Dave no dijo nada. Recordé lo que necesitaba yo en el vestuario de Saint Etienne. Recordé que fue Tony Adams el que me había prestado su apoyo. Allí, en ese momento, no podía meterme dentro de la cabeza de Dave, pero sentía que sabía lo que necesitaba de un compañero de equipo:

-Vamos, Dave, vamos a darnos una vuelta. Vamos abajo a ver a los seguidores de Inglaterra.

La afición fue estupenda. Sabíamos que estaban tan decepcionados como nosotros, pero se quedaron en sus asientos a esperarnos y nos aplaudieron cuando salimos ante ellos. No hubo resentimiento, no lanzaron ninguna amenaza a nadie. Estuvieron con nosotros hasta el final. Se habían mostrado así durante todo el campeonato, fueron los mejores seguidores de todo Japón.

Tal vez los brasileños percibieron ese espíritu, porque su afición también nos estuvo aplaudiendo junto a su equipo. Celebraban que Brasil pasaba a semifinales, pero también demostraron respeto por los jugadores ingleses, y los admiré mucho por ello.

Cuando volvimos al vestuario y nos sentamos, todo estaba muy tranquilo, todos los jugadores estaban absortos en sus pensamientos. No era sólo el partido que acabábamos de jugar. En los minutos después de haber perdido contra Brasil, se podían ver diez meses de fútbol de gran calidad tras los muchachos. Fue como si nos hubieran succionado la vida. Sven fue el único que rompió el silencio.

-Estoy muy orgulloso de todos vosotros. No sólo de lo que habéis hecho en las últimas tres semanas, sino de lo que habéis tenido que hacer para traernos al Mundial, para empezar. Hoy estamos muy decepcionados. Pensábamos que podíamos llegar más lejos en este campeonato. Yo lo creía. Pero el fútbol es así. Así son los partidos. Cuando te llega el momento, no hay nada que hacer. Sois muy buenos. Eso deberíais saberlo.

Yo estaba en mi propio mundo, igual que los demás jugadores del vestuario. No había nada más que decir aparte de lo que acababa de expresar Sven. Pareció que tardamos una eternidad -fue un esfuerzo increíble- en levantarnos de los bancos y darnos una ducha antes de cambiarnos. Nos costó muchísimo obligarnos a salir del estadio. Cuando por fin llegamos al autocar, arrancamos justo después que los brasileños. Ronaldinho estaba en la parte de atrás tocando unos bongos, estaba exultante. No me sorprende. Su gol había hecho que su equipo llegara a las semifinales. En ese momento me dolía la cabeza, me estallaba con montones de “¿Y si...?”. Hablé con Victoria por el teléfono móvil.

-David, es terrible que haya sucedido eso, pero te quiero. Sé lo destrozado que estás. Pero estamos aquí. Brooklyn y yo nos alegraremos cuando vuelvas a casa.

Victoria tenía razón. Ella sabía lo mucho que había anhelado llegar a la final. Eso mismo quería ella para la selección inglesa. Sin embargo, ya no iba a suceder, teníamos que ver las cosas tal y como eran. Mi mujer estaba embarazada de siete meses y me añoraba. Mi hijo me añoraba. Y yo los añoraba a los dos. Hubiese preferido quedarme en Japón, pero pensar en regresar a Inglaterra junto a mi familia fue lo único que me animó en el trayecto hasta el hotel. Nos despedimos. Le dije que nos veríamos al día siguiente.

De vuelta en el hotel de la selección inglesa, los japoneses seguían allí fuera para darnos la bienvenida. Habían seguido a nuestro lado tanto como nuestra propia afición. Dentro nos esperaban familiares y amigos en lo alto de una larga escalera que bajaba por los dos lados. Mientras los jugadores subían los peldaños, hubo un aplauso. Mis padres estaban allí. “No te pongas a llorar ahora”. Abracé a mis padres y saludé con la cabeza a una o dos personas. No podía hablar con nadie. ¿Qué podía decir? Me limité a pasar por la recepción sin detenerme y subí a mi habitación.

Tranquilidad, silencio, salvo por el leve zumbido del aire acondicionado. Le cerré la puerta a la tarde y luego me acurruqué en la cama como un anciano; frustrado, dolorido y exhausto. Había esperado tanto de mí mismo y de la selección... Nos habíamos preparado bien. Todo parecía perfecto. Y habíamos dejado escapar la que tal vez había sido la mejor oportunidad que cualquiera de nosotros tendría jamás.

Lo que necesitaba no era precisamente quedarme allí sentado y empezar a intentar comprender por qué. El porqué ya no importaba. Lo único que importaba era la pura verdad. Aun entonces, un par de horas después del partido, seguía sin poder asumirlo como un hecho. La presión del aire de esa habitación de hotel me aplastaba los tímpanos. Para mí, para todos nosotros, todo estaba vacío. Se celebrarían las semifinales y la final después de que hubiéramos vuelto a casa. Las veríamos por televisión junto con el resto del planeta. Sin embargo, lo auténtico se nos había escapado. Para nosotros, el Mundial había terminado.
Inglaterra estaba fuera.

(capítulo Nº 11 del libro “Mi vida” de David Beckham con el periodista Tom Watt, RBA Libros, 2003, pág. 277 a 310)

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