Para ser sinceros hay que decir que durante su juventud, él siempre había soñado con una tarde de domingo; pero quiso el destino, de que no fuese una tarde sino una noche y de que no fuese un domingo sino un sábado. Así había sido programado por la televisión, que había fijado el horario de las 21.10 para el inicio; en vivo y en directo para todo el país, excepto para Capital Federal y gran Buenos Aires.
Tantas veces había soñado con ese momento, que no daba crédito a lo que iba a vivir en pocos días. Durante la semana con sus amigos y familiares no hacía otra cosa que hablar del tema. Igual, algunos dudaban de que pudiera estar presente por que venía arrastrando una molestia en la rodilla derecha, pero como el martes y el jueves en el gimnasio no sintió ningún malestar, el médico le dio el visto bueno, pero a decir verdad, aunque le doliera desde la rodilla hasta la cabeza ¿cómo no iba a estar presente si había estado esperando ese día durante tanto tiempo?
De las amigas de su hermana iban a ir todas, aunque a él solo le importase que fuese Carina, esa morocha menudita que le robaba horas de sueño.
Una semana antes se habían agotado todas las localidades. No era para menos, en los portales de Internet se lo anunciaba como el “evento del año”.
De chico, cuando escuchaba los partidos de Vélez por la radio cerraba los ojos e imaginaba al comentarista diciendo: “ingresa al campo de juego Juan Pablo Villanueva”.
El estadio de Vélez Sársfield había sido remodelado para el Mundial 78 y era uno de los mejores del país. Cuando veía al “Fortín” desde la General Paz o desde Rivadavia cruzando las vías del Sarmiento, se ponía pensar que sentiría cuando llegado el momento estuviese allí dentro, por que algún día ese momento iba a llegar y lo único que le pedía al cielo es que no le agarrase el famoso “miedo escénico”.
Por eso, aunque fuese de noche y aunque fuese un sábado para él iba a ser algo soñado y anhelado, como lo era para muchos de los nacidos en Liniers, Villa Luro, Floresta, Ciudadela o Ramos Mejía. Además, Vélez había pasado de ser un equipo de barrio a ser el equipo de la década del 90, cuando gano todo y fue campeón de América y del mundo. De los muchachos de la barra, el único Velezano era él, los demás eran de Boca, River y San Lorenzo. El otro descolgado era el pelado Sergio, que era un rabioso hincha de Ferro por que había nacido en Caballito. A pesar de la rivalidad los dos tenían algo en común: La admiración por el uruguayo Julio Cesar Jiménez, quien fuese ídolo tanto en Vélez como en Ferro, donde fue campeón de la mano del viejo Griguol.
Juan Pablo había vuelto al país después de su estadía de más de una década en España. Se había ido antes de cumplir los 20 años, y ahora que ya había cruzado la barrera de los 30, su sueño estaba cada vez más cerca, porque si bien es cierto que antes de irse había estado en dos ocasiones en la cancha de River, ahora se iba a dar el gusto de entrar al campo de juego del club del cual era hincha, y eso, iba a ser una experiencia única y quizás irrepetible.
La noche anterior en su habitación se colgó viendo el televisado del viernes, pero sin prestarle demasiada atención; más tarde, se puso a jugar al Play Station simulando ser Ronaldinho, cerca de la media noche, se recostó en la cama sin sacarse las zapatillas con las manos cruzadas por detrás de la nuca, mientras sus ojos grises se fijaban en un punto cualquiera del taparrollo de la ventana.
El sábado no desayunó por que se levantó tarde y después de afeitarse almorzó liviano tomando solamente agua mineral. Durmió una larga siesta y faltando poco más de una hora él y los demás salieron rumbo al estadio. A través de las ventanillas advertían que la Juan B. Justo era un caos, la gente caminaba entre los autos y un par de pájaros observaban tranquilamente al gentío desde la copa de un árbol.
Cuando traspasaron el portón de acceso caminaron por debajo de las plateas. La gente de seguridad se entremezclaba con el personal de control. Estaba todo muy tranquilo y el tiempo comenzó a transcurrir velozmente.
Él, solo escuchaba algunos murmullos distorsionados y ni siquiera sentía el olor del puesto de comidas, donde una rubia elegantemente vestida trataba de ponerle mostaza a un pancho sin mancharse.
Estaba tan ensimismado que no se percató de que los minutos transcurrieron aceleradamente y había que ingresar al campo de juego. Fue al baño, se paró frente al espejo y este le devolvió la imagen de su cuerpo atlético y fibroso, sus ojos estaban serenos y por ser tan diminutos para todos sus amigos era simplemente el “chino”.
Había llegado el momento. En fila india fueron subiendo las escalinatas de cemento, él se persigno y cuando ingresó al campo de juego lo hizo apoyando primero el pie derecho, de manera tal de sentir bien el contacto con el suelo. A partir de ese momento el tiempo dejó de existir para él, ya que se dedicaba a saborear cada instante plenamente. Los demás, como tenían más experiencia estaban con cara de “como si nada”.
Él trataba de sentir las huellas de Willington, de Bianchi, de Carone, de Wehbe. Miró con cierta deferencia hacia uno de los arcos donde atajara Chilavert.
Recorrió con la mirada las tribunas, haciendo un rápido paneo. Había una enorme cantidad de mujeres con cámaras digitales y el cielo amenazaba con llover, por eso, en distintos puntos de las tribunas, sobre todo en las plateas, se veía a gente con pilotos de plásticos verdes, rojos o amarillos, mientras el vendedor se regocijaba ofreciéndolos a ¡15 pesos!
También había uno que vendía unas raras vinchas fosforescentes. La cuestión es que finalmente no llovió.
Las cámaras de televisión estaban estratégicamente ubicadas y a ojo de buen cubero calculó más de 40.000 personas.
Faltaba muy poco para el inicio y el sueño del pibe se hacía realidad. Miró por última vez hacia el banco de suplentes, y se paró entre el círculo central y el área grande, recostado sobre la derecha.
Se ató los cordones y se acomodó el elástico de la media aunque no le molestase, cuando se incorporó, aspiró y exhaló el aire fresco para relajarse, se hizo sonar los huesos del cuello ladeando la cabeza de un lado a otro, mientras de las tribunas bajaban los acordes de la multitud. Entrecerró los párpados y se estaba concentrando cuando de pronto la multitud explotó. Abrió los ojos y le costó reconocer a ese tipo vestido de negro, por que los reflectores de iluminación le daban de lleno en la cara. Pasó un instante hasta que sus ojos de acostumbraron y cuando se disponía a disfrutar de aquella noche soñada, fue como si de repente las torres de iluminación hubiesen sufrido un corte de luz dejando al estadio en penumbras.
Miles de gritos histéricos lo hicieron tambalear, y en ese preciso momento, con el vibrar de la gente comenzó a cantar Luis Miguel.
Desde Ayacucho, Argentina, un humilde homenaje a esa gran protagonista del juego traducido en cuentos, frases y anécdotas.
Sabiamente la definió el viejo maestro Ángel Tulio Zoff, "lo más viejo y a su vez lo más importante del fútbol".
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