Al Toni, que supo tirarle caños a los Falcon verdes
I
Hay quienes no entienden la pasión. Son aquellos tipos que preguntan con gesto taimado: “¿pero cómo podés ser hincha de Laferrere?”. O, trasladado al pago de Santa Fe, el desprestigio que supone para los que quieren administrar los sentimientos como si fueran un estudio contable, que alguien, en lugar de ser hincha de Colón o de Unión, sea un fanático de Gimnasia de Ciudadela, de Nacional o de Pucará. El Andrés, o el Flaco Precona, era un muchacho que no concebía el amor repartido. Siempre les decía a los amigos que no los entendía, que eso de ser de Colón y Boca no iba. Que adorar en el barrio a Sportivo Guadalupe y a Unión, no tenía sentido, que se era de un equipo o de otro.
Muchas veces ponía un ejemplo que los dejaba a todos conviviendo con la duda. Les decía que no se podía amar a dos mujeres. Que uno se podía levantar todas las minas del mundo, pero que amaba sólo a una. Que un levante era como festejar un gol de otro equipo porque fue un golazo, una jugada digna de ser festejada. Pero que no por eso uno se iba a hacer hincha de ese equipo. Y además, que si uno para ser hincha cotejara los campeonatos ganados, la cantidad de hinchas, la historia y la infraestructura del club, sólo dos equipos por país tendrían fanáticos, y sólo Graciela Alfano y Susana Giménez tendrían enamorados.
-¿Qué pasa si un día juegan Guadalupe y Unión?, qué, van a alentar un tiempo para cada uno, pajeros- les discutía el Flaco y se le inflamaban las venas.
Para colmo, el Andrés, no era fanático de Boca o de River. Tampoco de Colón o Unión. Ni siquiera de San Cristóbal o Ciclón Racing, equipos módicos de la Liga local. No. El Andrés era hincha solamente del Sportivo Desfachatados, el club del barrio que había fundado su padre en la zona de Sargento Cabral. Un equipo sin aspiraciones, que no tenía sede ni cancha, que en realidad, consistía en los once titulares que se juntaban para participar de una liga tipo la Amistad Deportiva o la Cordial, con dos o tres suplentes, porque nunca juntaban cinco y con un derrotero de caídas similar al del equipo de San Vicente que imaginó Dolina, conocido como el cuadro de las mil derrotas.
O sea, el Desfachatados era un equipo para tomárselo en joda, para juntarse a jugar con los amigos y no hacerse problemas mayores.
Los muchachos que lo integraban eran desocupados, tenían empleos de paga indigna, se habían separado, mantenían a los padres, en fin, podían esgrimir más de cien motivos como para tomarse para la chacota al Sportivo Desamparados.
-Flaco, déjate de hinchar las pelotas. Te vas a morir antes de cumplir los 30 si te tomas esto tan a pecho. No seas boludo-, se escuchaba a menudo en la antesala de algún partido sabatino.
-Claro, con ese criterio, no lavo las camisetas porque ésto es joda, no pago la cuota en las reuniones de la Liga porque ésto es joda, no mangueo el “bolo” a los de la Vecinal porque ésto es joda. Y entonces en lugar de jugar los sábados, en lugar de jugar, qué mierda hacemos! ¿Me quieren decir qué mierda hacemos?
El Andrés pensaba que el hecho de poder juntarse a jugar con los amigos era determinante para amar única y solamente al Sportivo Desfachatados. Entendía las reuniones de los sábados como una tarea realizadora.
No era marxista y lejos estaba de serlo, pero consideraba que el verdadero ocio creativo se canalizaba en esos muchachos -la mayoría obreros- en un partido de fútbol por semana. Y no había con qué darle al Andrés cuando se trenzaba a defender sus ideas. Su padre, un peón de la construcción, de orígenes anarquistas, lo había criado entre cuentos de Tolstoi y leyendas de Saco y Vanzetti. Su madre, una gringa tozuda y laburante, le había legado esa herencia de genes protestones que se imponían casi siempre de la mano de la tan mentada prepotencia de trabajo que se le ocurrió a Roberto Arlt. Él, nada de otro mundo: laburaba en una imprenta, lavaba y secaba la camiseta del cuadro a mano y silbando una canción de Sandro a la que él mismo le había cambiado la letra.
Esperaba los partidos del sábado un rato después de que éstos terminaran. Y militaba. Porque sí, porque creía que había que cambiar el mundo. Porque se acordaba del día que a su viejo lo echaron a patadas de la constructora después del '55. Porque era joven y tenía fuerzas. Porque estaba convencido. 0 porque no lo estaba pero gustaba de nuevas búsquedas. Por lo que quiera que sea, el Flaco militaba...
II
-Che, este Flaco es más raro que un tatú mulita caminando por la peatonal San Martín, decía el Loco Zubieta, bromista internacional, mientras se cambiaban en el vestuario.
-Sí, para mí que el Flaco va a terminar comiéndosela, ja ja ja, contestaba el arquero, el Urso Molinari.
-Muchachos, hay que parar de darle cuerda al Flaco. Un día de éstos, lo vamos a hacer entrar como siempre y el tipo, en lugar de los botines, va a sacar de ese bolso Poni que tiene, porque el hijo de puta tiene un bolso marca Poni, ¿lo vieron?, ¿cómo va a tener un bolso Poni?, pero va a sacar una ametralladora y no va a quedar uno acá, ja ja ja.
-Sabes qué podemos decirle hoy al Flaco? Vamos a decirle que dejamos de jugar. Que estamos podridos de no ganarle a nadie. Nos plantamos y se muere, ja ja ja.
-No. Déjate de romper las guindas. Después te lo tenés que aguantar al Flaco explicándote tres horas que es mejor jugar, que el resultado es lo de menos, que lo bueno es que desde este tipo de confraternidad se han gestado grandes cosas.
Era rutina en el camarín improvisado entre dos autos viejos colocados en «ele», este tipo de charlas.
-¿Ché, vieron que el Andrés anda siempre con libros raros?- preguntó el “Manteca” Fernández, wing derecho del Desfachatados.
-Sí. Que querés. Si no, de dónde va a sacar merca para engrupimos a nosotros... ja ja ja., contestaba el Loco Zubieta…
-¿Los entenderá el Flaco? tiró la piedra el Feo De Diego, que jugaba de “3”.
-Sí. Eso seguro. El Flaco estará medio chiflado con los brolis, pero que los entiende los entiende. Además es un tipazo. Hablando en serio, si el Flaco no estuviera acá, no se juega.
-Sí. Y si no fuera por él no hay asados de camaradería.
Al Flaco Andrés lo quería todo el mundo, eso estaba claro. Muchas veces les decía a los vagos que no daba más, que alguna vez tenían que ganar un partido, aún contradiciendo su lógica noble de jugar por jugar. Porque en la imprenta de los Cotone, donde laburaba, lo cargaban hasta los que pasaban vendiendo cubanitos. A veces se plantaba y decía que no iba a pagar la inscripción. Pero todos sabían, aún sin consultárselo entre sí, que después el Flaco sacaba del aguinaldo, “ese aguinaldo que nos legó Perón”, decía el Flaco, y pagaba para que pudieran seguir jugando. Y no era que los otros lo vivían al Andrés. Para nada. Francamente, los muchachos no podían poner una moneda. Llegaban a fin de mes con lo justo. Si lo querían con mierda y todo al Flaco.
Un día, el día que motivó esta historia, en el vestuario siempre improvisado, el Narigón Villalba, un volante de sacrificio al que casi no le conocían la voz, se plantó en firme:
-Loco, hoy tenemos que dejarnos de romper los huevos y tenemos que ganar. Mañana es el cumpleaños del Flaco y llevamos 29 partidos sin romper un culito. Tenemos que ganar por él.
Las voces se siguieron sumando, adherentes, eufóricas, mientras lo esperaban porque el Andrés siempre llegaba tarde, siempre tenía algo que hacer.
-Vamos a hacer una cosa: ganamos, nos hacemos los boludos, nos vamos como sin saber que mañana el Cofla está de festejos y a la noche le caemos todos a la casa, a eso de las 12, para recibir el día del cumpleaños- apuntó el Tape Cosentino.
-No, boludo. Estás loco. Si el Flaco es más sensible que uña de meñique. Mira si se nos muere ahogado en llanto, ja ja ja- descomprimió la situación el Loco Zubieta.
-Y si justo se le da por culiar y le arruinamos el estofado? bramó, ordinario, mientras se enrollaba una venda agujereada, el Tato Volpogni, volante central.
Era verdad. El Sportivo Desfachatados, el cuadro de las camisetas negras y blancas, el único gran amor de Andrés, la formación que desvivía al Flaco, la que le hacía latir el corazón como una pelea de Monzón, estaba de mal en peor. Llevaba 29 fechas sin ganar, y en tiempo, contemplando que la Liga jugaba aproximadamente 12 partidos por rueda, estiraba la cifra a más de un año. Si Alejandro Fabbri hubiera comentado los partidos por aquellos tiempos, seguro hubiera dicho algo así:
-Ingresa a la cancha el Sportivo Desfachatados, con una deshonrosa marca de 24 traspiés y sólo 5 empates, habiendo convertido en ese lapso apenas 8 goles, siendo que su arquero, el Urso Molinari, ha recibido 83. El último gol de Desfachatados fue convertido por el full back Rulo Sarito, mediante la ejecución de un tiro libre que se desvió en la barrera.
III
El Flaco Andrés tenía una novia. Una novia a la que le desconfiaban los amigos. “No te conviene esa chica, anda en política, Y las minas no son para la política, Flaco”, le batían de la Susana, una militante de la Juventud Peronista. “Las minas son para la casa, boludo, ¿o vas a lavar bombachas y corpiños cuando te cases? Mirá que no es lo mismo que camisetas del Sportivo, che!”, le decía el Loco Zubieta. Se habían conocido en la parada del colectivo. Una típica historia de barrio. Él que esperaba el “1” en Rivadavia. Ella que salía del kiosco del Negro Luna, donde se empleaba. Un par de colectivos que no pasaron a tiempo. Un día él que la ve con un libro de Hernández Arregui; le pregunta sobre el autor con honestidad, sin segundas intenciones, más interesado en la lectura que en los pechos prominentes de Susana, y después historia conocida...
La Susana y el Flaco se llevaban bastante bien. Era cierto que ella militaba en la Juventud Peronista.
-Vámonos a la mierda, Flaco, le decía ella cuando volvía quebrada de su trabajo voluntario en la villa- este país no da para más.
-Hay que aguantar, Negra. Ya va a volver el Viejo. Hay que aguantar...
Nadie lo sabe bien pero se cree que el Flaco, entre los motivos nunca confesos por los que se negaba a abandonar el país, no sólo estaba la eventual vuelta del líder de los trabajadores, sino también su Sportivo Desfachatados.
La Susana estaba convencida de que esa dosis de infantilismo barato que invadía al Flaco cuando hablaba del equipo, lo iba a abandonar un día, sobre todo ahora que era un tipo grande. Pero nada más desacertado. El Flaco Andrés seguía empecinado con la idea de la amistad y la solidaridad expresadas a través de un equipo. Y, sobre todo, con la íntima convicción de que un sábado de éstos se iba a cortar la serie de 29 partidos sin victorias.
En la canchita, los muchachos seguían con la alegría de siempre, la alegría que solo brinda un fin de semana cambiándose para ingresar aunque más no sea a un partido barrio contra barrio, esa sensación de libertad y regocijo del alma que solo pueden explicar los que alguna vez se calzaron los cortos.
-Qué le pasa a este pelotudo que no viene, dijo el Loco Zubieta, serio por primera vez.
-Se debe haber quedado cachucheando con esa mina que lo llevaba loco. A la minita no le gusta el fútbol. Así que en cualquier momento el Flaco nos deja.
-Eyyy, Pájaro -le dijo el Tato a Martín Valverde- si el Flaco se demora prepárate que entrás vos.
-Pero la concha de su madre. Es pelotudo o qué este Flaco? Si él tiene las camisetas, la puta que lo parió.
Y el pitazo del Colorado Retamar, el referí, sonó un par de veces, escoltado por los dos jueces de línea y los dos policías que la Liga pagaba por si los muchachos se pasaban de pasión, indicando que no había más margen, que había que empezar. Al Colorado Retamar le decían Harry Hartles, porque era parecido al referí inglés que se hizo famoso dirigiendo en la Argentina entre el '48 y el '54. Y la verdad es que tenía puntualidad inglesa.
Además, no se podía demorar el partido, porque después había dos más y los iba a agarrar la noche. La cancha no tenía luz y el barrio era peligroso, sobre todo para el árbitro, o para cualquier otro uniformado que osara visitar la zona.
Así que los muchachos tuvieron que salir a la cancha con unas camisetas que le prestaron los del partido anterior, con un olor a zorrino espantoso y con las maldiciones a mano para Andrés, al que, evidentemente, el amor lo tenía bastante pelotudo.
Como por un extraño designio, a Desfachatados se le presentó demasiado fácil el partido con Laboratorios Yerutí. A los 15 minutos ya ganaban dos a cero, aunque la mala puntería seguía con la banda de Andrés: ambos tantos fueron en contra y convertidos por el “4” de ellos, el experimentado Pablo Storani.
-Por qué no viene ese pelotudo..., tuvo tiempo para preguntarle el Loco Zubieta al alemán Albrecht, que jugaba de “6”.
Siguió el baile y se sucedieron los goles. Cuando Zubieta anotó el quinto para darle al marcador cifra de goleada histórica, todos lo buscaron al Flaco para abrazarlo y regalarle un triunfo que era para el disfrute del cuadro, sí, pero que se había concebido como regalo de cumpleaños del tipo con fama bien adquirida de imprescindible.
Ni ellos ni la Susana sospechaban que la dictadura de Videla lo había secuestrado aquella tarde nublada de 1976 cuando se dirigía a la canchita de Scarafía. Le encontraron un bolso con un par de botines gastados, una camiseta del Huracán del '73 que un tío le había acercado de manos de Carrascosa, un desodorante, un peine y una copia a mimiógrafo de la Carta a la Junta Militar de Rodolfo Walsh. Lo ataron con el cordón de los botines y lo cargaron en el baúl de un Falcon sin patente.
Desfachatados ganó 5 a 0. 25 años después lo siguen buscando.
(extraído del libro “Hambre de gol”)
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