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La mano de Dios desde un bar en Fiorito (José María Pascual - Argentina)


Los potreritos tienen un algo especial para atraer a los pibes que ni el más pensado de los juguetes todavía pudo descifrar.

Y ahí, cerca del chaperío, donde los veranos son más calurosos y los inviernos son mucho más fríos, cualquier pedacito de tierra sirve para escapar de algunas crueles realidades.

Detrás de ese tornado de polvo que levantan los chicos por correr detrás de una pelota, hay historias increíbles. Esta es la de uno muy especial, uno que cada vez que la pelota llega a sus pies todo puede pasar porque la imaginación se hace presente hasta burlar las leyes de la física, porque no se trata de lógica sino de esa magia que tiene la voz de Gardel, esta vez depositada en un par de botines y al servicio de la redonda esa que le juró fidelidad desde que empezó a caminar.

La tarde llegó lenta al bar de aquella esquina. De a poquito se fueron poblando todas las mesas. No era un día común, la selección argentina jugaba contra los ingleses.

El gallego se subió a un cajón de soda y prendió el televisor, los parroquianos comenzaron a girar las sillas, las cartas de truco se tomaron un descanso y los vasos se llenaron de moscato.

Los equipos estaban en la cancha, en ese momento todas las historias fueron la misma por 90 minutos, el doctor, el lustrabotas, el ladrón, el policía, la peluquera, el cura, el presidente, el pobre, el rico, todos frente a la pantalla para ver a la celeste y blanca.

En el bar no se escuchaba ni una respiración, hasta que el uno a cero reventó en la garganta de los presentes.

El gallego, pasando el trapo rejilla por el mostrador para limpiar un vermouth que se derramó con el festejo, dijo en voz baja: -¡Pero mira que guarro, ese gol fue hecho con la mano, hombre!

-Callate gallego ¿qué decís? Gritó a coro la clientela.

La calle guardaba un silencio que permitía escuchar los pasitos apurados de un perro vagabundo en busca de su cena.

Y de pronto, el instante increíble, el 10 toma el esférico en el círculo central, comienza una danza que va dejando a los marcadores en otra dimensión, un hilo invisible entre la pelota y los pies, una jugada que deja con la boca abierta a los espectadores, como en un sueño lento el cielo azteca no puede creer lo que esta viendo, el arquero está en el piso y la redonda cruza la línea de gol.

Ni supieron como gritarlo en el bar, había ojos con lágrimas, nudos en la garganta, manos que buscaban apoyo para evitar esa sensación de mareo.

Es que muchos de los que estaban ahí conocían al pibe de la 10, lo habían visto en el potrero haciendo la misma jugada, lo escucharon decir que quería ser campeón del mundo y ahora lo estaban viendo por la tele.

El gallego fue el primero en gritar: -¡Qué gol ha hecho el Diego, joder! Y revoleó el trapo casi hasta el techo. Los que estaban sentados bajaron lo que tenían en el vaso de un solo trago y los que estaban de pie se sentaron para ver si aflojaba el temblor.

El silencio se transformó en murmullo, se escuchaban cosas como: “¿Lo viste? -No lo puedo creer, pellizcame hermano, no se puede creer”.

El gallego seguía su monólogo: -Un gol del carajo, hombre, que ya decía yo que este chaval iba a llegar lejos…

Cuando el juez marcó el final, uno se acercó a la barra y le dijo con tonito irónico: -qué lástima que no le cobraron el primero, ¿no?

-¿Cómo que no lo han cobrado, si ha terminado 2 a 1?

-Lo que pasa es que el segundo valió doble gallego. Le dijo el hombre mientras sonreía emocionado.

Esa tarde, un pedacito del potrero de Fiorito estaba a miles de kilómetros y una de las obras maestras del fútbol había sido firmada por ese pibe que no se va a cansar nunca de arrancarnos lagrimas de alegría, ese que juega distinto, que está enamorado de la pelota y la pelota de él, ese que tiene en los pies la magia que tiene la voz de Carlos Gardel.

(Un gracias enorme a José María Pascual, por cederme este cuento para compartirlo con la gente de "Los cuentos de la pelota")

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