Sin tragedia griega, sin canto gregoriano, casi sin concepción del mundo, el oriental es un ser feliz. Las dos únicas preocupaciones nacionales corren sobre la gramilla y son, a saber: las vacas y el fútbol. El fútbol es la actividad espiritual; las vacas constituyen el sustento de la carne.
Jugar bien al fútbol es un trabajo aburrido y muy sucio, que está mal visto. Así como ningún inglés decente bajaría a la pista para ser caballo de carrera, ningún compatriota de clase media, salvo los canillitas y los obreros, se animaría a ser jugador.
Sin embargo el fútbol ha influido en nuestra cultura más hondamente que el cisma de la iglesia. Por ejemplo, más que la vacuna antivariólica y los binomios de Newton, ha prendido entre nosotros, la dualidad Peñarol-Nacional y es seguramente esta forma bipolar de organizar las pasiones, la que ha mantenido los dos grandes partidos de nuestra política.
Como fenómeno espiritual, el fútbol es fuente de las más hermosas leyendas y nuestra única literatura anónima en prosa, versa sobre fabulosos goles, moñas y pases de los tiempos de oro.
Cada tres meses, la población de nuestro país se divide en dos grupos y mientras uno vive la gloria maravillosa del triunfo, el otro apura la copa amarga de la derrota. Este mismo ejercicio que el oriental realiza, naturalmente, cada clásico de fútbol, gozar la victoria ó padecer el desastre, les cuesta a los alemanes veinte años de dictadura y a los ingleses el trabajo centenario de hacer y deshacer un imperio.
Los jugadores de fútbol, tanto ó más que los bailarines, parecen pensar con los pies y después con el cuerpo y por fin con la cabeza. Por eso entusiasman y maravillan a la gente: hacen cosas imposibles.
Entre el fútbol y el ballet hay muchos parecidos; es cuestión de pelos de diferencia.
Los bailarines danzan según los lleva la música, los futbolistas se mueven arrastrados por el ritmo y la coreografía imprevisible que se imponen unos a otros.
Como el fútbol es improvisado, el espectador no va solamente a ver, va a recordar lo que jamás habrá de repetirse, ni parecido. Por eso el fútbol tiene algo de milagro, porque está en el tiempo y se van con él. Por eso el fútbol es tan fácilmente mitológico.
La Sangre Charrúa es el Zeus de nuestro Olimpo donde abundan los dioses menores como la Celeste, la Táctica Rioplatense, la Viveza Criolla y otros.
Nuestros héroes son hijos de padre italiano y alguna de estas divinidades. Piendibene, rico en ardides; Benicansa, el de los pies ligeros; Petrone, domador de caballos (Amor Brujo llegó a patear tan fuerte como su dueño) y más recientemente Ghiggia, nacido en la lejana Ogigia, la isla de Calipso.
Jugar bien al fútbol es un trabajo aburrido y muy sucio, que está mal visto. Así como ningún inglés decente bajaría a la pista para ser caballo de carrera, ningún compatriota de clase media, salvo los canillitas y los obreros, se animaría a ser jugador.
Sin embargo el fútbol ha influido en nuestra cultura más hondamente que el cisma de la iglesia. Por ejemplo, más que la vacuna antivariólica y los binomios de Newton, ha prendido entre nosotros, la dualidad Peñarol-Nacional y es seguramente esta forma bipolar de organizar las pasiones, la que ha mantenido los dos grandes partidos de nuestra política.
Como fenómeno espiritual, el fútbol es fuente de las más hermosas leyendas y nuestra única literatura anónima en prosa, versa sobre fabulosos goles, moñas y pases de los tiempos de oro.
Cada tres meses, la población de nuestro país se divide en dos grupos y mientras uno vive la gloria maravillosa del triunfo, el otro apura la copa amarga de la derrota. Este mismo ejercicio que el oriental realiza, naturalmente, cada clásico de fútbol, gozar la victoria ó padecer el desastre, les cuesta a los alemanes veinte años de dictadura y a los ingleses el trabajo centenario de hacer y deshacer un imperio.
Los jugadores de fútbol, tanto ó más que los bailarines, parecen pensar con los pies y después con el cuerpo y por fin con la cabeza. Por eso entusiasman y maravillan a la gente: hacen cosas imposibles.
Entre el fútbol y el ballet hay muchos parecidos; es cuestión de pelos de diferencia.
Los bailarines danzan según los lleva la música, los futbolistas se mueven arrastrados por el ritmo y la coreografía imprevisible que se imponen unos a otros.
Como el fútbol es improvisado, el espectador no va solamente a ver, va a recordar lo que jamás habrá de repetirse, ni parecido. Por eso el fútbol tiene algo de milagro, porque está en el tiempo y se van con él. Por eso el fútbol es tan fácilmente mitológico.
La Sangre Charrúa es el Zeus de nuestro Olimpo donde abundan los dioses menores como la Celeste, la Táctica Rioplatense, la Viveza Criolla y otros.
Nuestros héroes son hijos de padre italiano y alguna de estas divinidades. Piendibene, rico en ardides; Benicansa, el de los pies ligeros; Petrone, domador de caballos (Amor Brujo llegó a patear tan fuerte como su dueño) y más recientemente Ghiggia, nacido en la lejana Ogigia, la isla de Calipso.
(Texto publicado en el semanario "Marcha", Uruguay, 1952)
2 comentarios:
La historia de padre e hijo me recordó otra historia curiosa, la del actual jugador del Barça Eidur Gudjohnsen, que debutó por la selección islandesa sustituyendo a su padre:
http://es.wikipedia.org/wiki/Eidur_Gudjohnsen
Gracias por tu aporte Jordi y, fundamentalmente, por estar siempre.
Un saludo cordial.
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