Todo el pueblo entero se juntaba los domingos a la tarde para verlo jugar. Por la forma de parase ya se le notaba cierta majestuosidad de jugador exquisito. Afecto a las bebidas alcohólicas por naturaleza, como todo buen panadero de la zona. Varias veces tuvieron que ir a buscarlo a la casa los domingos, después de comer, ya que no aparecía nunca por las instalaciones del club antes de que el juez de turno haya pitado. Siempre se quedaba dormido, era entendible por sus inclinaciones a la botella, pero como era la estrella de su equipo, gozaba de ciertos privilegios.
La gente lo adoraba. Los compañeros que ya conocían el panorama, lo iban a buscar a su domicilio con determinados elementos imprescindibles para despertarlo, un balde de agua fría y alguna toalla mojada tomada al azar del vestuario local. Cruzaban a pie todo el monte “Lussich” y rogaban no encontrarlo tirado semidesnudo en algún descampado adyacente a su hogar. Pero “El Chueco” siempre se las ingeniaba de alguna manera para traspasar la puerta de su casa y caer fulminado en su lecho, luego de una noche de parranda desenfrenada y caótica.
Pedro Luna era el típico delantero goleador, astuto y sagaz, jugaba allí, metido entre los zagueros rivales, corpulento, puro músculos, gran fortaleza física y chueco... sobretodo del pie izquierdo, que lo tenía muy torcido hacia la derecha. Esto que podía constituir un inconveniente serio para un hombre de área como el, no le molestaba en absoluto. Al contrario, ese defecto era su orgullo.
Desde hacía cinco años venía siendo el romperredes de su cuadro, el Once Estrellas. En el espacio verde de la cancha, abierto al cálculo matemático de las probabilidades era donde este fortachón, de movimientos robóticos deslumbraba ante el aullido interminable de la multitud. Lo llamaban “el panadero del gol” y llevaba conquistados siete goles hasta el día del partido final contra el Real Mayor.
Jugaba de espaldas al arco contrario, como pivot entre los encarnizados defensas rivales. Tenía un tiro de media y larga distancia que era preciso y mortal. Su gran arma ofensiva a la hora de descargar su artillería pesada era el tiro “banana” como él mismo lo denominaba. El balón salía disparado a cámara lenta, daba la impresión de que se iba a desviar completamente, pero a medio de camino giraba de dirección y se metía por donde quería hasta incrustarse en la bendita red, engañando totalmente al guardameta que se tiraba hacia el otro costado y caía abrazado al poste. También se elevaba muy bien en el juego aéreo, se le notaba cierta prestancia aeróbica en sus saltos. Nunca se le conoció familia alguna, vivía solo, era mas bien tildado de solterón, pero de a ratos se lo podía ver acompañado de alguna dama de ocasión en los eventos sociales de la comunidad. Todo el mundo lo quería, hasta las hinchadas de los cuadros adversarios.
Durante el día trabajaba en la panadería del presidente del club, descargaba los pesados bolsones de harina procedentes de los molinos, y a la noche despuntaba el vicio de entregarse en cuerpo y alma a las bebidas espirituosas. Junto a otros parroquianos amigos se juntaban a jugar al truco y las bochas por “los mangos”, como le gustaba decir, en el bar del “flaco” Fernández. Así es como terminaba su jornada, durmiendo en el banco de la placita, ubicada unos quinientos metros antes de su casa, salvo los sábados que se iba a la sede del club a comer los asaditos que hacía el canchero. A eso de las dos de la mañana partía raudamente hacia las instalaciones del “Fogón”, un boliche de música tropical de la zona.
Esa temporada su equipo había desarrollado una campaña destacada, eran la sensación del torneo. En los últimos años terminaban los campeonatos en mitad de tabla hacia abajo, casi siempre octavos o novenos sobre un total de diez equipos, eran considerados un cuadrito sencillo y mediocre. Nadie en el valle podía creer semejante cambio de actitud en el juego desplegado por el Once Estrellas. Llegaron a la última fecha del torneo un punto por debajo del campeón de turno.
El partido se jugaría el primer domingo de Diciembre en cancha neutral a designar, posiblemente en la del Atlético Barracas. Los jugadores rivales eran en su mayoría, salvo excepciones, jugadores consagrados dentro del ámbito local. Cobraban todos los meses como profesionales y concentraban antes de cada partido importante. Por supuesto nada de esto se repetía en la vereda de enfrente. Al contrario, todos jugaban por amor a la camiseta, porque no había un peso partido a la mitad.
Sí se sabía que el único que arreglaba a comienzos de año era “El Chueco” Luna. Pero esa temporada nunca se supo la suma estipulada en el seudo contrato. La historia se repetía cada fin de semana, había que ir a buscar a la figura del equipo a su casa y rogar por que estuviera lo mas lúcido posible. Estaban acostumbrados a verlo así, era bohemio y andariego, y nadie se metía para no entorpecer la destacada actuación del equipo. El día del encuentro final amaneció algo nuboso, con algún atisbo de precipitaciones que no prosperó y que por suerte no opacó la gran fiesta que se preveía en el poblado desde algunas semanas antes.
La oportunidad para el Once Estrellas era única e irrepetible, ganando se consagrarían campeones por primera vez en sus setenta y cinco años de vida institucional. Para ello tenían que derrotar al gran campeón del último lustro, el Real Mayor. Con solo nombrarlo ya producía escalofríos en propios y extraños, era el cuadro militar.
Esa madrugada el “Chueco” no hizo de las suyas, se había ido temprano a su casa para descansar. Justamente fue lo menos que pudo lograr hacer, lo sepultaron los nervios, cosa rara en un jugador de la experiencia y categoría de el, inclusive se le manifestaron algunos quintos de fiebre. Se levantó a primera hora de la mañana, se preparó un mate, puso los botines en una bolsa y se fue a la sede del club. En el camino no paraban de animarlo los vecinos del barrio, lo arengaban de todas las formas posibles, le habían hecho carteles con su rostro, con la pelota atada a los pies, inclusive un enorme pasacalles con frases estimulantes que lo hizo emocionar.
El pueblo estaba con ellos. Ya estaban cansados de las victorias consecutivas del gran equipo del norte del valle. La cancha se empezó a llenar de fieles seguidores en pocos minutos, la expectativa era inmensa, era una lucha entre el grande y el chico, del rico arrabalero contra el pobre humilde. Estaba todo pronto, ya se respiraba el aire de final, las dos radios locales se instalaron arriba del techo del vestuario local para transmitir el encuentro del año.
Desde los poblados vecinos llovían los ómnibus de transporte, también se contaba de a decenas los autos y camionetas, inclusive algunos vinieron a caballo. Se acercó un gran contingente de personas dispuestas a pagar una entrada a cualquier precio. Los dos equipos entraron al rectángulo de juego en el mismo momento, arengados por sus bulliciosas parcialidades. El partido tal como se preveía de antemano fue de hacha y tiza, pierna fuerte y corazón.
El árbitro era el “Petiso” Pérez, un conocido zapatero de la zona que en sus ratos libres se dedicaba a la tarea de aplicar el reglamento. Su designación como juez fue muy discutida, desde el jueves a la noche en que se conoció que era el elegido de impartir justicia, se venía hablando de eso tanto o más que del propio partido final. El presidente del Once Estrellas, el “gordo” Zernikovsky, no lo quería ver ni en figuritas, pues hacía dos temporadas que los venía perjudicando seriamente al conceder a los equipos rivales ciertos privilegios que nadie entendía, ni se explicaba.
El primer tiempo pasó con más pena que gloria, los jugadores parecían cansados, el calor reinante era sofocador. Los bomberos reunidos arriba del camión-sirena decidieron terminar con ese calvario y extendieron hacia las primitivas graderías un extenso y revitalizador chorro de agua helada.
Hacia el segundo tiempo los ánimos aplacados tuvieron un vuelco inusitado. El juego desplegado por los contendientes era de ida y vuelta, no se daban ni se pedían tregua, el encuentro se transformó, ahora si que parecía una verdadera final. Todos rogaban con que el petiso Pérez no se las agarrara con los jugadores del Once Estrellas. Era matemático. Siempre cobraba alguna barbaridad inexplicable. Nada de eso había ocurrido hasta el momento crucial.
Jugada en el área. Peligro. Penal para el Real Mayor. Un foul que nadie percibió. De esos sacados de la galera, como por arte de magia. El diez del equipo del norte encaró hacia el área contraria, esquivando a su paso un mar de patadas que le rozaron las extremidades. Con la pelota en su poder y dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias fue interceptado por el zaguero rival. El “topo” Perdomo se le tiró a los pies, quitándole el balón en forma limpia, pero el delantero conocedor de las inclinaciones del juez, se dejó caer fulminado.
El fallo fue inminente. La muchedumbre enloquecía. Bronca y alegría se conjugaban en un mismo acto. Faltaban cinco minutos para el epílogo del encuentro y nadie entendía lo sucedido. El habilidoso volante del Real Mayor acomodó el esférico en el disco blanco, tomó carrera y disparó. Gol. Anulado. El árbitro señaló su silbato e hizo indicaciones acerca de que no había dado la orden de ejecutar.
Nuevamente se repetía el ritual. Por fin se dio la orden, el delantero disparó con una detonante furia que hizo que el balón se elevara por encima del pórtico del Once Estrellas.
Nadie lo podía creer. El partido continuaba empatado a cero. El jugador desequilibrante del Real Mayor había marrado un tiro penal a escasos minutos de finalizar el encuentro. Los nervios afloraban. La lucha en cada jugada era intensa. Los jugadores dejaban en el amarillento césped de la cancha hasta lo que no tenían. Se esperaba de un momento a otro la aparición fugaz del “Chueco” Luna. El tiempo reglamentario había terminado, el árbitro señaló hacia los cuatro costados con sus manos la prórroga de dos minutos más por el tiempo perdido.
Hasta que comenzó el principio del fin. El “Chueco” Luna, que había entrado poco en juego, se tiró hacia la banda derecha, pidió la pelota, y comenzó una loca carrera hacia el arco contrario. Gambeteó en un acrobático movimiento a dos rivales, en ese momento sintió la pesada carga que tenía sobre sus espaldas, se le acercaron otro número similar de jugadores contrarios que lo esperaban dispuestos a darle caza, sea por el método que sea, pensó que lo iban a enterrar de bruces en el pesado campo de juego, pero igualmente los encaró y con un rápido cambio de ritmo se los saco de arriba, para quedar mano a mano con el portero y su objetivo, el gol que le daría el gran campeonato al Once Estrellas.
Frente a su víctima era letal, no daba tiempo a la revancha, era como un lobo suelto ensimismado en la carne roja y débil de la ingenuidad. Había planificado en su cabeza ese momento durante toda la noche. Lo miró y pensó donde dirigir el balón. Allá arriba en la conjugación del poste y el larguero, allí quería mandar el esférico. La quería colgar del ángulo, tal como lo pensó durante toda la madrugada.
En ese instante el tiempo se detuvo, todo permaneció inmóvil. El público atónito y pasmado observaba el desenlace de una historia imborrable. El “Chueco” Luna preparó su misil. El tiro “banana”. Concibió nuevamente la posición del guardameta y sacó un certero cañonazo de pierna izquierda dirigido a las entrañas del arco, el destacado golero Gómez voló tanto como un pájaro en busca del preciado objeto de deseo, había estudiado las posibles direcciones del tiro, pero su esfuerzo fue inútil, en medio de camino el balón tomó un giro sorprendente para terminar incrustándose arriba sobre el otro palo, abrazado a la red.
El delirio fue total. La muchedumbre enloquecía.
Al “Chueco” Luna lo despertaron los fuertes golpes en la puerta de chapa de su casa. Los perros ladraban enfurecidos. Eran sus compañeros del Once Estrellas que lo venían a buscar...
(Mi agradecimiento a la generosidad de Edgardo por permitirme compartir con ustedes este cuento. Gracias Edgardo)
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El "Chueco" Luna (Edgardo Andrada - Uruguay)
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