Es difícil sentirse más libre que a los 9 años. La pelota de cuero era un lujo impensado para la calle San Ignacio, en Ciudadela. Pero el álbum lleno de alguno de los chicos del barrio había hecho el milagro y allí estaba. Candorosa, soñada.
Jugábamos en la calle hasta que se hacía de noche. Gritábamos ¡¡¡colectivoooo!!! cada vez que en la esquina doblaba el 289. Y quedábamos inmóviles, cada uno en su lugar, para seguir cuando el micro pasaba y la calle volvía a ser la cancha. En la franja de vereda que iba del frente de una casa al árbol que estaba junto al cordón nosotros veíamos un arco. Me recuerdo pateando, probando chanfles que no me salían. Pero, más que eso, tomando mucha carrera y dándole de puntín. Y gritando, siempre: Scottaaaaaaaa.... ¡¡¡uuhhh!!!!!, cuando la pelota volaba por arriba de un travesaño imaginario, que conveníamos con los arqueros a la altura de lo que ellos podían saltar con las manos estiradas hacia arriba.
El Gringo era mi identidad, en aquel sueño colectivo de chicos que se creían inventando firuletes en el césped mientras tropezaban en el empedrado. Que tiraban una pared con la pared, creyendo a un socio que la devolvía redonda. Yo, Scotta, jugaba con Bochini y Bertoni, los chicos de a la vuelta. Vivía frente a la casa de Potente, y a metros del Beto Alonso. A veces tomaba la leche con Julio Villa.
Aquel Enero, los Reyes dejaron una camiseta de San Lorenzo. Y dos detalles gloriosos: el escudito blanco, de pañolenci, para colgar con un alfiler sobre el pecho. Y el número siete de cuerina para coser en la espalda. El siete era el del Gringo. Y salí a patear más fuerte. Hice algunos goles, pero no lo conseguí. Jamás alcancé los sesenta.
(publicado por el editor del diario "Clarín" del miércoles 23/11/2005)
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