Jeremy tiene apenas ocho años y ya está convencido de que el fútbol es lo suyo. Se sienta a la mesa de la cocina y me cuenta lleno de emoción lo que ocurrió en el recreo:
-Los chicos se pusieron a jugar al fútbol. Los de segundo, tercero, cuarto y quinto. ¡Qué bien juegan! ¡Me encanta el fútbol!
- ¿De veras? -le pregunto- ¿Te gusta mucho aunque nunca has pateado un balón?
- Sí.
- ¿Por qué? -insisto, intrigada.
- Porque me gusta... Y voy a jugar. Voy a ser muy bueno.
Me mira con sus ojos grandes y soñadores, y yo le creo, porque soy su madre.
Al día siguiente, cuando paso a recogerlo a la escuela, intenta disimular el temblor de sus labios apretándolos con fuerza.
-¿Cómo te fue? -le pregunto, descorazonada al ver su tristeza.
-Bien - dice, sin convicción.
En el primer semáforo en rojo me vuelvo para mirarlo mejor.
- ¿Qué te pasó?
Se queda callado en el asiento trasero, y al cabo de un rato, tras avanzar varios kilómetros más, por fin rompe el silencio:
- ¡Qué difícil es el fútbol!
Jeremy es la viva imagen de la tenacidad. Desde que nació su desarrollo no fue como el resto de los niños. Se le dificultaba retener las palabras, y algunas que para los demás chiquillos eran familiares, como cuchara, triciclo, crayón, columpio y pelota, para él resultaban terriblemente incomprensibles.
Desde muy pequeño, el pan de cada día para él fueron las visitas a terapeutas y las desalentadoras predicciones de supuestos especialistas. Pero al final sólo una persona podía superar los desafíos: él mismo. Y, en efecto, Jeremy tomó magistralmente las riendas de su vida. Ahora que tiene ocho años, no le faltan amigos y va muy bien en la escuela. Es mi héroe. Pero, sobretodo, es mi pequeño, y como el fútbol empieza a torturarlo, lo primero en que pienso es en alejarlo de él.
Quizá sea lo mejor, en vista de sus impedimentos: reacciones lentas, flacidez muscular, percepción espacial limitada. Además, ni siquiera una flor es tan delicada como éste niño, que de la noche a la mañana se ha enamorado de un deporte que exige energía, arrojo y tácticas de guerra.
- Me encanta el fútbol -me dice cuando llegamos a casa. Luego de comer un dulce helado y varias galletas vuelve a la carga:
-Sí, es el deporte que más me gusta.
Tenemos un balón y dos caballetes que hacen las veces de porterías. ¡Y allí vamos, a jugar al fútbol. Pero cuando el balón rueda hacia Jeremy, y él se prepara, alza la pierna y calcula el disparo, barre el césped con la suela...y el balón pasa de largo. Compramos libros y videos de fútbol y luego invitamos a jugar algunos amigos. Mi esposo anota las reglas en un cartón. Hacemos cuanto podemos por alimentar la afición de nuestro hijo.
Pero la escuela se ha convertido en una prueba despiadada, y casi a diario, cuando recojó a Jeremy, veo que le tiemblan los labios. Conforme pasan las semanas empieza a bajar la guardia.
- Se burlan de mí -me cuenta. Dicen que no me sé las reglas. Que mejor me vaya a los columpios, o que primera aprenda a patear bien el balón.
-¿Y qué les contestas? - Le pregunto conteniendo el coraje.
- Que lo único que quiero es jugar, saber qué se siente patear la pelota aunque sea una vez -responde, hecho un mar de lágrimas.
- ¡Ay Jeremy! Quiero abrazarlo en ese mismo instante, pero faltan ocho kilómetros para llegar a casa.
Él continúa: - Dicen que soy un tonto porque recojo el balón con las manos, y eso no se debe hacer.
- ¿Lo tomas con las manos? - ¿Porqué?, si sabes que no se permite.
- ¿Cómo voy a poder patearlo si no me dejan que me acerque? - Tengo que agarrarlo para poder hacerlo mamá. Necesito practicar.
Más tardes de entrenamiento, más libros, más videos. Siguen las lágrimas durante los recreos y las historias desgarradoras. Casi todos los trayectos de la escuela a casa nos dejan a los dos el corazón hecho pedazos.
Empiezo a entender que para Jeremy el fútbol ha empezado a dejar de ser sólo un deporte y se ha vuelto en una metáfora: es la llave para entrar en un mundo nuevo, y si alguien le da la oportunidad, habrá traspuesto otra puerta fundamental; se habrá acercado a esa arbitraria condición que llamamos "normalidad". Jeremy no se rinde. Practica todas las tardes y estudia religiosamente los libros de fútbol.
Un día anuncia que sabe cómo resolver el problema: -Voy a entrar en una verdadera liga de fútbol. En la que juegan mis amigos. Así me volveré un buen futbolista, y me darán un trofeo.
- ¿Estás seguro, hijo? He oído que una liga es muy dura.
El entorna los ojos, y con un dejo de impaciencia contesta: -¿Cómo voy a mejorar, mamá, si no juego en una liga de verdad?
No vivimos en la ciudad que patrocina la liga que Jeremy escogió, pero las mamás de sus amiguitos prometen ayudarlo a inscribirse en un equipo. Y al cabo de varias semanas la noticia es oficial: Jeremy jugará con los Tiburones, usará una camiseta morada y espinilleras de plástico. Le han asignado el número tres. ¡Es todo un acontecimiento!
Los primeros dos entrenamientos se cancelan, y sólo queda uno antes del partido inaugural. Llegamos temprano, y Jeremy baja de un salto del coche, con las piernas de gacela ocultas por los gruesos calcetines y los protectores, dando pasos inseguros con sus zapatos de taco.
Cuando llegan los demás Tiburones, se ponen a calentar por toda la cancha: cabecean el balón, lo golpean con los muslos, driblan furiosamente a sus compañeros. Jeremy solo salta de aquí para allá y parece un cometa solitario. ¡Ay, Dios mío, apiádate de él, imploro! En eso, aparece la entrenadora y toca el silbato. Los chicos corren hacia ella...excepto Jeremy, que sigue dando saltos -¡Jeremy! le grito, ¡acércate!- No me oye, dejo mi bolso un lado para ir por él.
-No vayas, me dice una de las madres-. Déjalo sólo. Asiento con la cabeza. Juro mantener la boca cerrada y me pongo de espaldas para poder cumplirlo.
Tres días después es el primer partido Aún no amanece y Jeremy ya está de pie, luciendo orgulloso su camiseta morada. En todos estos confusos y emotivos años jamás imaginé que lo vería jugar con un equipo “tú eres el mejor” -le digo-. Y es que no importa lo que ocurra dentro de una hora: él ha salvado mayores obstáculos. El juego es estrujante.
Mi pequeño se entrega por completo al frenético y rudo vaivén. Y tres veces patea el balón. ¡Tres veces, en un partido oficial de liga! Jeremy cumple su parte, mientras los gritos de júbilo de mi marido y los míos resuenan en la cancha. Mi hijo juega al fútbol, y yo pertenezco en el sitio que al fin entiendo que me corresponde: el área para padres delimitada por una línea blanca.
Muchas semanas después, cuando la temporada termina, le comento a mi héroe que voy a escribir su historia en el fútbol. Ahora ya puede ufanarse de que ha ganado un trofeo. "Jeremy de los Tiburones", dice una pequeña placa que está al pie de un futbolista dorado. Me pide que incluya algunas observaciones:
-Escribe que todavía estoy trabajando duro para mejorar. Y no olvides hablar del pase, de que en el quinto juego se me quitó el miedo y llevé el balón desde la media cancha hasta la portería. Y que se lo pasé a Garret, porque él es el goleador.
-No lo olvidaré, hijo -le digo-. Eso es muy importante.
- Escribe también que papá y tú eran los únicos que me animaban. Ahí estaban los demás papás y la entrenadora, gritando que corriéramos, como en los equipos de verdad.
- Tampoco lo olvidaré.
- Creo que es todo, mamá. Bueno, si te queda espacio, habla del fútbol profesional.
- ¿Del fútbol profesional?
- Sí, que cuando crezca seré futbolista profesional. Que no sé si estaré en los Juegos Olímpicos, o en la Copa del Mundo, pero que todo el mundo me verá por televisión.
- Eso voy a escribir. Sé que puede lograrlo. Lograr lo que quiera. Sólo necesita una oportunidad, que lo llamen Tiburón, que lo incluyan en el equipo.
(tomado de la revista “Selecciones”, edición en español de Septiembre de 2000)
Desde Ayacucho, Argentina, un humilde homenaje a esa gran protagonista del juego traducido en cuentos, frases y anécdotas.
Sabiamente la definió el viejo maestro Ángel Tulio Zoff, "lo más viejo y a su vez lo más importante del fútbol".
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