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La última cena (Felipe Evangelista - Argentina)


* Fragmento

El fútbol fue mi primera pasión, pero no fui el único, también mis amigos adolescentes de entonces fueron cautivados por la redonda, estrictamente como juego a muchos y por el folklore de su gente o de su entorno a otros.

Yo fui uno de esos otros, a quien lo deslumbró la tribuna, el colorido, los cánticos, los personajes y la algarabía. Mi primo Nicola, nacido en Italia pero llegado a nuestro país de muy chico, fue el primero que se enganchó y por supuesto el culpable de nuestra adicción, hablo en plural ya que mi hermano no me fue en zaga por su fanatismo, al contrario, después de pasada su timidez infantil me superó ampliamente.

Mientras Ferro competía en Primera División, Nicola nos llevaba los domingos puntualmente a todos los estadios donde jugase, pero los sábados, el tano no podía con su origen y nuestras gargantas acompañaban los goces y padecimientos de miles de connacionales suyos, siguiendo la campaña de la Azociacione Italiana di Calcio in Argentina, (ACIA) que no era otro que el Sportivo Italiano, representativo itálico que competía en Primera C y hacía las veces de local en la vieja cancha de Platense en Manuela Pedraza y Crámer, ésa que tenía detrás de una de sus cabeceras un velódromo.

En ese tiempo las colectividades italiana y española eran muy numerosas y sus equipos futbolísticos movían multitudes, la copa dos penínsulas que disputaban el Sportivo Italiano con el Deportivo Español cada año se jugaba a cancha llena, ese partido tenía seguramente más convocatoria que algunos de Primera División. El ACIA ascendió a Primera B y una casualidad llamativa nos acercó aun más en nuestros afectos futbolísticos, la dirigencia itálica decidió, a partir del ascenso, utilizar la cancha de Ferro para sus partidos de local, así que los equipos que ocupaban nuestras preferencias futbolísticas estaban unificados en Caballito.

A pesar de esta dualidad de propuesta, la ligazón fuerte y permanente fue con el equipo de nuestro Barrio, mi memoria empieza a registrar con claridad recuerdos a partir del año 59, donde ya jugaban para Ferro Roma y Marzolini que luego fueran transferidos a Boca Juniors.

Ser simpatizante de un equipo chico no eran fácil ni aun en el barrio donde estaba ubicado, por ejemplo, en la barra solo dos éramos seguidores fieles del verde, y en el grado de la escuela primaria a la que concurríamos no seríamos más de tres. Era un sufrimiento estar siempre en la cola de la tabla aguantando las cargadas de los hinchas de Boca, de River o de cualquier otro equipo grande que frecuentemente nos goleaba y con el fantasma del descenso acosando casi todos los años. Pero ser hincha de un cuadro chico tenía para mí un gusto especial.

En el año 62 sufrimos el primer descenso, entonces todavía concurríamos a la cancha con la mirada atenta y la custodia de nuestro primo italiano; gracias a Dios, apenas un año más tarde disfrutamos la alegría del ascenso a Primera División. Cada vez que descendíamos, teníamos en Primera B un apoyo masivo de todos los que hinchaban por otros equipos y vivían en la zona, así que en esa divisional éramos de los grandes, una multitudinaria concurrencia acompañó nuestra alegría cuando volvimos a la Primera División.

Entre los jugadores que integraban aquel equipo recuerdo al flaco Marrapodi, a Rubén Berón, Antonio Garabal, el vasco Mogaburu, al flaco Etchevest que fue el único jugador de ese equipo que salido de los potreros del barrio llegó luego a jugar en aquella Primera del verde y como goleadores teníamos a Pastorini junto a Felipe Ribaudo, recordado jugador de aquella época, que luego alcanzara valiosos triunfos internacionales integrando el legendario equipo de Estudiantes de La Plata, primer equipo chico que logró además de varios campeonatos trascender internacionalmente, de la mano de Osvaldo Zubeldía como director técnico.

Ese ascenso fue de final infartante, como de costumbre el sufrimiento no podía faltar en una definición que el verde estuviese disputando, después de un año brillante, el título de campeón parecía un hecho consumado, habíamos llegado a la ultima fecha con una ventaja de dos puntos sobre el resto de los equipos participantes, un empate nos dejaba en Primera. Éramos locales y no podíamos perder, el barrio todo fue pintado de verde y blanco, cordones, árboles, paredes.

Mis viejos que ya estaban sospechando mi acercamiento fanático al fútbol me obligaron a estudiar guitarra para alejarme de la cancha y la calle. El profesor decidió participar con sus alumnos en un festival que se organizaba a beneficio de un colegio de Ramos Mejía, con tan mala suerte que el día elegido para nuestra actuación, era justo el sábado en que se disputaba ese último partido del campeonato, tan esperado para festejar el ascenso. La brillante idea me impide concurrir al estadio, aún tengo grabadas las risas irónicas con que Nicola y mi hermano menor me despidieron, cuando acepté con la guitarra al hombro que me acompañaran hasta el colectivo, para luego seguir ellos hacia a la cancha.

Ese día descubrí la importancia que ya estaba significando mi amor por un equipo de fútbol; amargado acepté la decisión de los viejos y no fui al partido, cargando además de la guitarra con una bronca bárbara porque me iba a perder el festejo.

El destino quiso otra cosa, lo que parecía imposible ocurrió -nunca hay que adelantarse a los acontecimientos me decía siempre mi viejo- la dirigencia del club festejó el ascenso antes de empezar el partido con una suelta de palomas en el centro del campo que terminó por ilusionar a toda la parcialidad local, era imposible que nos arrebataran esa alegría, pero el fútbol es impredecible, al minuto de juego el arbitro Miguel Comesaña expulsa al loco Biaggio y nos deja con 10 hombres, Sarmiento de Junín no desaprovecha la oportunidad y nos gana 2 a 1, con dos goles de penal; los hinchas verdolagas estaban tan confundidos que ni siquiera atinaron a reaccionar contra el arbitro.

Este triunfo provocó un cuádruple empate en la primera colocación, lo que obligo a la realización de un petit-torneo con la participación de nuestro equipo, San Telmo, Unión y el propio Sarmiento de Junín, equipo que nos había arrebatado la alegría del ascenso directo.

Después de este golpe del destino pude ser testigo presencial del ascenso que irremediablemente se iba a producir. Los partidos se realizaron en la cancha de Huracán y San Lorenzo porque debían disputarse en terreno neutral; en ese entonces el fútbol del interior no tenía demasiado peso en la AFA, por lo tanto Sarmiento de Junín y Unión de Santa Fe, tuvieron que aceptar ser neutrales a 20 cuadras de nuestra cancha y a más de 300 km. de sus localías habituales.

El primer partido contra Sarmiento, el rival que había provocado esta situación, me permitió descubrir el diálogo de las multitudes a través de los cánticos de hinchada cuando, con sorna los hinchas de Junín nos recibieron cantando:
-¡Ferro boludo, ahora las palomas se las meten en el culo!- en clara referencia a la suelta que durante el partido anterior habían organizado nuestros directivos, adelantándose a los festejos del ascenso.

Menos mal que en el campo de juego, le contestaron los jugadores con goles y esta vez los vencimos 2 a 0, luego hicimos lo propio con Unión al que vencimos 1 a 0 y por ultimo le ganamos a San Telmo por 3 a 1. La alegría postergada explotó pero por fin pude ser protagonista y testigo presencial de esa locura colectiva que provoca obtener un título, más aún si se trata de un ascenso de categoría, esta vez a pocas cuadras de nuestra cancha, en el Viejo Gasómetro, el mítico estadio de San Lorenzo de Almagro en la avenida La Plata. Desde ese estadio, toda la masa verdolaga volvió caminando hasta Caballito llenando de alegría las calles que transitábamos.

Nosotros volvimos acompañando la caravana a paso de hombre con el Chevrolet 28 del viejo, manejado por Nicola y con una multitud arriba de la caja del camioncito que le costó la rotura de sus viejos y herrumbrados elásticos, que evidentemente no estaban preparados para una carga semejante. Esa caminata y esa algarabía popular me terminó de acercar a la magia de la movilización de masas a través del fútbol.

Cuando Nicola se casó, empezamos con mi hermano a concurrir solos a los partidos que disputaba Ferro, cada vez más cerca del "núcleo central de simpatizantes", como solía llamar el gordo Cacho Caputo a la hinchada. Metidos entre las banderas, los cánticos y los papelitos, esos que tanto combatió el querido relator José María Muñoz, y que se popularizaron durante el Mundial 78', costumbre que fue aceptada con el correr de los años al reconocer esta actitud como una verdadera muestra autóctona de manifestación de alegría. Así empezamos con mi hermano a recorrer todas las canchas donde jugaba nuestro equipo.

Una vez en Primera División tuvimos algunas actuaciones descollantes, pero los recuerdos son fundamentalmente por algunas individualidades de los jugadores que integraron los equipos representativos en esos años, como por ejemplo el primer gol del campeonato de 1965 que Antonio Garabal le convierte al legendario Amadeo Carrizo a los dieciséis segundos de juego o el gol que Juancito Pastorini le mete a San Lorenzo, después que un compañero suyo, el tano Di Gioa hace un gol en contra y una vez movida la pelota del medio del campo Juancito pateó inmediatamente al arco con toda su bronca, incrustando la pelota en el ángulo del marco que defendía el mono Irusta, haciendo realidad esa utopía futbolera del golazo de Media cancha.

Pero nuestro destino de cuadro chico condenado a descender parecía no terminar nunca, en el 68' volvimos a perder la categoría, esta vez con mi hermano y algunos de los amigos de la barra ya emborrachado de fanatismo sufrimos el descenso como algo irreparable, a los llantos que no entendía por mi corta edad cuando eran derramados por tantos y tantos hinchas que lloraban desconsoladamente la pérdida de la categoría allá por el año 62', esta vez se sumaron los nuestros, aún recuerdo los ojos de Loli enrojecidos por las lágrimas, cuando sentado en el primer escalón de la tribuna de madera, trataba de encontrar explicación al momento que vivíamos después de perder el último partido del campeonato, circunstancia que nos condenaba nuevamente a jugar en Primera B.

Creo que ese sufrimiento diferencia definitivamente a los fanáticos de un cuadro chico, de los que solo sufren cuando algún cuadro grande pierde la oportunidad de obtener un campeonato. Pelear solo por salir campeón es como vivir pensando en que no existe la muerte. Los que sufrimos por un cuadro chico sabemos perfectamente qué es la vida y qué es la muerte.

Con el descenso nos quedaba el consuelo de pensar que nuestro equipo siempre que había descendido, históricamente lograba el ascenso al año siguiente, pero esta vez no ocurrió lo mismo, un ardid reglamentario que obligaba al campeón de Primera B jugar un reclasificatorio con los últimos clasificados del torneo de Primera A, que de esta manera tenían una chance más de conservar la categoría, nos complicó el panorama. Banfield fue el rival que no desaprovechó la oportunidad, ayudado por un fallo polémico del árbitro Ducatelli, que ignorando un evidente penal a favor de nuestro equipo permitió al taladro mantener el empate y luego con un contragolpe veloz conseguir el gol que nos condenó a jugar un año más en el fútbol de los sábados.

El fanatismo había copado nuestros corazones, motivo por el cual ya recorríamos todos los estadios donde jugaba nuestro equipo acompañando a la barra, con las banderas y los bombos.

La noche de la derrota con Banfield, sufrimos una frustración adicional que esta vez no fue deportiva, un grupo de la hinchada de Racing que todo el año nos había acompañado en el aliento para la búsqueda del ascenso, nos traiciona y aprovechando que el partido se jugó en Avellaneda roban las bolsas con todas las banderas, afrenta más que dolorosa en el folklore de nuestro fútbol, la venganza no se hizo esperar y el loco Delacha -conocido miembro de la barra racinguista- hijo de un fanático de Ferro y habitante de Caballito, pagó los platos rotos; algunos de los pesados verdolagas lo visitaron en su domicilio, no con fines amistosos precisamente, logrando con esa visita que las banderas aparecieran al poco tiempo.

Al año siguiente, logramos ascender, pero esta vez un hecho desgraciado prolonga el sufrimiento familiar más allá del mero resultado deportivo al que estábamos condenados por nuestro inexplicable fanatismo, a partir de vivenciar la cercanía de una pérdida que no era precisamente la pérdida de una categoría en el fútbol.

El torneo se disputó de manera similar al del año anterior, cuando Banfield en un partido nos había dejado en la B un año más, otra vez debíamos jugar un reclasificatorio, esta vez junto a Almirante Brown, además de Colón y Quilmes que habían ocupado las últimas posiciones del campeonato de Primera A; la experiencia anterior nos tenía bastante preocupados, los Clubes del Interior consiguieron más respaldo de la Asociación del Fútbol Argentino y Colón a la inversa de lo que había ocurrido en el año 1963 logró que fuera designada como cancha neutral el estadio de Unión, en la ciudad de Santa Fe a pocas cuadras de su estadio, y a pesar de ser su archirrival, le daba la posibilidad de no perder la localía.

Nadie en Caballito creyó que la decisión se tomó mediante un sorteo, esta situación generó una verdadera conmoción y al pensar que esta situación disminuía notablemente la chance de nuestro equipo, una multitud de hinchas copó las instalaciones del Club en la semana previa pidiendo a las autoridades que retirasen el equipo de la competencia. Por supuesto que esto no ocurrió, por lo tanto la fiel y seguidora hinchada organizó la excursión a Santa Fe para alentar al equipo. Tuvimos que trabajar bastante para convencer al viejo y a la vieja, ellos no querían dejarnos viajar, argumentando nuestra minoridad, la preocupación de los viejos estaba fundamentada, los hechos posteriores les dieron la razón.

Una vez conseguido el permiso correspondiente, casi sobre la hora de partida de los micros, nos sumamos a la caravana que intentaba copar Santa Fe, donde un triunfo nos permitiría seguir soñando con el preciado ascenso acariciado el año anterior, pero no concretado. La madrugada del domingo, mostraba una inusitada actividad en los alrededores de la sede social del Club, todos con banderas, bombos y demás elementos adecuados para un correcto aliento estábamos listos para el viaje, hasta el pelado Miguel responsable del puesto de venta de diarios y revistas de Primera Junta, que al pasar y contagiado por la algarabía de los viajeros, se subió a nuestro micro con el manojo de diarios que se aprestaba a repartir, olvidándose del trabajo que perdió a su regreso.

El viaje se inició, con la lógica euforia de estos casos, el micro que elegimos era el de la barra, el más bullicioso, el de los cánticos y las banderas. Ese fue nuestro primer viaje al interior del país acompañando a un equipo de Ferro. Por entonces; la marihuana no existía y apenas alguna que otra damajuana de vino -que convenientemente alguien se encargó de acomodar en los asientos traseros- era el único estimulante que algunos necesitaban para estos agotadores viajes.

Por fin los micros se pusieron en marcha, la Panamericana no estaba construida así que todo el trayecto debía cumplirse por la antigua ruta 9, que solo tenía dos manos, razón por la cual el viaje demandaba unas cuantas horas más que en la actualidad. Al llegar a Rosario sucedió lo inesperado: todo el pasaje del micro venía cantando alegremente con las cabezas fuera de las ventanillas, golpeando con las manos la carrocería del micro que nos transportaba, anunciado así nuestro paso por esa ciudad, previo a nuestro arribo a Santa Fe. El cruce Alberdi en Rosario era un complicado nudo de tránsito, allí varias Avenidas convergían en un paso a nivel que permitía seguir viaje a Santa Fe, luego de cruzar las vías del ferrocarril que divide esa ciudad en dos.

Por supuesto que ni la avenida de circunvalación actual ni los puentes que hoy atraviesan esas mismas vías existían, así que era imposible para llegar a Santa Fe evitar entrar en Rosario y trasponerlas. El tránsito se complicaba aún más en ese sitio debido a la gran cantidad de camiones que circulaban hacia el norte de nuestro país y tenían ese lugar como paso inevitable. Esta situación obligó a la caravana de micros que nos transportaba a moverse lentamente, en total eran diez los buses que habían salido de Caballito con ese destino, pero a pesar del inconveniente nadie renunciaba al cántico y a la algarabía. Me encontraba charlando con el acompañante del chofer, cuando un golpe seco seguido de gritos interrumpió la conversación, giré la cabeza y vi como Gabriel lo traía a mi hermano envuelto en su campera con la cabeza totalmente ensangrentada.

Sin saber qué había ocurrido bajamos del transporte, corríamos desconsolados y desorientados, hasta que un taxista nos hizo subir a su auto y nos llevó hasta el hospital de emergencias de esa ciudad. En el viaje me enteré en detalle de lo que había sucedido, un camión había golpeado la cabeza de Beto, un manotazo a tiempo de Quique logró meterlo nuevamente dentro del interior del bus, cuando inconsciente seguía golpeando su cabeza contra los parantes de la carrocería del camión.

Gracias a esa acción las lesiones no fueron tan graves. Ese fue el final del viaje para mi hermano y para mí, el micro esperó en Rosario hasta que los médicos informaron que el golpe había sido serio, la hemorragia se produjo a través de las fosas nasales y los oídos, pero increíblemente mi hermano volvió en sí, confundido y desorientado nos reconoció a mí, a Gabriel y al tano, preguntándonos inmediatamente:
-¿Qué pasó loco? ¿Nos agarraron los de Colón? ¿Cómo salió el partido?

Eso nos tranquilizó, porque mi hermano estaba vivo y aparentemente sin daños importantes. Los facultativos decidieron internarlo para realizarle todos los estudios pertinentes, el micro siguió hacia su destino final en la ciudad de Santa Fe, conmigo se quedo Gabriel, no olvidaré nunca su gesto ni como quedó su campera de jean arena teñida de rojo por la hemorragia. No sabía como avisar a mis viejos en Buenos Aires, tomé valor y llamé por teléfono a casa, mi viejo enloquecido, exigió trasladarlo a Buenos Aires como sea.

Los médicos no autorizaron el traslado a menos que se hiciese por vía aérea, así que prestos fuimos hasta un aeroclub donde un taxi aéreo podría trasladarnos hasta aeroparque, solo así conseguimos la autorización médica e iniciamos el regreso a nuestra ciudad, ese fue nuestro bautismo aéreo; en un pequeña avioneta. Después de casi dos horas de viaje, llegamos a Buenos Aires donde una ambulancia nos esperaba en la pista para trasladarnos hasta el sanatorio Antártida también en Caballito, donde trabajábamos algunos miembros de la familia. Una vez en el sanatorio nos enteramos que Ferro -de visitante- había vencido 3 a 0 a Colón, iniciando así su nuevo ascenso a Primera División.

El chiste del viaje le costo al rey de la canaleta, mi viejo, los ahorros de muchos años de América, tuvo que hipotecar la casa de la calle Canalejas para poder enfrentar los gastos de las lesiones que produjo el accidente y mi hermano cargó con una parálisis facial durante unos cuantos años.

El accidente ocurrió un 12 de Diciembre, el 15 en cancha de Argentinos Juniors vencimos por 3 a 1 a Almirante Brown y conseguíamos el ascenso. Después del partido toda la hinchada caminando llegó desde la Paternal hasta el sanatorio; a través de la ventana pudimos verlos demostrar la alegría por el ascenso y el afecto hacia el amigo accidentado; nos trajeron la camiseta del goma Vidal, diminuto centro delantero, símbolo del club que ya era ídolo indiscutido de la gente, alguien la obtuvo como trofeo del partido para dejársela al convaleciente.

En la semana, todos los jugadores lo visitaron y le dejaron su cariño, entre ellos el rulo Lorea que era además amigo de la barra, puesto que nacido futbolísticamente en un Club del barrio, había llegado a la Primera de nuestro equipo.

Un abogado intentó convencer al viejo de iniciar acciones legales contra el Club, porque argumentaba que los micros no tenían habilitación ni seguro; tanto mi viejo como yo nos negamos rotundamente. Lejos de alejarnos de ese fanatismo inexplicable, esto potenció nuestra pasión, al poco tiempo mi hermano pasó a ser Tablón, apodo con que lo conocieron propios y extraños, perdió su timidez y me superó en su fanatismo y locura. La tribuna popular fue nuestro lugar, un lugar mágico donde todos conocíamos nuestro nombre o simplemente nuestro apodo, el apellido no contaba, ni nuestras ocupaciones ni preocupaciones.

-¡Tantos años de andar juntos corriendo y guardando trapos y me entero leyendo la revista “Gente” que el loco Hugo era el hijo de Celestino Rodrigo!
Me dijo Tablón cuando en la revista Gente salió la foto del entonces ministro de Economía, que utilizaba el subte para trasladarse desde su domicilio en José María Moreno y Rivadavia hasta el Ministerio en Plaza de Mayo, acompañado por su hijo que no era otro que uno de nuestros compinches del tablón.

Sucesos como éste eran frecuentes; aquellos adolescentes fanáticos, que solo nos conocíamos nuestro nombre o el apodo fuimos ocupando distintos puestos en la vida, algunos profesionales importantes, políticos, actores o simplemente trabajadores, pero con un origen compartido y feliz, donde la pasión nos unió en un destino común, siguiendo una divisa deportiva que no cambiaríamos nunca en la vida.

(tomado del libro “Tablón y caviar”, Ed. Argenta, 2000. El autor fue Presidente del Club Ferro Carril Oeste en el período 1993-1995)

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