Aunque los finales de año lo invitaban más a la fiesta que a la melancolía, el Alto prefería no mentirse. Nunca lo hacía y por eso contaba en el Bar de los Sábados, su reducto de cada semana, que su primer recuerdo navideño era una frustración. Si abría los ojos todavía podía mirar la escena y si los cerraba, también: su padre avanzaba, mitad ansiedad y mitad sonrisa, con un arbolito hundiéndole los dedos, una abuela aplaudía la circunstancia y su madre aseguraba que ahí, en ese rincón, el arbolito estaba perfecto.
Alguien -su padre, su madre, no importaba- se acercaba al Alto y le preguntaba si le gustaba, si lo veía lindo, si lo imaginaba así. El Alto se acordaba de él mismo, un niño, sin contaminaciones, quizás ya alto y, sobre todo, ya futbolero. Y se acordaba, además, de su respuesta, bien de infancia, transparente: "Este me gusta. Y el otro, ¿cuándo lo traen?" Sólo su padre podía entender el sentido de esa contestación de asombros. "El otro": el Alto decía "el otro" porque quería otro arbolito para usarlo de poste, para completar el arco, para patear, para jugar.
Desde entonces, no tuvo a la Navidad vinculada a la frustración, pero sí al fútbol. El fin de la infancia no le interrumpió esa asociación. En la adolescencia soñaba con que las noches del 24 de Diciembre le dejaran dos empeines maestros que lo ayudaran a jugar como un crack o una pelota que a la vista de todos pareciera cualquier pelota, pero que en la intimidad del patio de la casa le susurrara sólo a él que patada o que caricia darle para hacerla volar hasta los ángulos que los arqueros no tapaban.
Acaso porque los cierres de calendario convocan a las confidencias, el Alto reveló en el Bar de los Sábados que el ingreso a la adultez no le alteró las costumbres. Si otros hombres aguardaban mezclar el brindis de las doce con el regalo de un perfume recién recibido o de una camisa con fragancia a amor, él aguardaba en secreto que entre sus obsequios apareciera un tónico para restaurar rodillas gastadas o un manual hasta allí inédito con apuntes para transformarse en buen volante central.
Algunas veces sus deseos habían llegado a buen puerto: en una Nochebuena de lluvias fue destinatario de una sidra que sólo se podía beber durante el grito de un gol, y en otra Nochebuena, pero de ardores, recibió una colección con todos los cuentos de fútbol que escribió Fontanarrosa. Añejada la sidra y relucientes los cuentos, lo acompañaban siempre.
Aquella tarde de confesiones, el Alto partió del Bar de los Sábados un poco más temprano que lo habitual. Las fiebres de Diciembre gobernaban el aire cuando se arrimó hasta un negocio y compró dos arbolitos. Seguro que algún chiquito iba a disfrutarlos, armando un arco de esperanzas y metiéndole goles al mundo, en plena Navidad.
Alguien -su padre, su madre, no importaba- se acercaba al Alto y le preguntaba si le gustaba, si lo veía lindo, si lo imaginaba así. El Alto se acordaba de él mismo, un niño, sin contaminaciones, quizás ya alto y, sobre todo, ya futbolero. Y se acordaba, además, de su respuesta, bien de infancia, transparente: "Este me gusta. Y el otro, ¿cuándo lo traen?" Sólo su padre podía entender el sentido de esa contestación de asombros. "El otro": el Alto decía "el otro" porque quería otro arbolito para usarlo de poste, para completar el arco, para patear, para jugar.
Desde entonces, no tuvo a la Navidad vinculada a la frustración, pero sí al fútbol. El fin de la infancia no le interrumpió esa asociación. En la adolescencia soñaba con que las noches del 24 de Diciembre le dejaran dos empeines maestros que lo ayudaran a jugar como un crack o una pelota que a la vista de todos pareciera cualquier pelota, pero que en la intimidad del patio de la casa le susurrara sólo a él que patada o que caricia darle para hacerla volar hasta los ángulos que los arqueros no tapaban.
Acaso porque los cierres de calendario convocan a las confidencias, el Alto reveló en el Bar de los Sábados que el ingreso a la adultez no le alteró las costumbres. Si otros hombres aguardaban mezclar el brindis de las doce con el regalo de un perfume recién recibido o de una camisa con fragancia a amor, él aguardaba en secreto que entre sus obsequios apareciera un tónico para restaurar rodillas gastadas o un manual hasta allí inédito con apuntes para transformarse en buen volante central.
Algunas veces sus deseos habían llegado a buen puerto: en una Nochebuena de lluvias fue destinatario de una sidra que sólo se podía beber durante el grito de un gol, y en otra Nochebuena, pero de ardores, recibió una colección con todos los cuentos de fútbol que escribió Fontanarrosa. Añejada la sidra y relucientes los cuentos, lo acompañaban siempre.
Aquella tarde de confesiones, el Alto partió del Bar de los Sábados un poco más temprano que lo habitual. Las fiebres de Diciembre gobernaban el aire cuando se arrimó hasta un negocio y compró dos arbolitos. Seguro que algún chiquito iba a disfrutarlos, armando un arco de esperanzas y metiéndole goles al mundo, en plena Navidad.
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