29 de septiembre de 2008

Un instante de gloria (Cristian Garófalo - Argentina)


Yo nunca pude entender a los jugadores que no soñaban con hacer un gol, aunque sea en un amistoso, no importa. Yo tenía compañeros, me acuerdo, que antes de patear al arco miraban cien veces a los costados para tocarla. La verdad es que nunca comprendí tampoco a Bochini, habrá sido un grande, todo lo que quieras, pero eso de pasarla ahí en el borde del área para que se lleven los aplausos los demás a mí nunca me fue. No sé, habrá sido mi posición retrasada en la cancha que me ponía ansioso, o por ahí las ganas de figurar alguna vez, lo reconozco, pero yo siempre quise meterla, mi pesadilla era terminar como Villaverde.

Desde chiquito que imaginaba goles jugando con chapitas sobre la mesa del living que tanto cuidaba la vieja. También me acuerdo que en los recreos del colegio siempre armábamos un picado y yo me ponía arriba, bien cerca del otro arco, cosa de no poder errarle cuando llegara la pelota. Algunos me cargaban porque era yo el que llevaba la pelota desde mi casa, y entonces me gritaban que lo hacía para poder jugar sí o sí, pero lo hacía para jugar pero de delantero, esa era mi ilusión, mi gran sueño. Fue una pena que no la metiera aquel día que me fui a probar al club, y además fue una desgracia que corriera tanto y me tirara dos veces al piso para recuperarla -un tío me había advertido que no lo hiciera- porque me ficharon, pero como mediocampista.

Recuerdo que tuve tanta confusión en mi cabeza que no sabía si festejar o ponerme a llorar cuando me lo dijeron. Con los años inclusive me hicieron retroceder un poco más todavía, pero ya estaba, la gran frustración ya había pasado, ya sabía que nunca más iba a poder soñar con muchos goles y muchos abrazos y muchas tapas de revistas, para mí estaba reservado otro destino, uno más oscuro, con menos picos de emoción pero con cierta regularidad que al fin de cuentas es la que te hace pagar la luz y el gas, eso también hay que decirlo. Por suerte nunca tuve una gran presión en la familia y eso me ayudó. Papá estaba contento ya con que juegue y viva de lo que siempre me había gustado, y la vieja era feliz si me veía feliz, aunque yo nunca fui feliz del todo y ella lo intuía, como toda madre.

La imagen de mi cabeza tocando la pelota al gol me llegaba todas las noches, incluso la noche previa a aquel partido. Recuerdo que me desperté como a las cuatro de la mañana y tuve que ir al baño a secarme la transpiración que me tenía empapado; no era una pesadilla pero de tanto aparecer todas las noches ya resultaba insoportable. A la mañana me levanté bastante bien -digo esto porque después me lo preguntaron muchas veces- por la noche que había pasado, hubiera necesitado dormir un poco más y un poco mejor, pero no me quejé porque la práctica esperando el partido fue livianita. Cuento todo esto, retrocedo en el tiempo y me vienen las mismas sensaciones que tuve en aquel instante tan glorioso, me pasa lo mismo por la piel, se me levantan los pelos del brazo y se me llena la garganta de no sé que, pero se me tapa y no me deja hablar, como que me ahoga.

Yo sabía que era un partido complicado en una cancha difícil pero también sabía que iba a haber mucha gente y que sería una oportunidad espectacular para cumplir el sueño, aquel que se me había negado el domingo anterior con el cabezazo en el travesaño y aquella otra vez con el rebote que me quedó en el borde del área que se fue casi al córner. Después de aquel derechazo reconozco que me tiré un poco a chanta y dejé de subir por un tiempo, estaba como fastidioso, no es fácil ver cómo cualquier picapiedra mete un gol y se abraza con medio mundo y le hacen notas hasta en los programas de cocina, y yo que pude haber sido un gran delantero, uno de esos temibles hombres de área, nunca lograba acertar al arco, no era justo. Me costó entender que el mundo era así y que me tenía que acostumbrar a ese destino de chatura, a esa falta de horizontes, a que no se fijen en vos ni los dirigentes de Brown de Adrogué. Y no era que ganara poco o que estuviera mal en donde estaba, pero uno siempre busca progresar, salir de la cueva, experimentar otras cosas, aunque no te vendan a Europa.

Cuando ví que la pelota caía de golpe y lo pasaba a Irurmendi empecé a vivir de nuevo, no sé, fue algo raro porque se me mezcló un escalofrío con eso que decía antes de la piel de gallina. Por un momento pensé en bajarla y tirarla a la mierda, sacarme de encima el problema y seguir con mi vida, que era tranquila, quizás demasiado, pero era algo por lo menos; pero no, en un segundo decidí ponerle el pecho a la situación y hacerme cargo como correspondía, después de todo si el destino me había puesto ahí era porque quería que la metiera yo -supuse en ese momento-. Irurmendi se pasó porque saltó antes, Leguizamon había quedado muy lejos de la jugada y Deparaguirre salía a los gritos pidiéndola. Yo volví a dudar, lo pensé mejor, o todo lo que pude en realidad, porque en ese momento no tenés más de un segundo y medio para arrancar o quedarte, así está el fútbol hoy en día y lo sabemos todos. También alcancé a mirar para el banco, recuerdo.

Me metí en la cabeza del técnico y me apareció esa sensación de desconfianza que siempre presentí de su lado; a mí casi no me hablaba de proyección y de desborde, nunca me agarró y me dijo: “yo espero mucho de usted, sé que usted esto, sé que usted lo otro”, nunca se ocupaba de los de atrás salvo de Amenavar que era su “gran capitán”. Pensé en la vieja que siempre escuchaba los partidos por la radio que tenía en la cocina y sufría como Juana de Arco, pobre la vieja, les creía demasiado a los relatores y entendía poco del juego, lo único que sabía era que yo vivía pateando una pelota con los pies. Pensé en papá que se iba a dormir la siesta haciéndose el desentendido pero se llevaba la portátil para poner debajo de la almohada, y pensé no me acuerdo en quién más y listo, ya no hubo tiempo para nada, tenía la pelota encima y tenía que resolver, para bien o para mal había llegado el momento de mi vida, el tan esperado… fue ahí cuando dije “que Dios me ayude” y la clavé de cabeza en el segundo palo del hijo de puta de Deparaguirre que venía de frente diciendo “mía, mía”, ¡ma’ que tuya!, se la metí cruzada, bien pegada al palo y que me puteé toda la noche, toda la vida si quiere. Lo recuerdo y me emociono. Estoy convencido de que si el gol hubiera sido a favor salía en la tapa de todos lo diarios.

(Cuento publicado en el libro "El día que el Chango Cárdenas la tiró afuera y un juez de línea corrió por las calles de Lomas", Editorial Catálogos -2005-)

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