Unas figuritas redondas, impresas en sonoras chapitas plateadas. Las coleccionábamos de a puñados y no había pibe que no tuviera pilones en los bolsillos a punto de descoserse.
Venían en paquetes rectangulares, traían cartones con los equipos completos de primera y detrás dos líneas de historia, la cancha, los nombres de los ídolos y DT, el sagrado escudito.
Yo tenía varias de Gimnasia y soñaba cubrir con ellas una pared de mi cuarto.
Nos juntábamos a las cuatro de la tarde en la puerta de casa, bajo un ceibo lleno de gatas-peludas de las grandes, esas verdes y dolorosas. Los pibes del barrio ya sabían, allí nos canjeábamos figus y se pactaban desafíos en el potrero de enfrente.
Un miércoles quedamos en un partido a cara de perro con los de la cuadra de la bicicletería, los del "Centro del Barrio", donde estaban los negocios y doblaba el colectivo.
Era un equipo fuerte y batallador, pero nosotros teníamos los habilidosos, y aunque muchas veces nos volvimos mordiendo el polvo de la derrota, y nuestros fenómenos llorando de la bronca y las patadas o rengueando, esta vez nos prometimos olvidar aquellos malos tragos y jugar hasta llenarles la canasta, con lujo incluído, como si fuera una cuestión de vida o muerte.
Hablamos con Don Carito, el abuelo de Azucena, -la novia que todos queríamos tener por la intensidad de su afición futbolera-, que siempre venía a mirar los partidos. Era la persona indicada, vivía justo en la esquina, en el límite exacto de los dos territorios futboleros. Aceptó ser referí y corrió al kiosco a comprar un pito.
Esa tarde nos juntamos en casa, bajo una larga galería sobre cuyos mosaicos gastados mi tío Lino dibujó una cancha de fútbol profesional con una tiza de clandestina procedencia escolar.
Fue hora de estrategias. Pizarrón para trazar el secreto de victorias inolvidables.
El partido de media hora por tiempo se jugaba con siete jugadores, así que pusimos siete botones rojos que le saqué a mi madre del costurero, de un lado, y siete chapitas del otro: Gatti, Perfumo, Marzolini, Della Savia, Onega, Artime y el Pinino Mas.
Aquel Hugo Orlando Gatti, mi ídolo, atajaba entonces en el Lobo de La Plata. Buscaba parecerme imitando las excentricidades del Maestro: salía a gambetear bien lejos de los tres palos, cacheteaba la pelota en el aire sobre la cabeza de los contrarios, achicaba arrodillándome delante del atacante y poniéndole el pecho al puntinazo... hasta que una tarde me hicieron cuatro o cinco goles al hilo y la contundente amenaza de mis compañeros me obligó a moderar el show... por la tranquilidad de los muchachos, claro.
Con chapitas y botones proyectamos el partido. El Gordo Tito, que era fanático de Deportivo Morón, se paró atrás junto a Roberto, el hijo del mecánico, tan grandote como patadura, amante de los fierros, la pelota era una cuestión de cuerpo a cuerpo y esta oportunidad, territorio para ajustar alguna cuenta con los de la zona comercial; en el medio Tilo y Bocha y adelante, de nueve, el Japonés Tokio, que sabía artes marciales. De punta el Turquito, el más rápido de la clase (y encima hacía la bicicleta que daba gusto). ¡Teníamos un equipazo!
- Hay que llevarlos a que pateen de lejos... si se vienen en malón al área, perdimos, decía el Turco. Bocha se lustró la punta de la zapatilla y dejó escapar una sonrisa de película de terror.
El turquito agarró la chapita del Pinino y armó una jugada bárbara mientras todos tratábamos de grabarnos la idea para hacerla en la cancha.
Recibió la pelota pisando el vértice de mi área grande y desbordó por la punta amagándole al nueve de ellos que atoraba la salida.
Avanzó hasta mitad de cancha, por la franja lateral, gambeteando en velocidad al volante y al nueve que lo seguía corriendo como si fuera la última vez y entró a campo contrario con la pelota al pie.
Allí amagó irse hacia el medio y desairando al otro volante central que se cruzó la cancha para partirlo, tocó la pelota hacia la línea lateral y con otro amague volvió hacia el centro de la cancha con la marca de los dos desairados atrás, para enfrentarse al defensor ése, el morocho grandote, que era el más temido del barrio; le amagó hacia adentro y entrando a pie cambiado pisó el vertice del área, rápido, inalcanzable.
Allí, en esa porción de territorio mágico encaró a mil por hora al otro defensor que con zancadas enormes llegaba a tapar el disparo.
El arquero corrió para achicarle, cerca del defensor desairado, que patinó en el pasto como si fuera una bailarina del Holliday On Ice, dos segundos antes.
El Turco, entre el arquero y el zaguero levantó la pelota en cucharita, al pie casi, y los hizo pasar de largo como toros en celo.
Dio dos pasos hacia el arco y acariciando con la zurda mágica la bola encantada, salió corriendo hacia el alambrado de la vecina, que siempre miraba los partidos tomando mate en el fondo...
Fá!! que golazo! Hasta la Doña lo felicitó y después le regaló un buñuelito! y otro vecino lo llevó al diario del pueblo a que le hagan un reportaje y sobre el pucho el primer contrato en Racing que había salido campeón del mundo ese año.
Y el Turco seguía y seguía imaginando hasta que le dije que "El día que alguien meta un gol así van a llover sapos sobre la cabeza de la reina de Inglaterra”.
Al Turquito los ojos le chorreaban sensaciones mientras acomodaba las fichas en su lugar.
Al otro día perdimos uno a cero, un gol de rebote, pura casualidad: la pelota se desvió en la zapatilla que se le había volado en un rechazo a Bocha, esa misma que se lustró el día anterior, y se metió en el rincón dando saltitos como un gato jugando con un ovillo de lana.
El Turco, llorando, se fue lesionado, y a Bocha, encima, le dieron tres puntos en la salita de primeros auxilios porque cabeceó el poste en un córner cuando faltaban menos de treinta segundos para que se acabe el partido. Don Carito salió corriendo con Bocha en andas y detrás Azucena llevándole la bicicleta.
Quedamos en una revancha que no se jugó porque terminaban las clases, y entre las fiestas y las vacaciones se desarmaban los equipos.
Luego esas cosas de siempre... la historia echada a rodar entre olvidos y memorias.
Hasta que muchos años después, cuando aquellas jugadas de pizarrón habían quedado en cualquier rincón del galponcito de la memoria, vi el gol, aquel gol, esa obra maestra de Diego en México.
El gol a los místers inventores del fútbol. El Gol. El más hermoso de toda la historia del fútbol.
De toda la historia de la Tierra, la Vía Láctea y alrededores! Y justo a los ingleses.
En un momento el flash, la infancia, Dieguito haciendo malabarismos con la redonda en el potrero, el turquito planeando la jugada con figus y botones, casi contemporáneamente tal vez... el sueño de lo imposible convertido en obra de arte, en capricho de la magia colgando su propia exposición eterna, infinita, maravillosa, indeleble en el corazón de la memoria.
Al otro día, en un recuadro de Clarín, la foto de tres sapos reinando en el jardín real, luego de haber caído desde el cielo en medio de una tremebunda lluvia que anegó también algunas calles de Londres.
(Mi agradecimiento a Gabriel Impaglione, escritor y periodista argentino, radicado en Italia, desde donde dirige la excelente publicación Isla Negra y quien me cedió este relato de su serie “Cuentos de arqueros”)
Desde Ayacucho, Argentina, un humilde homenaje a esa gran protagonista del juego traducido en cuentos, frases y anécdotas.
Sabiamente la definió el viejo maestro Ángel Tulio Zoff, "lo más viejo y a su vez lo más importante del fútbol".
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