El 29 de Junio de 1958 Brasil podía festejar una victoria afanosamente buscada a lo largo de casi veinticinco años. Desde su primera aparición en el Campeonato del Mundo en 1934, cuando su equipo fue vencido por España en octavos de final, la selección brasileña había formado parte de la restringida élite de los favoritos. Tras de sí tenía todo un pueblo para el que el fútbol era algo más que un deporte y se había convertido en una auténtica fiebre.
En el ánimo de los millones de aficionados estaba aún abierta la herida de aquel gol de Ghiggia, el extremo uruguayo, en la final de 1950 disputada en el gigantesco estadio de Maracaná. En aquella ocasión, a Brasil le bastaba el empate para hacerse con el trofeo (la preciada Copa “Jules Rimet”), pero la derrota por 2-1 ante los vecinos uruguayos provocó un día de luto que no había sido olvidado. Ahora, al cabo de ocho años, Brasil volvía a encontrarse en la final. Esta vez jugaba en campo contrario ante Suecia, anfitriona de la Copa del Mundo, que había repescado a sus mejores jugadores esparcidos en diversos países europeos donde eran destacados profesionales.
A pesar del factor campo, Brasil partía como favorito después de haber eliminado en semifinales a Francia por 5 a 2. El equipo galo contaba entonces con un gran estratega, Raymond Kopa, y un extraordinario goleador: Just Fontaine, que sería el máximo artillero del campeonato con 13 goles. Pero Brasil no sólo tenía en sus filas excelentes jugadores, sino que había implantado un módulo de juego, el llamado 4-2-4, que iba a revolucionar el fútbol de la misma forma que la WM de míster Chapman lo hiciera en los años treinta.
En el 4-2-4 se creaba un cuadro simétrico con cuatro defensas en línea, dos medios volantes y cuatro delanteros. Se trataba de racionalizar la distribución de los jugadores en el campo, incorporando un segundo defensa central y aplicando sistemáticamente la táctica del fuera de juego mediante su disposición en línea y de mareaje por zonas. La labor de los dos centrocampistas, un medio volante y un interior según el modelo clásico, se veía esporádicamente acompañada por la acción de un falso extremo que corría la banda arrancando desde atrás. Vicente Feola, un napolitano crecido en Brasil, profesor de gimnasia, había sido el inventor del sistema. El voluminoso y tranquilo Feola dejaba la preparación atlética a su colaborador Pedro Amaral y la preparación psicológica a un grupo de médicos destinados a orientar adecuadamente a los jugadores y a dotarles de mentalidad de ganadores.
Este dispositivo táctico fue admirablemente llevado a la práctica por la formación brasileña. En ella despuntaba un muchacho de 17 años llamado Edson Arantes do Nascimento, futbolísticamente conocido por Pelé, que se había incorporado al equipo titular a partir del segundo encuentro y de inmediato se hizo insustituible. Pelé jugaba en punta al lado de Vavá, y cubría la amplia franja izquierda por la que Zagallo, el falso extremo, se incorporaba de vez en cuando. En el lado derecho, Garrulería y su mágico dribbling volvía locos a las defensas contrarias. El científico Didí era el cerebro del equipo en el centro del campo junto a Zito, quien en ocasiones apoyaba ala defensa.
La final no tuvo historia. A los 3 minutos el veterano Liedhölm ponía en ventaja a Suecia, pero cinco minutos más tarde empataba Vavá y la máquina brasileña se ponía en marcha. Era un auténtico bloque que no se dejaba perturbar por goles tempraneros. A los 32 minutos, Vavá consiguió el 2-1 para Brasil y con este resultado se llegó al descanso. En la segunda parte, Pelé inició su propio show y a los 10 minutos marcó el tercer tanto al que seguiría otro de Zagallo a los 23 minutos. Con 4-1 a su favor, Brasil no se inmutó ante el segundo gol sueco, obra de Simonsson. En el último minuto del partido, y ya en plena apoteosis, Pelé obtuvo el quinto gol, equiparándose a Vavá como máximo cañonero brasileño (cinco goles cada uno).
Después, el delirio. En Brasil, la retransmisión radiofónica, que había mantenido despierto al país a altas horas de la madrugada, había sido seguida con enorme expectación y liberó el entusiasmo de todo un pueblo. Los campeones mundiales se convirtieron en ídolos del público, aunque varios de ellos (Vavá, Didí, Orlando, etc.) emigraron pronto a otros países donde eran reclamados a golpe de talonario. Para el joven Pelé su propio éxito le hacía intransferible, y habría de esperar casi quince años para marchar a Estados Unidos. Pelé se convertía en símbolo de Brasil y como tal no tenía precio.
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Pelé, campeón del mundo a los 17 años
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1 comentario:
saludos amigos!! dense una vuelta por www.enlatribuna.com.ar
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