20 de septiembre de 2008

Fútbol y política


El fútbol se vive como una guerra ritualizada porque, para muchos, es un momento de comunión donde los jugadores condensan las mejores virtudes nacionales. También es, en los regímenes autoritarios, canal de la disidencia política.

Treinta y siete mil millones de espectadores (en audiencia acumulada) se aprestan a mirar los partidos de la última etapa del Campeonato Mundial de Fútbol. Ningún acontecimiento suscita tanta pasión en los habitantes de nuestro planeta. Para muchos hinchas, el fútbol es el mejor revelador de las virtudes del país. De ahí que cada enfrentamiento se viva de manera paroxística, como una auténtica guerra ritualizada.

Los deportes masivos, y sobre todo el fútbol, permiten, en los países donde la comunicación es controlada por el poder, reunir partidarios para expresar colectivamente una posición política. Dan la oportunidad de forzar, obligar a la televisión -necesariamente presente- a difundir en directo un contramensaje dirigido al país.

Así, en Abril de 1990, ochenta mil espectadores en el estadio de Argel gritaban al unísono: ¡El ejército, el pueblo con Madani! Fue antes de la gran manifestación del Frente Islámico de Salvación (FIS) y cuando los medios de comunicación oficiales minimizaban la influencia de Abassi Madani, su fundador.

En Argelia, como en muchos países, el fútbol y la política están estrechamente ligados. Ya antes de la independencia, el FLN había tenido la idea de formar un equipo nacional con jugadores que habían abandonado sus clubes de Francia.

Recurrir al fútbol como sustituto político sigue siendo una constante de la vida argelina, sobre todo porque la censura impuesta durante veintiséis años por el Estado-FLN propiciaba todo tipo de maniobras.

En Tizi-Ouzou, capital de la Kabilia, el equipo local -la Juventud Deportiva Kabilia (JSK) (Yo soy kabilio)- encarnó el nacionalismo berberisco; apoyar a ese club era una forma de eludir lo prohibido. Las manifestaciones al final del partido -explícitamente políticas- adquirieron tal amplitud a comienzos de los 80 que las autoridades exigieron el cambio del nombre del club, y el JSK pasó a ser, por un tiempo, el JET (Juventud Electrónica de Tizi-Ouzou).

Para los nacionalistas locales, eso obviamente no cambió nada y todos sabían, en Argelia, que el JET era el equipo nacional de Kabilia. En Irán, el imán Jomeini había declarado en 1979: El juego está prohibido, aunque sea para distraerse. Consecuencia: prohibición inmediata del box y el ajedrez, entre otros; censura en la televisión de deportes como la natación, debido a la desnudez excesiva de los atletas.

Un comité revolucionario pensó incluso en obligar a los futbolistas a usar pantalón en vez de short. No obstante, muy pronto el régimen (que prohíbe a las mujeres concurrir a los estadios) tuvo que admitir la fuerte popularidad de este deporte, pero no dejó de desconfiar de él. Sobre todo porque, una vez más, los estadios permitían la protesta.

A comienzos de los 80, según reveló el ex capitán de la selección iraní, varios partidos terminaron en manifestaciones. La gente aprovechó el anonimato de la multitud para gritar su oposición a Jomeini. También en otros países el fútbol sirve de caja de resonancia de protestas sociales.

En China, por ejemplo, donde son frecuentes los desbordes en los estadios, disturbios violentos provocaron, en mayo de 1988, daños considerables (comisarías destruidas, barrios incendiados) en la ciudad de Nanchong, Sichuan, después de un partido de fútbol. Jóvenes desocupados expresaban su descontento frente a las desigualdades derivadas de las reformas.

Si bien por algunos rasgos, el fútbol tiene una función de detonador social y, si aparece a veces como sustituto contemporáneo de la religión, es fundamentalmente un amplificador de las pasiones nacionales.

Durante un match, los jugadores encarnan las virtudes de la nación: virilidad, lealtad, fidelidad, espíritu de sacrificio, sentido del deber, sentido del territorio, pertenencia a una comunidad; y el partido -verdadero drama sacrificial- es a su vez una de las pocas ocasiones en las que se expresa, en forma colectiva, ese mínimo común cultural que sella la adhesión de una comunidad a las virtudes personificadas por los jugadores. El fútbol pasa a ser un espejo de nuestras sociedades.

El título de campeón -señala un informe de la Comunidad Europea- no es solamente conquistado por un equipo sino por la sociedad de la que procede. La colectividad se proyecta en el equipo y pone en él sus esperanzas de conquista, su energía de ganar, pero también sus frustraciones personales y su agresividad.

El fútbol favorece las energías psíquicas míticas, las proyecciones imaginarias y los fanatismos patrióticos. Contribuye al mantenimiento de un nacionalismo residual que da lugar a arrebatos bruscos y efímeros de pasión chauvinista en ocasión de los grandes enfrentamientos internacionales, escribe el historiador Pierre Milza.

Cada enfrentamiento adquiere así todas las apariencias de una guerra ritualizada que apela a emblemas nacionales (himnos, banderas, presencia de los presidentes) y recurre a metáforas guerreras: atacar, tirar, defender, capitán, territorio, táctica, victoria... Un buen partido de fútbol se basa en grandes principios de estrategia -afirma Henry Kissinger-. Es bien sabido que la selección de Alemania occidental planea sus partidos como el Estado Mayor alemán planificaba sus ataques: prestando una atención meticulosa hasta al detalle más mínimo.

Son muchísimas las comparaciones de este tipo; desde la tesis del presidente estadounidense Gerald Ford: “Un éxito deportivo puede servir a una nación tanto como una victoria militar”, hasta la reciente declaración del jugador de Camerún Roger Milla, autor de dos goles contra Rumania el 14 de Junio de 1990: “Soy un oficial de reserva, orgulloso de servir a mi país desde hace veinte años”; pasando por otras reflexiones famosas, como la de José Nasazzi, jugador uruguayo legendario, dos veces campeón mundial: “La selección nacional es la patria misma”; o la del jugador húngaro Kocsis comentando la resistencia de adversarios muy duros: “No eran jugadores de fútbol, eran soldados que defendían su patria hasta la muerte”.

El primer régimen que instrumentó el fútbol fue el fascista de Mussolini. En 1934, Italia organizó el segundo Campeonato Mundial (que ganó), lo que le permitió llevar a cabo una acción de propaganda sin equivalente en la historia antes de que la Alemania nazi organizara los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936.

Los fascistas pensaban que el fútbol permitía reunir multitudes considerables en un espacio propicio para la escenificación; ejercer sobre ellas una fuerte presión y mantener las pulsiones nacionalistas de las masas. Mussolini fue el primero en considerar a los jugadores de la selección de Italia soldados al servicio de la causa nacional.

El régimen de Franco, en España, trató de imitar también en este terreno a la Italia fascista. Pero chocó con los nacionalismos locales (vasco, catalán, gallego), que desviaron al fútbol en beneficio de sus tesis.

El club de Bilbao, el Athletic (que en época de Franco pasó a ser Atlético), eludiendo las prohibiciones formales, se convirtió oficiosamente en el equipo nacional vasco, reuniendo en sus filas solamente a jugadores de origen vasco. Pese a todas las censuras, para un hincha, ir al estadio a apoyar al Athletic era entonces (y en cierto modo sigue siéndolo) una forma de afirmar su nacionalismo.

Lo mismo pasaba en Cataluña con el equipo de Barcelona; o en Galicia con el Celta de Vigo, cuyos jugadores exhibían camisetas con los colores (celeste y blanco) de la bandera gallega prohibida... Bajo la apariencia de un Estado pacificado y centralizado, España seguía siendo un país plurinacional; y cada domingo, en los estadios, se enfrentaban los distintos patriotismos locales.

Una situación muy parecida se daba en la URSS y en ciertos países del Este. Para los que siguieron la evolución del fútbol en la URSS la actual explosión de los nacionalismos no fue una sorpresa.

En oportunidad de algunos partidos entre clubes de repúblicas distintas eran frecuentes los choques y las violencias de carácter nacionalista. Los encuentros que oponían sobre todo al Spartak de Moscú y el Dyano de Tbilisi o el Dynamo de Kiev daban lugar a disturbios y manifestaciones pos-partido. Una de las primeras decisiones tomadas por Lituania, después de declarar su independencia, fue retirar sus equipos de fútbol de la Liga soviética. Es lo que hizo también Georgia.

Problemas de igual orden eran frecuentes en la ex Yugoslavia, donde los odios políticos y las pasiones nacionalistas se daban vía libre en los estadios. El 13 de Mayo de 1990, en Zagreb (Croacia), el partido que enfrentaba al Dynamo local con el Estrella Roja de Belgrado (Serbia) dio lugar a violentos choques interétnicos (61 heridos), que sobrevenían luego de la victoria electoral del partido nacionalista local, Comunidad Democrática Croata (CDC), dirigido por el ex general Franjo Tudjman... Asimismo, los hinchas eslovacos del club Slovan de Bratislava y los seguidores checos del Sparta de Praga se enfrentaban regularmente.

El fútbol lleva así al paroxismo las crisis entre nacionalidades; de ahí la idea de que uno de los atributos de la independencia de un Estado-nación es precisamente el equipo-nación, depositario de una enorme energía psíquica simbólica y síntesis de las grandes virtudes patrióticas. Por otra parte, en razón de esta igualdad mítica (una nación, un equipo) Lituania, Georgia y Eslovaquia o Croacia deseaban constituir su propia selección nacional; y la RFA y la RDA decidieron fundir los suyos en un solo equipo de Alemania.

En las zonas de conflictos endémicos o de guerra, el fútbol, por el hecho de movilizar multitudes y exasperar las pasiones, refleja fielmente la violencia de los antagonismos. En Israel, por ejemplo, los grandes clubes están directamente afiliados a los partidos políticos. Solamente los clubes del norte (Galilea) son mayoritariamente árabes. En los territorios ocupados (Gaza y Cisjordania), los encuentros de fútbol están prohibidos desde el comienzo de la Intifada en 1987, pues las autoridades israelíes temen los eventuales desbordes después de los partidos.

La Organización para la Liberación de Palestina (OLP) formó -en 1964- una selección nacional, que juega en el exterior. Sobre todo porque el fútbol palestino es antiguo y participó en el Campeonato Mundial de 1934, antes de la fundación del Estado de Israel.

Otro lugar de crisis: Irlanda del Norte. Igual que en la vida política, la divergencia confesional entre católicos y protestantes reaparece en los estadios. Un ejemplo: el club de Belfast, Lindfield, donde dirigentes, jugadores e hinchas son exclusivamente protestantes no está autorizado, por razones de seguridad, a enfrentar al único club católico de la ciudad, Cliftonville, en la cancha de este último ubicada en pleno territorio católico.

Esta oposición confesional entre católicos y protestantes es una característica importante del fútbol en el Reino Unido. La encontramos también en Escocia y en Inglaterra, donde da lugar a fuertes rivalidades que originaron, en parte, a los hooligans. Así, en Glasgow, los partidos entre el club católico del Celtic y el club protestante de los Rangers se terminan generalmente con choques sumamente violentos (sesenta y seis muertos y un centenar de heridos el 2 de Enero de 1971).

En Liverpool, los encuentros entre el equipo protestante Liverpool FC y el club local católico Everton desembocan tradicionalmente en disturbios similares. Solamente son equiparables a estas violencias las violencias que acompañan a los partidos entre equipos nacionales británicos. Como el Reino Unido es el único país en el mundo que hizo reconocer por la FIFA cuatro equipos (Irlanda del Norte, Escocia, Gales e Inglaterra) por un solo Estado, los encuentros amistosos entre Inglaterra y Escocia, sobre todo, terminan con violentos enfrentamientos (un muerto y noventa heridos el 21 de Mayo de 1988).

Los hinchas ingleses adoptaron toda una panoplia ultranacionalista de extrema derecha y a menudo son infiltrados por activistas del National Front. En su interior nació el fenómeno skinhead, que luego fue extendiéndose a Europa, donde encontramos alrededor de ciertos clubes y selecciones nacionales las mismas fascinaciones por la violencia, por los temas patrioteros y racistas y por las ideas nazis...

Los otros continentes no están a salvo; en América Central, en Junio de 1969, un partido que enfrentaba a El Salvador con Honduras terminó en medio de la confusión y provocó la ruptura de relaciones entre ambos Estados, seguida de una declaración de guerra y de la invasión de Honduras por parte del ejército salvadoreño.

En Lima, un gol anulado durante un partido entre Perú y Argentina provocó el 23 de Mayo de 1964 una trifulca en la que estallaron las rivalidades y los antagonismos nacionalistas. Resultado: trescientos veinte muertos, más de mil heridos.

Al identificar un equipo de fútbol con un país o una etnia, los desbordes se multiplican, exacerbados por el delirio popular y la amplificación de los medios. Hasta el absurdo. No se juega por jugar, se juega para ganar.

El fútbol de masas satisface así el deseo perverso de enfrentarse a un enemigo para definir más la identidad nacional. El odio por el odio se agrega al aborrecimiento gratuito, sin razón, sin causa. Muchas veces por la exaltación de una idea gangrenada de nación.

(artículo del semiólogo español Ignacio Ramonet publicado en “Le Monde Diplomatique” en 1998 y traducido por Cristina Sardoy)

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