22 de agosto de 2008

Maradona en Milán (Ettore Botti - Italia)


Era el crepúsculo del viernes 8 de Junio de 1990. En el aire fijo de mi oficina del diario se respiraba mal. Se sabe que en Milán no hay mar y falta esa brisa que Posillipo te manda hacia la noche. Desde la llanura padana -entre las últimas nieblas de la primavera y las primeras del otoño- llega solamente un lento e irrefrenable hálito caliente. A través de la reja de la ventana, miraba contrariado el panorama: una pared amarillo-gris con un gajo -cinco letras- del logo del banco de enfrente: "Popol". Justamente en el estadio milanés estaba por empezar el partido de inauguración del Mundial italiano, Argentina-Camerún. A mí, napolitano, hincha del Napoli y de Maradona, me hubiera gustado seguirlo, pero en mi habitación el televisor estaba apagado. Todavía tenía trabajo por hacer, y seguí haciéndolo, con creciente desgano, mientras desde los edificios cercanos escuchaba comentarios y grititos de los colegas que estaban ante la TV.
Poco después de las 19 y 15, un alboroto de gritos y vivas. Salí a ver: Camerún había hecho un gol. En la pantalla, un jugador de nombre Omam Biyik corría con los brazos en alto en el campo de San Siro seguido por los compañeros que festejaban. Detrás de un escritorio, Paolo Franzoni, de pie, aplaudía frenéticamente con el rostro morado. "¡Camerún! ¡Camerún!", gritaba.
Extraño. Conocía bien a Franzoni, óptimo compañero, ferviente interista, y sabía que todas las tardes, en la calle entre el diario y el bar, pasando al lado del “quieres comprar”, con los cigarrillos en la mano, susurraba: "Negro sucio, vuélvete a tu casa". Lo decía en voz baja, es cierto, para que no lo escucharan, pero una tarde, acompañándolo al café, yo había captado la frase con claridad.
Me distrajeron los gritos de Carlo Anderlini. Se había subido a un escritorio y se agitaba como un poseído exhibiendo repetidamente un gesto vulgar. ¿Pero cómo? ¿Anderlini, el más tímido y amable, el colega de voz callada y de modos suaves, milanista convicto pero siempre tan medido en las discusiones sobre fútbol? Sí, Anderlini. Estaba allí, golpeándose siempre la mano izquierda sobre el antebrazo derecho y yo lo miraba sin poder entender. Confuso, me acordé de una confidencia recibida dos años atrás, un día en que había llegado al diario con un ojo negro. Todos se burlaban, insinuando que había sido la mujer. Anderlini me llamó aparte, porque soy su amigo, y me habló. Todas las mañanas, dijo, viajando hacia la oficina desde Bérgamo, semáforo tras semáforo, era expuesto a la insistencia de los extracomunitarios que querían lavarle el parabrisas. Pasado un tiempo, me confesó, había tomado una costumbre, casi sin advertirlo, y ahora se avergonzaba de ella. Cuando el marroquí o el senegalés de turno se acercaba al auto preguntando: "¿Lava? ¿Lava?", él respondía con un silbido casi imperceptible: "Sí, pero con la lengua". Después engranaba el motor y se alejaba. Aquella mañana, sin embargo, en un cruce de vía Palmanova se había topado con un nigeriano de oído mejor que el de los otros y se había ganado un puñetazo en el ojo.
El recuerdo de la vieja confidencia no hizo más que acrecentar mi confusión. Estaba asombrado. Sin deseos ya de trabajar, decidí volver a mi casa.
Al llegar a un kilómetro de piazza Duomo, quedé atrapado con el auto en un atascamiento. Después de una hora de espera, bajé. Una columna de extracomunitarios, centenares y centenares, marchaba hacia la plaza levantando banderas rojoamarilloverdes de Camerún y otros paños multicolores del Tercer Mundo para mí desconocidos. Noté que por el lado opuesto, subiendo por vía Manzoni, avanzaba otro cortejo, tan o más numeroso. No eran extracomunitarios, sino milaneses. Muchachos de caras aseadas, viejos con ropas distinguidas, mujeres sonrientes y hasta algún niño "gritón". Tras ellos, muchos jovenzuelos en moto, con cascos oscuros, llegados como halcones desde los centros del hinterland. Peatones y motociclistas hacían ondear banderines rojinegros o negriazules, y también muchos de la Juve. Los dos cortejos confluyeron ante la plaza de la iglesia y, sin mezclarse, ocuparon sus dos declives.
Abriendo las banderas rojoamarillo-verdes reconocí al “quieres comprar” de los cigarrillos en la esquina, al peón del carnicero que de vez en cuando nos llevaba la carne a casa, al lustrabotas que había permitido restaurar este cómodo servicio cerca de piazza Scala después de años de inactividad. Con esfuerzo alcancé el otro lado, esquivando las carreras de las motos, y también allí encontré rostros conocidos. He aquí en medio del gentío al cantinero Procacci, que ofrecía tostadas gustosas y hablaba siempre bien de su ayudante egipcio: lo trataba con tal humanidad que le reservaba un rincón en el garaje de la casa de modo que pudiera dormir sobre un colchón bien puesto debajo del hocico de la "Thema". En la selva de cabezas vi despuntar la melena rubia y bien cuidada de Marta, la amiga de mi mujer que exaltaba en toda ocasión las dotes de la incomparable "colf" filipina: ya la consideraba casi como de la familia, a condición de que tuviera los guantes de plástico cuando bañaba al bebé. Y bajo un enorme casco tuve la seguridad de reconocer al hijo de mi colega Franzoni, montado sobre una Kawasaki 750 supercromada.
Estaba en el medio, sin palabras. Muchas palabras llegaban en cambio a mis oídos, aun muchos gritos. De los negros se alzaba fuerte el coro: "¡Camerún!" "¡Camerún!". Y desde la zona de los milaneses, rebotaba otro: "¡Diego, Diego, que te den por el culo!". Y adelante así, por turno, con tono cada vez más ensordecedor, durante minutos y minutos. Acercándome ora a un frente, ora al otro, capté también subcoros, eslóganes recitados por grupos singulares a media voz: "África es fuerte, y vencerá", silabeaban los rojoamarilloverdes. "Napoli mierda, Napoli cólera", ritmaban los rojinegros y los negriazules. Me alejé casi a la carrera y volví a mi casa sin tomar de nuevo siquiera el auto.
Tenía pocas ganas de comer y casi me peleo con mi mujer, reprochándole que, de medio alemana como es, estas cosas no pudiera comprenderlas. Pero tampoco yo, aunque siguiera irritándome, lograba comprender. ¿Cómo era posible que el gol de Omam Biyik hubiera desencadenado todo aquello? ¿Por qué en la plaza se exaltaban tantos repitiéndose "Napoli mierda, Napoli cólera"? Ante un plato de risotto ya casi frío recorría de nuevo los veinte años aquí vividos. Milán me había parecido a veces hospitalaria, a veces menos, pero nunca hostil. A menudo había escuchado que los milaneses hablaban de Nápoles y de los napolitanos, hasta con gravedad ("¡Qué hermosa ciudad, qué gente simpática, pero qué caos, qué suciedad!"), nunca con aversión. Y en el estadio de San Siro, en las tantas ocasiones en que el equipo azul premaradoniano había llegado para hacerse derrotar por el Milán y el ínter, había escuchado el fatídico coro "¡Al descenso! ¡Al descenso!". Pero, me parecía, más por un rito de tribuna que por un verdadero encarnizamiento.
Y sin embargo en los últimos tiempos algo debía haber sucedido. Mientras trataba de comer por lo menos un pedazo de costilla, me dije que el problema debía ser discernido. Nápoles no tenía nada que ver, no podía tener nada que ver. La culpa de la nueva situación era de Maradona, de sus intemperancias verbales, de sus actitudes que disgustaban, de su indisciplina. Tenía que haber sido él quien desencadenara a tal punto los humores de la plaza. Al final, a decir verdad, me vino a la mente un hecho: seis años atrás, en los días de la compra del campeón argentino, los milaneses se habían ocupado muy poco de Maradona y mucho de Nápoles, diciendo (y escribiendo) que era un escándalo. Una ciudad con tantos problemas, transporte precario y hospitales carecientes, no podía permitirse pagar trece billones por un jugador de fútbol. Pero con el café volví a convencer me. La responsabilidad era justamente de Maradona: antipático, granuja, presumido, insolente, arrogante hasta fastidiar al mundo. Sí, toda culpa suya. Pero no eran temas para discutir con mi mujer. Saludé y me fui a la cama, donde di vueltas por lo menos dos horas antes de quedarme dormido.
De golpe vi caminar con paso ligero a lo largo de las paredes del corso Sempione a un empleado de unos cuarenta años, vestido por grandes tiendas, con rasgos un poco vulgares y un relámpago de psicopatía en los ojos. Me acerqué y miré mejor. Me había equivocado. No era un empleado, y en la mirada no tenía relámpago alguno. Era el líder de la Liga Lombarda, Umberto Bossi. Lo seguí hasta dentro de una puerta y después, sin ser visto, abajo a un sótano. Había una mesa estrecha y larga, hasta larguísima, desmesurada, acaso de más de cien metros, y a los costados estaban sentados, en algunos casos en hilera doble, centenares de personas. El aire era extremadamente nebuloso. Los contornos aparecían esfumados y no podía distinguir los rostros. Me pareció reconocer a alcaldes y consejeros comunales de numerosos partidos, empresarios medios y pequeños de la metalurgia, del mueble, de la tela y de otras cosas; y después, en las segundas hileras, presidentes y jugadores de clubes de fútbol, representantes de clubes de hinchas, periodistas de la prensa y de la televisión, deportivos o no: y aun más, publicistas, dueños de cafés, restauradores y profesores secundarios. Pero apenas estaba en condiciones de identificar a alguno y de descubrir su nombre, todo volvía a ser gris y, aunque apretara mis ojos como un condenado, no era capaz de hacer foco de nuevo sobre la imagen.
Umberto Bossi estaba siempre en la cabecera, delante de un gallardete con la efigie de Alberto da Giussano, pero no hablaba. Su silencio duró largamente, casi media hora. En el ínterin, me pareció entrever sobre el costado izquierdo de la mesa, en un extremo, un gran sobre que pasaba de las manos de un constructor, asignado a los trabajos de una importante calle, a las de un asesor (pero no sé si eran realmente ellos). Y del otro costado, advertí la presencia de un gran industrial (o acaso era el periodista de una TV comercial), que seguía aspirando con la nariz un polvillo colocado dentro de una pequeña caja plateada. Tanto como para engañar la espera.
Finalmente, Bossi habló: "Señores", dijo, "estamos aquí para enfrentar y resolver de una vez por todas la cuestión Maradona. Milán, Lombardía y el Norte no pueden tolerar que una ciudad de miserables y de aprovechadores domine la escena futbolística nacional. Nápoles, lo sabemos, está llena de desocupados, de falsos inválidos y de evasores fiscales, porque allí nadie quiere trabajar y todos son picaros. Nápoles hospeda a rateros y prostitutas en todas las esquinas, tiene hospitales donde uno de nuestros corregionales no se haría curar ni los callos y un tránsito más caótico que Estambul. Me dicen que tiene el mar. Es verdad, pero resulta que el mar está contaminado también él. Y sin embargo, el equipo de una ciudad tal, gracias a Maradona, ha ganado dos scudettos en los últimos cuatro años, mientras el Inter y el Milán, nuestros equipos, solamente han ganado uno".
"No nos ocultemos la verdad", siguió Bossi con voz encabritada. "A Nápoles la mantenemos nosotros, como mantenemos a todo el Sur, y la situación que se ha creado en el campeonato ya no es admisible. Conocemos bien la popularidad y la fuerza propagandística del fútbol. La supremacía dominical que este argentino ha hecho conquistar a la Italia parasitaria provoca un fuerte perjuicio de imagen interior e internacional a la Italia que produce y que paga los impuestos.
Y no es solamente el perjuicio a la imagen"
, insistió el líder de la Liga. "Hay un peligro que va más profundamente y que puede tener consecuencias todavía más graves: el peligro que las victorias del Napoli constituyen para nuestro modelo. Me dicen que Maradona ni se entrena y que a veces se presenta en el estadio media hora antes del partido. Juega en un equipo mediocre y sin esquemas, los compañeros le dan la pelota y él resuelve. La cosa no va bien. Si los tantos meridionales que viven entre nosotros y después. Dios no lo quiera, también los otros italianos se convencieran de poder alcanzar resultados en la vida y en el trabajo con genio, fantasía e improvisación, terminaría cercenándose la credibilidad del sistema de organización, eficiencia y programación con que hemos vencido siempre.
Pero nosotros
-la voz de Bossi era ya un trueno- debemos seguir dominando a la Nación. Por eso, invito a todos a que reaccionen. El único medio eficaz es quitar del medio a este Maradona. Tengo un plan, que les explicaré. Demonicemos a Maradona, todos juntos, todos los días, en los estadios, en las plazas, en los periódicos, en los consejos municipales, en las fábricas, en los bares, en las escuelas. Nosotros podemos y debemos hacerlo. Olvidemos que es el mejor jugador del mundo, porque a nosotros el fútbol no nos interesa. Tomemos sus defectos, aprehendamos sus errores y agigantémoslos en paralelo con los defectos y los errores de Nápoles. Destruyámoslo un poco por vez con esta mezcla explosiva. Les garantizo que no resistirá. También él viene de una tierra de miserables y de aprovechadores, también él es un meridional. Yo los conozco: son gente frágil, sensible al juicio de los otros, lloriquean por la ausencia de la casa lejana, se deprimen, no reaccionan a los eventos. Con el tiempo, estoy seguro, Maradona acentuará sus propios defectos y multiplicará sus propios errores. Cometerá alguna tontería, antes o después; y no me asombraría si empezara a drogarse o a beber. Esto es: se volverá un drogadicto, verán. Hagan lo que les digo y nos liberaremos de él para siempre".
El aplauso estruendoso de la sala me despertó. Volví la cabeza en la almohada y me puse a llorar.


* el autor es periodista, jefe de cronistas del Corriere della Sera, Milán.

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