al compás de las aguas del río
o la música del campanario,
campos que poseen sus recuerdos
y su propio devocionario.
Rodeados de vallas de cemento
que, tras las noches de lluvia,
eran autopistas de caracoles,
los domingos sujetaban a esas almas
ávidas de gritar muchos goles.
Campos que fueron escenario
de grandes batallas al barro
y de juego de alta escuela,
terrenos irregulares como todo
en la España de posguerra.
Extremos que en otoño regateaban
también a las hojas de los árboles,
delanteros centros contundentes
cuya única gran arma era
la fortaleza de su frente.
Campos que fueron viveros
de los grandes héroes locales
que jamás jugaron por dinero
sólo por la camiseta y
por hacer feliz a un pueblo.
Campos de fútbol de pueblo
que olían a coñac y a puro
y se regaban con manguera,
campos que se modernizan
pero nunca perderán esencia.
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