-Jorge -le dijo Marcela por el intecomunicador-, te llama el profesor Gennaro. Me parece que es del exterior.
-¿Qué profesor Gennaro? Yo no conozco a ningún Gennaro-.
En ese preciso instante le vino a la memoria el cuerpo bajo y romboidal, con las espaldas sumarias, los piecesitos de bailarina de caja de música, el enorme vientre hemisférico, y aquellos párpados semejantes al abombado telón de un escenario, que él subía y bajaba y volvía a subir lánguidamente. Lo había conocido en Nápoles, en Julio de 1990, antes del Mundial de Italia, y le había quedado debiendo cincuenta mil liras, cerca de cuarenta dólares. Cuatro años después, a días viajar al Mundial de Estados Unidos, el profesor Gennaro esperaba al teléfono desde el otro lado del Atlántico.
-¿Qué le digo, Jorge? -insistió Marcela.
-Nada, pásamelo.
En Abril de 1990, Maradona había consagrado por segunda vez al Nápoli monarca máximo del fútbol italiano. Tres meses más tarde, Argentina debía continuar su rueda clasificatoria en Nápoles. Había debutado, perdiendo sin misericordia por uno a cero contra Camerún en Milán; ahora la esperaban Rusia y Rumania en el sur de la Península.
Jorge y Federico, su hijo, llegaron a Nápoles a las once de la mañana, con tiempo de sobra como para sacar las entradas. La camiseta argentina de Federico con el diez en la espalda era el salvoconducto con el que obtener información sobre el mejor modo de llegar al estadio San Paolo, sonrisas de simpatía, y hasta una millefoglie de regalo, exquisita pasta cubierta de crema espesa y azúcar impalpable que les ofrendó una enana con su manita lóbrega y arrugada. El mágico nombre de Maradona, y todo lo que estuviese dentro de su área de atracción, producía portentos.
-¡Hola, Gennaro, cómo estás! -lo saludó Jorge, con una mezcla de ímpetu y de mala conciencia-. Me alegra mucho escucharte.
-Ciáo, Giorgio, anche a me' fa piacere ascoltarte.
Jorge recordó que llegados al exterior del San Paolo, se encontraron con que había un par de ventanillas abiertas, y algo así como una lombriz solitaria integrada por miembros de la camorra revendiendo entradas. Hicieron la cola, y al tocarles el turno comprobaron, irremediablemente, se habían agotado los biglietti. Antes de que la última vocal de la negativa se apagara una veintena de revendedores los rodeó, con una paleta de ofertas que excedía todo lo imaginable: ubicación en la "Curva A", en la "Curva B", almuerzos en la trattoría Pasqualino, mujeres adolescentes de Pozzuoli, la patria de Sofía Loren, paseos en la Circunvesub, adolescentes marroquíes venidos del Sahara y de las montañas del Atlas, alojamiento cerca del Pendino di Santa Barbara, taralli dulces recién sacados del horno incandescente.
Cuando casi habían comprado las entradas a un muchacho al que la desesperación hacia persuasivo, se escuchó una voz con el timbre graso y alquitranado del fumador de toscanos: "gli amici son argentinos, de la patria de Diego. Que paguen lo que es justo, y denles "Curva B", que es donde están los amigos de los amigos". Jorge y Federico se dieron vuelta, y allí estaba Gennaro, que con una reposada mirada de sus ojos de escuerzo dirigida al vendedor perfeccionó la operación de modo inapelable. Professóre Gennaro Sgádari di Lo Monaco, piacere, se presento. "¿Qué piensan hacer hasta la hora del partido?"
Como no eran más de las doce, Jorge y Federico aceptaron la invitación de Gennaro, subieron a su auto, y se dispusieron a conocer la ciudad a la que cada cincuenta años llega el viento negro, el chiorni vetier, desde el pueblo de Constantinovka, de las tierras cosacas del Dniéper, para teñir lo que toca de color negro y de tristeza.
Al pasar por el número 28 de la Via Butera detuvo la mácchina, señaló un palacete con una fachada del siglo XIX que daba a la propia Via Butera, y otra del XVIII que daba al paseo marítimo del norte, y con voz ceremoniosa anunció que se trataba de la casa de Diego. En la parte que enfrentaba el mar tenía una terraza alta y amplia con una vista magnífica de la bahía. El profesor Gennaro les contó a Jorge y a su hijo que él conocía la casa, que tenía una escalera de mármol rojo y dos bibliotecas: la especializada en Historia, en una habitación amplia del segundo piso, y en el piso de abajo (donde Claudia convocaba a sus tertulias sobre lírica) la que albergaba las vitrinas con los libros de literatura. "Esta es la que prefiere Diego, y lo he visto con mis propios ojos -alta la noche- leyendo detrás de las cortinas movidas por la brisa del mar recamado de escamas color vino, que, es el verdadero color del mar según Homero", rememoró Gennaro. Jorge torció hacia abajo las comisuras de la boca, como un Buda agrio, pero no dijo nada porque pensó que a fin de cuentas el hombre era local, y debía saber de lo estaba hablando.
Viajaron otros cinco minutos, y llegaron a la casa de la Via Ruggero Settimo, donde vivía Lila Iljascenko, la seconda moglie de Diego. "Allí cantan a dúo canciones rusas con un piano desafinado", añadió el profesor, “y Diego guarda sus propios libros que ha mandado encuadernar, la única extravagancia que se permite, además de ir personalmente al mercado a comprar unos calabacines que le gustan”.
¡¡¡¿¿¿Cantan a dúo???!!! -preguntó Jorge, a quien esto ya le pareció demasiado-.
El Profesor Sgádari di Lo Monaco, con un mohín benevolente, lo amonestó: Cave obdurationem cordis, ¡ojo con la dureza del corazón!
Cuatro años después, el hilo telefónico reproducía con fidelidad la voz de Gennaro. ¿Vas a la Copa? -Seguro -contestó Jorge-, salgo para los United States en unos días. Instantáneamente recordó el encuentro entre el propio Maradona y el profesor.
"Venía del mercado con una bolsa tejida y los calabacines dentro, y lo saludé al pasar: '¡Salve, Maestro!' Maradona se detuvo, cambiamos unas palabras, y me recitó un fragmento de un poema de Drinkwater, con algún error de traducción, debo decirlo, pero también muy hermoso. 'Ahora el dolor lastra mi sombra' dijo con sentimiento, y no está nada mal / habitar con mis padres donde ni el miedo ni el cariño / pueden ya alcanzarme, ni el rencor de los hombres ni mi atormentada culpa, / mientras el musgo urde despacio el final de mi nombre olvidado".
También recordó las cincuenta mil liras que le debía a Gennaro.
"Entonces, si vas al calcio, podemos encontramos en América". Evasivo, Jorge le respondió que tenía entendido que la sede de Italia era Nueva York, y la argentina Boston.
"¡Ma' qué Italia ni qué Nueva York! ¡Nosotros vamos a Boston! Viajamos con Renato Montuorí, il capo de los ultras de la "Curva B". ¡Maradona! ¡Vogliamo vedere ancora una volta Maradona!'
El olor a sahumerio, a hierbas votivas del corazón del bosque casi podía olerse a través del teléfono. Como sucede con las religiones jóvenes, el regocijo del corazón es todo el propósito que anima la existencia.
(Este relato se publicó en el libro "La vida en Rojo y Negro" de Rafael Bielsa y Eduardo Van der Kooy, Catálogos, 1999)
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San Gennaro (Rafael Bielsa - Eduardo Van der Kooy)
Etiquetas: Argentina, Cuentos de fútbol, Diego Maradona, El Diego, Italia, Mundial 1994
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