Al futboleramente famoso Estudiantes de La Plata de Osvaldo Zubeldía lo rebautizaron, con justicia, La Banda. Inauguraron una concepción sesgada de la contienda lúdica que sentó toda una escuela. Por ejemplo, entre otras cosas, salían siempre últimos a la cancha y todos mirando hacia donde sabían que se habían ubicado los rivales, mientras pensaban para sus adentros, automotivándose para evitar lo pernicioso de la mentalidad perdedora: "Esos once hijos de puta son inferiores a nosotros y no nos pueden ganar".
Como ayudante de campo incorporaron a un ex campeón argentino de box y el hotel de La Plata, donde se hospedaban las delegaciones rivales en los torneos internacionales, daba la casualidad que siempre, justo tenía libres sólo las habitaciones del primer piso, y en la noche previa al partido, todos los platenses con auto salían a dar vueltas a la manzana y tocaban la bocina porque había mucho tránsito. Además, era tanto el espíritu de confraternidad, que los que no tenían para un cuatro ruedas llamaban por teléfono hasta que amanecía, para saludarlos y que no se sintieran tan solos lejos del terruño y el conserje, como no podía ser menos, incapaz de controlar semejante ola de calor humano, les pasaba las llamadas sin andar preguntando de parte de quién o si hablaban inglés o portugués.
Nadie sabe por qué, los ingleses del Manchester, de puro cabrones que son, se llevaron tan mala impresión que cuando fue el partido de vuelta en cancha de ellos, como Estudiantes exigió un lugar a campo abierto para que no le devolvieran las gentilezas de las manifestaciones automovilísticas, el cocinero subdito de Su Majestad que les habían destinado en la concentración les puso tal cantidad de purgante del bueno en la sopa, que a la noche se llenaron de chichones tratando de entrar primero al baño.
Tampoco pudieron pegar un ojo. Pero así y todo, se trajeron la Intercontinental. Aparte no era un plantel recolectado de las villas y el pobrerío como otros. Profesionales, gente culta. Y hubo que recordárselo a los piratones, como pasó el jueves 26 de Octubre de 1968, en ocasión de la primera parte de la final que se jugó en la cancha de Boca, pero no porque se sintiera más la presión del público, sino para que les quedara más cerca a ellos, gente extranjera, que habla otro idioma, y no tuvieran que irse hasta La Plata.
Los del Manchester United perdieron 1 a 0 y se quedaron con la sangre en el ojo. Para ellos jugaba Bobby Charlton, nombrado Sir de la corona inglesa desde el Mundial de 1966 por Isabel II, quien en el vestuario entró a despotricar y buscar excusas como todo derrotado. Por ejemplo, trató de hacer entender que ellos, que son unos brutos, está bien, se bancan los patadones porque son parte del juego, y como para muestra alcanza un botón, se bajó las medias: la verdad, no le cabía ni un cardenal ni un raspón más.
Pero lo que lo tenía caliente al Bobby, casi fuera de sí, era lo que él, nada menos que un inglés, consideraba una falta total al fair play, y para demostrarlo se levantó la camiseta: el amplio círculo que entre las tetillas y la cintura le daba vuelta al tórax, según él, era producto de los pellizcones que sistemáticamente le había aplicado durante los 90' un marcador personal, lo más parecido a una estampilla que llevaba visto sobre un césped.
Entonces ahí fue cuando todo lo Sir que quisiera, pero llegó el momento de pararle el carro y ponerlo en caja. Uno de los periodistas argentinos, aunque medio a los tumbos con el idioma de William Shakespeare, le sacó a relucir -más que eso, se lo refregó bien por la jeta- que el doctor Carlos Salvador Bilardo -porque de él se trataba, aunque el noble de pacotilla no se animara a nombrarlo-, para que lo supiera y no anduviera diciendo pavadas, era médico recibido en la Universidad de Buenos Aires, con título habilitante y juramento hipocrático y todo.
Como no podía ser de otro modo, el británico se quedó atónito, estupefacto, así sólo atinó a balbucear por toda respuesta:
- ¿Y qué? ¿Sale a la cancha a buscar pacientes?
(tomado del libro "Jodas futboleras de antología" de Amílcar Romero, Ediciones Cambio S.R.L., pág. 81 a 83)
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