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Glauco arremete en Wembley (Walter Vargas - Argentina)


Glauco Espinosa, el jugador más mediocre de la historia del fútbol, sueña que mete un gol maravilloso en la final del campeonato del mundo.
Es en Wembley. El cartelito marca un minuto de descuento. El arquero de su equipo lanza violentamente la pelota que, sin dudas, caerá a las puertas del área rival.
Glauco abandona su puesto de gris marcador de punta izquierdo y corre, corre, corre y corre, en diagonal, con los ojos bien abiertos y el pecho inflado y caliente.
Glauco arremete, pesca la pelota, la duerme, la despierta para hacerla pasar por arriba de la cabeza de un defensor holandés, la acaricia, la esconde, vuelve a dormirla.
Glauco vuelve a despertar la pelota porque otro holandés se le viene encima. La pellizca con la punta del botín y, como en el perrito del yo-yo, la pelota vuelve a sus pies. El rubio de camiseta naranja pasa de largo y cae de bruces sobre el pasto. Ahora le sale el arquero, un tal Van der Grooning, de un metro y noventa seis de estatura, 92 kilos y 42 penales atajados en el Ajax.
Glauco, Glauco Espinosa mira de reojo al arquero, una sola vez, nomás, toca la pelota con el empeine zurdo y corre, corre, corre y corre hacia el banderín del corner. Se ve levantándose la camiseta argentina para mostrar otra camiseta debajo, que tiene estampada una cara de mujer y dice en letras escritas a mano esto es para vos, Negra.
Cuando Orteguita se acerca, lo abraza, lo besa, te pasaste, Glauco, somos campeones, Glauco se da cuenta de que es un sueño, nada más que un sueño, no me felicités, Ariel, que esto es un sueño, pero Orteguita se ríe, vuelve a abrazarlo, talocovos, má que sueño, decile, Piojo, decile.
Y el Piojo López le tira de los pelos, sos un fenómeno, culiao, con tu golazo damos la vuelta, decile, Bati, decile.
Y Batistuta lo zamarrea bien fuerte, le da un beso en la frente, dejate de boludeces, Glauco, y no hagas tiempo que te van a echar, mirá, los holandeses están muertos, te equivocaste, guacho... qué pedazo de gol.
Y Glauco Espinosa, que bien sabe que es un sueño, nada más que un sueño, les grita a sus compañeros, que son como nueve o diez, porque el Mono Burgos se quedó en el arco, por las dudas, y cómo no me voy a equivocar si esto es un sueño, no me jodan muchachos, esto es un sueño, ¡un sueño!
Y el Cholo Simeone le da una cachetada en la mejilla, claro que es un sueño, Glauco, el sueño del pibe, hermano, cuando llegués a la Argentina te van a poner la alfombra roja.
Glauco se desprende del racimo de compañeros, se acerca al árbitro, señor, ¿no es cierto que no metí ningún gol, o si lo metí no vale porque estoy soñando?
El árbitro lo aleja despectivamente, espantándolo con una mano, play, play, I dont understand.
Glauco se pellizca, quiere despertarse. No puede. Se larga a llover en Wembley y en Wembley llora Glauco. A mares, a cántaros, a océanos. Las lágrimas y las gotas le bañan la cara, le empapan la camiseta, el pantalón, el sexo, las rodillas, las medias, los botines.
Moja el césped de Wembley, chapotea entre lágrimas, inunda la cancha. Nada hasta la orilla. Busca la salida. Llora y llora. Mira atrás y ve que se acerca el presidente de la FIFA, arriba de un bote, con una inmensa copa de oro en las manos.
Glauco Espinosa sale del estadio. No llueve, no llora. Cruza la calle y en la puerta de una casilla de chapas le sonríe un hombre viejo.
Qué suerte que viniste, hijo, ¿te quedás a tomar unos amargos?

(Agradezco por su generosidad al autor de este cuento, perteneciente al "Del diario íntimo de un chico rubio" -y otras historias futboleras-, Ediciones “Al arco”, Buenos Aires, 2004)

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