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Una postal para el día del arquero (Gabriel Impaglione - Argentina)


a Juan Carlos Olave,
por hacer posibles los imposibles



Antes de descolgar la bola con las dos manos y aterrizar como un bailarín del Bolshoi sobre el césped del área chica, una película de esas, bien caseras, le pasó frente a los ojos.
La vio con lujo de detalles, como en una pantalla gigante, a una velocidad fantástica. Y pudo reconocerse en cada escena y reconocer cada palmo de geografía, cada habitante de la cancha, el calidoscopio de las tribunas embanderadas.

—Eso le pasa a uno, sólo una vez en la vida, y depende de cómo termine sale uno disparado hacia el tiempo. El tiempo es infinito hasta que se demuestra lo contrario... pero nada, Pibe, nada... de qué te sirve saber que el tiempo es infinito si cuando te morís, listo, chau, se acabó y listo. Hacéla ahora, Pibe, ahora... ahora mismo... dale. ¡Volá! ¡Dale volá! Andá a buscarla antes que comience a caer y metele brazo a la distancia, colgate de esa luz mágica y atrapála ahora, no después, ahora Pibe, dale, dale ¡andá!

Qué maestro el Flaco, difícilmente encuentre otro como ese técnico. Bah, técnico, más que técnico, Maestro de Arqueros. Y eso es mucho más que técnico y que cualquier cosa. Porque sabés, DT... muchos, hay muchos... pero Maestro de Arqueros... muy poquitos, ehhh, poquitos... te los cuento con los dedos de una mano sin guante, si querés... porque, te explico, no es que un maestro de arqueros para llegar a la patria chica del área deba traer un pasado lleno de medallas, atajadas en el noticiero de la tele, penales desviados con el dedo índice de la zurda enguantada o vuelos celestiales, no... ese es el error... un maestro de arqueros, sabés, tiene que traer las revelaciones planetarias de la patria chica en el pecho. Mezcladas en la sangre bien caliente.
Y no cualquiera.

El Juan Carlos estaba en el aire, brazos extendidos, pelota fundida en la goma de los guantes implacables.
Y el tiempo detenido como en una postal del Día del Arquero.

Las tribunas alrededor como una jornada de gloria, azul y blanco estallándose en todas partes, y la defensa en su lugar exacto y el nueve ayudando en la medialuna y todo como estaba predicho.
Podía ver la película, claramente.

—Siempre arriba la rodilla, siempre arriba, inflando los pulmones, rodilla levantada y... voy ¡carajo! Que se caguen los delanteros contrarios, que se mueran de miedo, que se hagan pis en el punto del penal y en la raya del área chica, que tus compañeros se queden congelados pa evitar el encontronazo con la locomotora... ¡voooyyy carajoooo! Y arriba esos brazos, antes que la pelota se caiga, antes que la cabeza del nueve esté cerca, arriba, bien arriba, lo más arriba posible, con fuerza, ¡tenaza machaza! ¡Voy carajo!
Se veía doce, once años, flaquito, largo, lleno de miradas para todos lados y la vocecita que le saltaba apenas a los costados y que Don Carlos ni escuchaba desde el alambrado.

—¿Qué? ¿Gritó el Pibe o no gritó? —se preguntaba.
—¡Dale, gritá, no tengas miedo! —vociferaba Don Carlos y el Flaco se reía...
—Ya va a gritar...ya va a gritar, ¡cuando largue la mamadera!
Y el Pibe que se retorcía de bronca y amor propio.

Minuto cuarenta y el Juan Carlos arriba, en el espacio, colgándose de la luna.

—Esa es tu casa, tu barco, tu patria, la cama donde soñás a tu novia, la mesa de la cocina donde comés, hacés los deberes, allí plantás bandera, Pibe, y listo, no se toca, es tuya esa patria chica, tuya y de tus hermanos, y de tu novia, que cuando llega lo hace para que la abracés y la besés... y no se te quiere escapar ni pasar de largo, llega a dormirse en tu pecho...¡y vos minga que la largás! ¡Minga que la largás Juan Carlos! Es tuya y de nadie más... te pertenece, y cuando entra en tu patria chica está con vos y en vos y adentro tuyo y no hay nadie que la entienda mejor que vos, no hay nadie que la abrace mejor que vos, no hay nadie que la haga sentir mejor que vos cuando la abrazás... cuando no la soltás, cuando te pertenece.
¡Porque es tuya hasta el alma!

Ni el Diego la entendió tanto, Juan... ¿entendés? El Diego pudo haberla inventado si querés... le metió direcciones desconocidas, rotaciones inverosímiles, piques encantadores, combas jamás vistas... pero en sí, es tuya, haga lo que haga es tuya, te pertenece, y con eso no hay con que darle... ¿entendés...?
Te digo, es amor... puro amor... entendés... no hay forma de romper ese embretamiento entre vos y ella... te pertenece, la conocés... es tuya y ella te quiere a vos.
¿Te das cuenta?


Un palito de murmullo de cuarta vocal desenrollaba su brote en el césped detrás del arco, y nada.
El azul y el blanco estallándose por todas partes y un dos contrario mirando como se le rompían las ilusiones, finalmente.

—Y cuando vas, vas... derecho, decidido, lleno de aire y de fierros y de piedras y de postes y de vagones de tren y de paredones en los codos y de locomotoras en las rodillas, ¿entendiste? Vas, ¡vas Juan! Gritás y vas... y no hay muralla china que te pare el salto, la voz, el cuerpo levantando vuelo, vas... ¿entendiste? Nada de dudar, de quedarte parado, de clavarte a la raya, de mirar para otro lado, de pensar que ya está, que bueno, es una desgracia... ¡no!
Vas con las bolas como un ejército de kamikazes y no te importa que hay adelante. Grito ¡y voy carajo!, y arriba, bien arriba, lo más arriba posible, atenazo y vuelvo a la tierra. ¡Y suelto el aire mientras la abrazo a esa preciosura que es tu amor de toda la vida! Entendiste... Y miro alrededor... y que me vean: con esa luna en mi pecho y la boca llegándole al beso. ¿Tá claro?


Alguien se animó a pensar lo contrario. ¡Vaya a saber! Un gil de lechería, un loco, algún pelmazo que de fútbol nada... porque se agarraba la cabeza mientras no pasaba ni una.
Y el Viejo que comenzaba a hacer sonar la cajita de chicles para que los muchachos agudizaran la oreja y el cascabel de los botines del Cóndor saliendo a pique por la raya para campo contrario.

—Y una vez arriba, Juancito, ¡atento siempre!
¡Ojos bien abiertos en la altura pibe!
Desde allá arriba, desde las alturas celestes, como la camiseta que se pone tu corazón cada fin de semana, se ve mejor toda la cancha, se ve mejor el estadio entero, y la ciudad, y ¡el país si te lo proponés!
Pero a vos te interesa solamente el campo contrario, entendiste. Nada de filosofar mientras estás allá arriba, nada de eso: ojos bien abiertos; aire en los pulmones, tenazas apretando la luna en lo más alto, lejos de cualquier cabeza mortal, y la mirada Juan, la mirada larga y ancha y profunda, como la del águila, viéndolo todo, hasta advertir el pique del siete o del once, la soledad llena de urgencias del nueve que sale, la orfandad del último zaguero contrario dudando entre las vías aceradas del wing izquierdo o la puntada certera del diez cabeza levantada.
Eso, ahí, ¡ese es el secreto Juan! En la altura, allá arriba, atenazando, ya viste todo... y estás cayendo recién, ¡y ya viste todo! Como un Dios que ha descolgado la luna para que alguien se emocione allá abajo.


Un cronista deportivo pela un caramelo mientras le sonríe a la reportera del canal con acento centroamericano, que le devuelve un guiño de ojo azul como la altura en donde quedó un desgarrado hueco de pelota abrazada por dos alas implacables.
Alguien vuelve sobre el tema recurrente: está para el seleccionado. Y vuelta la polémica en el patio o en el living. En la boletería del Club no queda nadie.

Hay una cancha de puertas abiertas desde los veinte del segundo tiempo.

—Sabés qué pasa Juan Carlos... es ese el momento... el botón de muestra, entendés... si allí te clavás los botines al pasto, si allí te chocás contra tus compañeros, si allí cualquier fulano con la camiseta contraria te pisa los cordones o te puede en el salto, ¡cagaste hermano!
Pero en serio te digo: ¡cagaste con todas las letras!
Si no podés una de esas pelotas, no tenés patria chica, sos nadie en un terreno de prestado, y ahí ni una prefabricada levantás, ¡que vendrán a sacarte a patadas en el culo! ¿Entendiste? Es tu patria chica, carajo, mandás vos. ¡Nadie, pero nadie te puede ahí!
Sí, ya sé, no tomés de ejemplo la patria grande, ni la mediana, no... la verdadera patria siempre es otra cosa que se llena de huevos, de honra, de ética, de hombría, de solidaridad, de codo a codo, de vergüenza ajena, de valentía, de heroicidad, de sueños, de victoria... entendés... por eso haceme caso, vos pensá que es tu patria chica y listo, nadie la toca, ni se te ocurra aflojarle un centímetro... ni un milímetro a nadie...¿entendiste?
¡Mandás vos de punta a punta!
Y te sobra paño para embanderarla con tus colores... ¿entendiste?


La barra brava parece una quinceañera cada vez que sube el Juanca a las alturas... es tan lindo verlo que hasta el bosque larga a pasear aromas salvajes entre aullidos enamorados.
¿Quién puede decirle algo al Pibe? Si es ídolo, salvador, fuente de energía para todo el equipo, seguridad y más... ejemplo para las generaciones futuras. Prócer. Modelo de la estatua propia en los jardines del estadio.

Pero a él no le importa pensar en semejantes cosas.
Está en lo alto, echándole ojo a toda la cancha, preparando músculos de brazo derecho para el momento en que aterrice con sorpresa, con todo pensado, con el grito de ¡andá Cóndor! ¡Corréla carajo!

—Y te digo algo más: Ninguna canchereada con nadie, ¿entendiste? Siempre así, humildón, que sos un buen tipo, un tipazo, para andar refregándole ese don maravilloso que tenés, en la cara de los delanteros contrarios... vos... en la tuya, sencillito.

Y mucha agua, ¿entendiste? Mucha agua, mucho laburo, concentración, imaginación a full, pero a full en serio... y atento como si tuvieras que saltar en cualquier momento sobre la otra punta del arco. ¿Tá claro?

Vos en tu patria chica con tu piba enamorada y listo.

Y te veo y me acuerdo de aquel sablazo de uno de Rafaela que te rebotó en el pecho como si por primera vez en la vida te hiciera un desplante en público. Y el principio del fin para un partido que estaba recontraganado. Pero es así, ¿no? El fútbol es así. Esa maravilla de lo imprevisto. Ya está, tragamos saliva, miramos para otro lado, nos reímos por hacer algo nomás. Y de pronto vos hablándole a un gil a cuadros de micrófono en mano que se le pasa hablando boludeces de muchos, menos de un par que ya se sabe... y escucho que decís que la culpa fue tuya...y lo miro a Martín que está a mi lado y decimos: ¡Daaale! qué querés... y encima el Maestro ¡que es maestro, no milagrero! Porque, sabés, se te perdona cualquier cosa... si se te nota en los ojos ese amor que andás repartiendo en la patria chica. No es joda, che.

Mirá que el Buzo no le va a cualquiera... sabías, ¿no? Aunque se pare delante de los tres maderos del Estadio que sea, no es para cualquiera el Buzo... ya se sabe... todos lo sabemos.

Los tapones se hunden apenas en el césped y sale el latigazo a la punta y el grito que despeina al banco de suplentes: ¡Corréla carajo! Y el Cóndor que la corre, porque si no después se le arma la podrida con él y con el Maestro y con nosotros y todo el mundo, claro.
¡Y es vivo este Uno, ché! ¡Qué vivo que es! Todavía en el aire habilita al compañero mejor posicionado. Es seguro, arriba, abajo, tiene personalidad, pisa fuerte, es vivo... ¿quién me dice que no está para la Mayor? Y el partido que se termina.
Y la historia de toda una vida en la patria chica, que en cada pelota se cruza como una película que nunca termina de pasar ni de rodarse.

Y que ahora, en este preciso ahora de ahorita mismo, puede salir disparada a cualquier sitio del tiempo infinito. Porque a pesar de lo que le haya dicho el Flaco alguna vez, para él, para El Uno, el tiempo es infinito.

Mirá si será infinito... que en una simple descolgada de centro a la olla se cruzan tantas cosas, tantos recuerdos imborrables, tanta escuela desde los primeros años en donde el soplo de las revelaciones comienza a llenar los pulmones de íntima mística.
Mirá vos si fuera una de esas pelotas cruzadas, al otro palo, que desde afuera del área comienzan a tomar vuelo con destino de ángulo inalcanzable. Esas pelotas cuya trayectoria ingobernable marca un tiempo que se le mete a uno en el pecho milímetro a milímetro, y todo el salto del mundo, a veces no alcanza para llegarles con el manotazo imbatible... pero sí alcanza, porque al final, en ese tramo final de no sé, ¿medio metro, más o menos? resulta que llega un envión desde el fondo del tiempo que alarga un dedo o achica el arco o pincha la pelota o resulta que al guante le nace un campo antigravitatorio alrededor que termina rompiendo el equilibrio de los cuerpos celestes...

¡Si lo sabrá este arquerito de la 96, de rulitos y pose canchera en la medialuna, que se llama Gonzalo, a veces Martín, el pelilargo de catorce y a full con los mejores sueños, mientras busca club como patria definitiva!
Cosas de arqueros, nomás... íntimas revelaciones, que se dice.

(Mi agradecimiento a Gabriel Impaglione, escritor y periodista argentino, radicado en Italia, desde donde dirige la excelente publicación Isla Negra)

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