5 de diciembre de 2007

Cuentos de una madre (Ariel Scher - Argentina)

Dos temperaturas, las dos excelentes, recorrían como naves el cuerpo del Alto. Tenía tibia la lengua después de ejecutar el hábito de saborear el mejor café del Bar de los Sábados.
Y sentía fresco el corazón luego de que el Gordo, un amigo infaltable de ese templo urbano para observar el fútbol y la realidad, confesara una semana antes que en la juventud había ejercido un trabajo fantástico que consistía en hacer dormir chicos con relatos de fútbol.
Ahora el Alto percibía que la placidez de todos sus climas internos habilitaba que también él lanzara una confidencia parecida: en la infancia, en lo mejor de la infancia, su madre lo despertaba cada día con un cuento de fútbol. Más café y más tibieza apoyó el Alto sobre la lengua para expandir esa confidencia.
Atrapando los tímpanos de sus compañeros del Bar de los Sábados, contó sus recuerdos mejores. Por ejemplo, que cada lunes de cada semana y de cada mes, su madre lo invitaba a empezar el día con un desayuno humeante, una caricia en el flequillo y una voz de susurros. Con esa voz le entregaba la historia de un arquero que solía caer cansado en el piso tras volar de un palo al otro del arco, pero se levantaba una vez y mil veces porque la existencia era eso mismo, era ese ciclo, era levantarse a pesar de las caídas y de los cansancios.
El Alto repasó algunos de los cuentos que su madre. El del campesino que se había edificado una casa toda con postes de arcos para sugerirle a la vida que le regalara goles, el del centrodelantero que se hizo centrodelantero para tener siempre lejos la posibilidad de dejar las felicidades de estar en un lugar querido, el del árbitro que eligió ese oficio como entrenamiento para intentar ser justo. Unos cuentos eran más largos, otros eran fugacidades.
Todos guardaban encanto. "Una dulzura, tu mamá. Y, además, una dama futbolera", afirmó, sin vacilaciones, el Gordo, quien había oído con pasión cada sílaba. El Alto dejó que esa frase volara en el Bar de los Sábados, agradeció el elogio y devolvió una breve corrección. "Mi mamá nunca vio un partido, pero creo que tenía los ojos llenos con los mundos que yo veía", dijo. Enseguida, paladeó otro trago de café tibio, pensó de nuevo en los cuentos de su madre y sintió que la vida, esa maravilla, latía con la temperatura exacta.


(Un agradecimiento especial a Ariel Scher por su generosidad al permitirme publicar este cuento)

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