A los sufridos hinchas del fútbol de ascenso, que gambeteando la violencia todavía se le animan a la tarde de los sábados. Señor, yo sé que no tengo perdón porque esto no se redime de ninguna manera. Yo, que ando por ahí creyendo que esto es una enfermedad. Y a veces eso me parece grave y otras veces digo que es sólo una enfermedad.
Y eso me sucede, digamos, cada vez que perdemos, porque cuando ganamos -sábados de tanto en tanto- puedo decir que soy un enfermo mientras me río, salto y grito.
Y vuela por el aire el gorrito. Hasta la radio vuela por el aire.
Señor, yo, que algo sé de fútbol y que suelo acertar cuando digo que ese diez que corre en punta de pies dentro de poco estará jugando en algún equipo grande. No, yo digo de los grandes de los sábados, porque ya pasar a los domingos es otra cosa, otra categoría. Pero así y todo yo lo saqué por la pinta al Lungo Pérez, dije: vean, ése sí que va a llegar, a más tardar dentro de un año va a jugar -por lo menos- en Chicago, o en All Boys.-Sí, y vamos a terminar los vestuarios o las cabinas para los periodistas, dijo el Pelado Luis, masticando las palabras. -Lo mato al presi si lo llega a vender, gruñía el Gordo Adrián. -¿Y si no cómo entra un mango a este club? Callate Gordo, hacéme el favor, casi gritaba el Tino.
También dije que aquel grandote que hizo dos goles el día que debutó no iba a llegar a ningún lado.
- No se sabe dar vuelta, le rebota la pelota a tres metros del pecho, no ves que es un paquete, dije al sábado siguiente, y duró menos de 10 partidos en primera. Por eso, señor, yo sé que me defiendo mirando el fútbol, aunque grite como un salvaje. Pero sé diferenciar entre un golcito y un gol de ésos que hasta el número dos de ellos reverencia con la mirada cuando la pelota viaja hacia la mitad de la cancha para sacar del medio. Y también sé que esta enfermedad no se cura. Porque yo sé que nunca me va a tocar volver doblado una madrugada, borracho y feliz, por haberle ganado a River, o por entrar a una Copa Libertadores. Sí, borracheras hubo y habrá, entendeme bien, pero nunca por un motivo sublime así.
Señor, por eso te digo que a veces no tengo perdón por borrarme en todos los partidos, por partir el calendario con un tajo el día sábado, y ocupar ese espacio con un abismo y unas bocanadas de aire agitado que se me escapan cuando estoy llegando a la cancha. Al cajón de manzanas, nos dicen los turros de la tribuna de enfrente. Gritan contra los tablones, estos tablones, mis tablones, los que mi tío me contó que el club compró cuando yo no había nacido todavía, en la maderera ésa que estaba en Avellaneda. Fue cuando dividieron la tribuna lateral y construyeron la Social, como le llamaba mi tía cuando veníamos para la cancha con una sonrisa más grande que el sol que les daba de lleno a los visitantes. Cuando la inauguraron ganamos por goleada, una barbaridad el equipo ese día, no lo voy a olvidar jamás.
Así son mis sábados, señor, mezcla de ritual antiguo y misa popular, pero en un tablón. Aunque los pobres de espíritu digan que tengo los sábados hipotecados, que no comparto esas tardes con las nenas, que el egoísmo y que todas esas cosas. Pero ojo, señor, que peor son los tipos como yo pero de los domingos, eh. Esos verduguean a todos los suyos en el día bíblico. El día de la familia. Sacrifican los asaditos, la mesa compartida, el vino que es tu sangre, señor.
Y encima, a muchos de ellos les toca volver tan en banda como vuelvo yo la mayoría de los sábados. Sin nada en el bolsillo del alma. Más vacíos que el vestuario después que se van los gritos de los muchachos. Esos, señor, no tienen perdón. Pero yo, pobre pecador que cada vez grita menos goles y que cada año, por esos laberintos que tiene la fe, cree un poquito más, te digo, señor, que este solcito tibio, los manises que vende el Rengo Raúl al lado del alambrado y las banderas que aparecen 15 minutos antes de los partidos, todo eso es mío. Y lo que es más mío de todo este asunto es la voz del estadio, señor. Esa magia, esos parlantes de verdulero que se escuchan gangosos como si el que habla transmitiera desde una lancha de pasajeros del Tigre, y que siempre van a decir, hasta cuando estén apagados, que si su piloto no es aguamar / no es impermeable / lo puedo asegurar. Esa será, para siempre, la música de fondo de mis sábados a la tarde, señor.
Todo eso y nada menos que eso me lo voy a llevar puesto el día del viaje final. Que será un sábado, después de que el canchero descuelgue las redes de los arcos y junte los banderines del córner; y después de que el Rengo Raúl embolse los manises que le quedaron para vendérselo al boliche de la Avenida que tiene cerveza suelta. Con el corazón congelado por el recuerdo de un descenso, saldré por el portón de la Social, como le decía mi tía. Y entonces veré el cielo pálido por entre los tablones. Señor, no hay mejor vista para un atardecer. Te lo puedo asegurar.
(extraído de la revista “Al arco”, Julio 2001)
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