Gianfredi, sentado en el banco de suplentes con la cabeza gacha, miraba sus botines. El partido que en los papeles pintaba para paseo, se había puesto durísimo y ya promediaba el segundo tiempo.
La pequeña cancha de los Albos estaba repleta. Era un club modesto de primera B que jamás en su historia había ganado ningún torneo, cuanto menos un campeonato oficial, y en ese partido se estaba jugando el campeonato, su primer campeonato y el consiguiente ascenso a primera división. Lo miró de reojo a Podestá, el técnico. Parecía una estatua tallada en piedra, no movía un músculo de la cara, pero se estaba jugando la ficha de su vida. Ya pisaba los sesenta, y había desfilado por más de veinte clubes de tercera y segunda de ascenso, jamás uno de primera. Nunca había obtenido algo mejor que un cuarto puesto y ahora con este modestísimo equipo tenía la gran oportunidad, tan esperada.
Para Podestá, Gianfredi no existía, le había pedido al presidente un nueve de Rosario, un pibe que la rompía y estaba de oferta, pero se le aparecieron con Gianfredi que, según los comentarios, después de despilfarrar fortunas por Europa volvía a su patria, poco menos que en silla de ruedas a robar las últimas monedas. El tiempo le había dado la razón, en los tres partidos que lo puso había decepcionado a todos.
¿Pero cómo llegué a esto? Yo, Gianfredi, ídolo en esta canchita a los diecisiete. Goleador en dos clubes grandes y aclamado en tres de los mejores equipos europeos. Tendría que ser millonario con la plata que agarré y estoy como empecé, pero viejo, escrachado, mirado con lástima, en el banco y sin chance de entrar. Galindo me aceptó el pase en blanco por dos pesos y más por política que por otra cosa. Quiso que el jugador que fui terminara la carrera en el club, durante su presidencia…
La modesta cancha con tribunas bajas de madera, hervía. La barra seguidora de siempre estaba enloquecida. Con los torsos desnudos, transpirados bajo el riguroso sol del verano porteño, no paraban de saltar, de empujar al equipo con estribillos y cánticos. Los plateístas, usualmente más circunspectos, también se habían soltado y alentaban individualmente a tal o cual jugador. También se escuchaban los gritos que llegaban de la cancha, los del equipo propio y los del rival. Aunque de los primeros, los únicos que gritaban eran el arquero, ordenando la defensa y el cinco, el vasco Altolaguirre, capitán, que les gritaba a todos. Las cámaras de TV no se perdían nada, porque el partido iba en directo, para desesperación de los cabuleros, que pensaban que la televisión era mufosa porque las veces que los habían transmitido nunca habían ganado.
¿Y estos…? Lloraron cuando me fui del club y ahora que estoy de vuelta no me aguantaron ni tres partidos. Como duelen los gritos de la hinchada cuando uno anda mal. Y las burlas. Pero tuve que aguantar, si salimos campeones voy a agarrar unos mangos que necesito. Aunque la vuelta no la voy a dar, la cara no me da para tanto, porque la verdad es que anduve para el orto, estoy hecho un desastre… y encima, achacado. Menos mal que el único que lo sabe es Gardino, amigazo el tordo y de toda la vida. Dice que no puedo jugar más, que estoy arriesgando la vida, que tengo no se que mierda en el bobo. Por suerte no se avivaron cuando me hicieron el examen de ingreso al club y el seguro de vida recién vence a fin de año. Le tuve que pedir casi de rodillas que no le avisara al tordo del club. Lo convencí diciéndole que no me iban a poner, justamente porque las veces que había entrado me había parado al empezar a sentir esa cosa jodida en el pecho y que este iba a ser mi último partido, que me dejara dar la vuelta olímpica.
El banco alrededor de Gianfredi, era un solo nervio. Todos gritaban, festejaban o lamentaban las jugadas que se iban dando. Ganaban uno a cero y con ese resultado eran campeones. Pero todos sabían como es el fútbol, y también que deberían ir ganando por tres o cuatro goles, pero la pelota no había querido entrar, los palos, el arquero rival que tenía su tarde de gloria y algún cruce milimétrico de los del fondo, lo habían impedido. ¡Uno a cero, de penal mal cobrado y gracias! Un contragolpe, un pelotazo afortunado, una pierna mal puesta dentro del área y el sueño se desvanecía.
Había que ganar, el empate no servía. Estaban a dos puntos del primero que ya había jugado su último partido, y todavía faltaban veinte minutos. Pero no los veinte minutos, del que espera a la novia, al colectivo o que lo atiendan en el banco. Veinte minutos de un partido que se va ganado por la mínima diferencia y que significa un campeonato, es decir un siglo más o menos. Y este formidable desdoblamiento del tiempo es algo que todo hincha de fútbol conoce perfectamente, sin haber leído a Einstein.
¡Que bajonazo que tengo! Lo que más me jode es el ambiente en casa. Irene no me reprocha nada, al contrario, me dice que tenemos una linda casita, tres hijos hermosos, que todavía somos jóvenes. Pero yo se que nunca la escuché, por eso estamos como estamos. Y los chicos, los varones que tan orgullosos estaban de mí. Fueron dos veces a la cancha, escucharon como me insultaban y me vieron jugar tan mal… que humillados que están. No me dicen nada, pero me esquivan la mirada. La única que me hace sentir bien es la nena. Me dijo, papá a mi no me importa que no hagas más goles, yo te quiero igual y me abraza. Me dan ganas de llorar.
Los contrarios se habían ordenado, no tenía nada que ganar ni perder, ya habían pulsado el nerviosismo de los locales. Al fin y al cabo eran el equipo del barrio vecino, eternos rivales. ¿Y que cosa más hermosa que aguarles la fiesta a esos culos rotos?, porque para ellos, solamente de culo podían estar peleando el campeonato con el equipo que tenían. Ahora manejaban la pelota con serenidad y avanzaban lentamente asegurando cada pase. El vasco Altolaguirre con la camiseta totalmente empapada, la cara enrojecida, hacía sentir su vozarrón por toda la cancha. ¡Presionen la salida, carajo! ¡Chino agarra al cuatro que se está mandando arriba!, ¡Aprieten que faltan quince!
Pobre vasco, tiene tres años menos que yo, treinta y cinco. Ya es un dinosaurio futbolístico y nunca se movió del club. Después que me fui, estuvo a punto de pasar a un club brasileño, pero no se le dio. Y se quedó para siempre aquí. Creo que es el que más se merece el campeonato. Nunca pisó una cancha de primera y Galindo que lo aprecia, como todo el mundo, ya le dijo que si salimos campeones sigue en el equipo un año más. No quiero ni pensar lo que debe estar sufriendo.
En las tribunas se percibía que la mano no venía bien, el equipo se había acortado, estaban los once en su propio campo. El Perro Sanjurjo desde el arco pedía que salieran, que presionaran arriba, pero no había caso se venía el malón y cada uno hacía lo que podía. La línea de cuatro muy retrasada optaba por esperar y reventar la pelota adonde fuera. Los dos centrales, el hacha Barroso y el burro Roldán escribían una epopeya de las defensas heroicas. Los marcadores de punta, el ciruja Gómez y el chino Domínguez, trataban de frenar las subidas de los aleros, pero se les venían también los marcadores de punta. Un poco más adelante, el vasco Altolaguirre, el ocho, el diez y los punteros trataban de robar pelotas, de desacomodar a los que la traían dominada. Solo el colorado Nielsen con el nueve en la espalda quedaba adelantado a la espera de alguna cortada salvadora. Podestá, se había levantado del banco, con las palmas de la manos abiertas, las movía rítmicamente hacia abajo pidiendo calma, que pararan la pelota. Faltaban cinco.
Como se complicó, era un partido ganado en el vestuario, pero me parece que no están para aguantar, los nervios no los dejan pensar. Es un lindo equipito, jugadores de montón, pero con un corazón y unas ganas como pocas veces vi. Lo que es andar en la mala, ni esta me va a salir. Si no salimos campeones, me van a echar como un perro y encima sin un mango… Ay, ay, ay! Quedaron a contrapié, si se la cortan al once, el vasco no lo va a poder parar.
Y salió la cortada sobre el lateral izquierdo, el once la dejó pasar y la corrió, el vasco detrás. Cuando el delantero, ya olfateando el gol, pisó el área, Sanjurjo salió desesperado a tapar, pero el once tiró la gambeta larga a la derecha y lo dejó desparramado. Arco desguarnecido, solo tenía que tocarla, pero ahí llegó el vasco en el aire con los tapones de punta y le hachó los tobillos. Penal y roja indiscutible. El vasco, no lloró camino al banco, pero su expresión de desconsuelo era indescriptible. Justamente él, que se había matado todo el año, iba a ser el responsable de la derrota y la pérdida del campeonato. Lo pateó el mismo once. Ni tomó carrera, la colocó con clase en un ángulo bajo, el perro ni se movió. Uno a uno, la gran ilusión se hacía trizas. Faltaban tres.
Podestá sin mirarlo, con esa cara opaca, gris, que no traslucía ninguna emoción, dijo: Gianfredi, caliente un poco que entra por Ordóñez… Gianfredi levantó la cabeza y quedó estático como masticando la orden. Luego se paró, elongó gemelos, cuádriceps, hizo algunos movimientos para aflojar la cintura y ensayó unos trotecitos cortos frente al banco. Cuando el cuarto árbitro, levantó el cartel luminoso con un número ocho que indicaba el cambio y Ordóñez, cabizbajo, trotó hacía el banco, Gianfredi que lo esperaba, chocó palmas con él e ingresó al campo.
Lo que faltaba, que me quieran colgar el San Benito de este desastre. Yo estuve bien puteado en los otros tres partidos, pero aquí no tengo nada que ver. Ni en mis mejores años hubiera podido hacer algo a esta altura del partido. Estoy en el banco solamente porque mi nombre en la formación podía mejorar la recaudación. Y ahora este turro de Podestá me pone porque se la ve venir. No va a faltar algún periodista poco informado que diga: “A la vista de la magnífica oportunidad desperdiciada por los Albos para obtener su primer campeonato, resulta incomprensible que en un partido de tamaña envergadura, el técnico haya decidido prescindir de un hombre con la historia y la experiencia de Gianfredi” Las veces que habré escuchado o leído este verso. Lo que quiere es que en estos dos minutos todos vean porque no me puso antes.
La tribuna local, había callado. La desazón, la angustia, el dolor que importaba un bello sueño hecho pedazos los había ganado a todos. Lo aplaudieron un poco a Ordóñez al salir pero a él, que caminaba cansinamente hacia su puesto sobre el lateral derecho. lo miraban con resignación e indiferencia. Solamente resonaba en el estadio el clásico cantito entonado, sin mucho entusiasmo, por la tribuna visitante “…se quema, se quema, se quema y se quemó, a los Albos se le queman las ganas de campeón”.
Sus compañeros tampoco parecieron enterarse de su ingreso y el comprendió que no le iban a pasar la pelota, quedaban dos minutos, la iban a manejar los más hábiles, con mejor estado físico. El tiempo seguía pasando, pero ahora en forma inversamente proporcional, con una velocidad alucinante
Los rivales estaban hechos, el objetivo se había cumplido. No valía la pena arriesgar, no fuera cosa que en la locura de la derrota alguno saliera a lastimar. Todavía había que volver al barrio. Se plantaron firmes en defensa y retrasaron el equipo, solo era cuestión de cuidarla y esperar.
Cuando algún rival avanzaba por su carril, Gianfredi intentaba marcarlo, pero no tenía velocidad, la molestia en el pecho cada vez más intensa lo tenía asustado, así que lo pasaban como poste. La hinchada le dedicaba el más cruel de los insultos: la indiferencia total.
El tiempo de juego se había cumplido, pero el árbitro había indicado dos minutos más, ya se había ido uno. Quedaban segundos. El colorado Nielsen, que era el nueve y goleador del equipo, robó una pelota en media cancha y decidió jugarse la patriada, pero comprendió que no podría pasar, tenía delante una nube de defensores, necesitaba hacer una pared. Miró, estaban todos marcados, el único destapado sobre el lateral derecho era Gianfredi, no lo pensó más, se la dio y picó a esperar la devolución cerca del área. Gianfredi, de una ojeada, entendió que la jugada era tan obvia, que el nueve no la recibiría de vuelta, y que si lo hacía, tendría tres hombres encima antes de tocarla. Amagó el pase, pero la empujó por el lateral, casi sobre la raya de cal, y corrió tras ella, el marcador de punta salió como una flecha al cruce. Con un gesto de dolor en la cara lo dejó venir, cuando lo tuvo encima enganchó hacia adentro, el otro pasó de largo. La volvió a tocar hacia adelante pero se le fue larga, si no picaba se le iba por el fondo.
¡Pero qué boludo, se me fue larga, carajo!, Si pico, la agarro y tiro el centro, pero ¿para qué?, el único que va a llegar es el colorado… ¿y cómo va a cabecear entre todos esos…?
En las tribunas, nadie respiraba, con los puños apretados seguían la jugada de Gianfredi, Cuando se le fue larga un lamento colectivo recorrió el estadio, pero de pronto, respondiendo a una inspiración superior, Gianfredi picó como en sus mejores tiempos. Llegó a la pelota a dos metros de la línea de fondo y cinco del borde del área, poco menos que un tiro de esquina. Se abrió un poco para darle bien, colocó el pié izquierdo a la altura de la pelota y sacó el derechazo, como los que saben. La calzó más bien abajo, de chanfle, con borde externo de pie derecho, tres dedos que le dicen. La pelota levantó vuelo rotando sobre si misma furiosamente hacia la derecha. El arquero intuyó que no era un centro y corrió a cubrir el primer palo. La pelota en el aire parecía dirigirse al banderín del córner, pero al pasar frente al primer palo girando y girando con un suave siseo comenzó a doblar hacia la derecha y a bajar. El arquero la miró como quien mira pasar un avión.
El mundo se paralizó, nadie respiraba en las tribunas, ni los jugadores en la cancha o en el banco, ni los que miraban por televisión, ni los relatores de radio. Nadie. El tiempo se había detenido. Solo existía una pelota de fútbol girando en el aire como un estrafalario planeta blanquinegro mientras Gianfredi con el equilibrio perdido, dando tumbos, caía dentro del área.
Miles de pupilas dilatadas, sin pestañear, la transpiración fluyendo por todos los poros, puños, dientes apretados y la pelota que rotando como un trompo, mágicamente, se cerraba y bajaba, más y más… Pegó en la parte interna del segundo palo, picó adentro del arco y se depositó mansita, pero todavía girando, junto a la red, como besándola con amor.
¡Un golazo de aquellos!
El árbitro señaló el centro de la cancha convalidando el gol. Caminó tres pasos en esa dirección levantó el brazo y pitó el fin del partido.
¡Los Albos eran campeones!
Antes que el pitazo final sonara, el mundo había explotado. En los veinte segundos que siguieron al gol, simultáneamente, ocurrieron muchas cosas. Las tribunas eran una sola catarata de cuerpos brillosos de sudor y caras desencajadas que bajaban trastabillando hacia el alambrado con un grito de gol interminable en sus gargantas. Saltando, gritando, se abrazaban unos con otros, reían, lloraban, expresando la pasión brutal del fútbol en su más cruda belleza. Los jugadores colgados del alambrado tiraban sus camisetas a la hinchada, descargando la tensión contenida durante un partido interminable, la alegría recuperada cuando ya no quedaban esperanzas.
Desde la platea un señor gordo con un sombrero piluso, que se había cansado de putearlo, gritaba frenéticamente: ¡Gianfredi, yo sabía que ibas a aparecer, ídolo! Podestá, el técnico cara de piedra, sentado en el banco ocultaba la cara entre las manos y lloraba convulsivamente como un niño toda una vida dedicada al fútbol que, por fin, había encontrado su premio. En el bullicio general una palabra era escuchada repetidamente: Gianfredi.
El estallido de gol, gritado por diez mil almas había despertado al barrio, los gorriones habían levantado vuelo y se habían abierto las ventanas. Los autos tocaban bocina, hasta las señoras jóvenes y las mayores, siempre desinteresadas por el fútbol, levantaban sonriendo sus brazos al cielo. El barrio rejuvenecía, los árboles eran más verdes, el aire se había perfumado con las flores de los jardines y hasta el vigilante de la esquina ensayaba un pasito de baile... La vida era hermosa. En la casa de Gianfredi, la nena que era la única que estaba mirando el partido había dicho hacía un rato con tono sombrío: nos empataron. Y luego: va a entrar papá. La mujer con un plato en la mano y los chicos, lentamente como al desgano, se habían acercado al televisor. Ella había lanzado el plato al aire, gritado ese gol como ningún otro en su vida y lloraba abrazada con sus hija mientras los chicos descargaban la bronca contenida gritando a la pantalla: ¡Vamos viejo todavía! y a la hinchada enfocada por la TV: ¡Puteenlo ahora, tiraculos!
En la verja del jardín se habían colgado unos chiquilines que coreaban: ¡Gian-fre-di, Gian-fre-di! Un manto de felicidad había caído sobre la barriada, el sueño se había hecho realidad. El modesto equipo que amaban porque era parte del paisaje cotidiano accedía a la primera división, por primera vez en su historia.
Todo ocurría en esos veinte segundos posteriores al gol. En la tribuna visitante, un muchacho había dicho amargamente: es increíble, estos culosrotos, campeones y un viejo le había retrucado: si, son unos culosrotos pero lo tienen a Gianfredi, entró dos minutos y ganó un campeonato, si jugaba todo el partido nos hacían nueve, es un grande, pibe. En los replay televisivos, Gianfredi comenzaba a arrancar, a enganchar, a picar, a pegarle como los dioses, así lo haría una y otra vez durante días, quizás, años.
Y también en esos veinte segundos, algunos hinchas que habían entrado al campo, ayudantes de campo, todos los jugadores titulares y suplentes, semidesnudos, los brazos en alto con el vasco Altolaguirre a la cabeza, corrían hacia Gianfredi, para abrazarlo, besarlo, levantarlo en andas y llevarlo así, a dar la vuelta olímpica.
Pero Gianfredi, no los veía ni los escuchaba venir, tendido inmóvil, con una expresión de infinita paz y una tenue sonrisa dibujada en sus labios, miraba, ya sin ver, el descolorido, amarillento pasto de la cancha de los Albos, campeones de la B.
(Un agradecimiento inmenso para el autor de este cuento, Hilmar Paz, (Negroviejo) y su generosidad al permitirme la publicación de su cuento en “Los cuentos de la pelota”)
Desde Ayacucho, Argentina, un humilde homenaje a esa gran protagonista del juego traducido en cuentos, frases y anécdotas.
Sabiamente la definió el viejo maestro Ángel Tulio Zoff, "lo más viejo y a su vez lo más importante del fútbol".
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