Habían perdido. Habían perdido por robo. Estaban jugando el descuento, pero no había manera de remontar esa catástrofe. Las conexiones con las otras canchas hablaban de la algarabía de los cuadros que se habían salvado.
En un arrebato de amargura infantil se sintió despechado porque Dios hubiese hecho caso omiso de sus promesas de regeneración absoluta. Mientras tomaba la salida de la autopista hizo un último esfuerzo para que no le importara. Se detuvo en una cuadra desierta, llena de galpones en las dos veredas. Se dijo que no podía ponerse así. Que un dolor de ese tamaño solo podía sentirse por la pérdida de un ser querido. Que no podía tirar a la basura los esfuerzos de los últimos meses.
Y todavía le faltaba sobreponerse a la escenita que iban a hacerle los muchachos en la parada. Control, gordo, control. Mejor seguir haciéndose el distante, el superado, tal vez así lo dejaran en paz. Tardo quince minutos en arrancar de nuevo rumbo a la parada. Abelardo Celestino Tagliaferro dobló en la esquina sin prisa.
Apretó suavemente el embrague, puso la palanca de cambios en punto muerto, con las manos levemente posadas en sobre el volante arrimó el auto a la vereda y lo detuvo sin brusquedad al final de la hilera de autos amarillos y negros. Apagó el motor, quitó la llave del tambor, aspiró profundamente y dirigió la mano izquierda hacia la puerta.
Cuando logro incorporarse no se dirigió inmediatamente hacia la esquina. Fue a la parte trasera del taxi y abrió el baúl. Hurgó un momento bajo la caja de herramientas y encontró lo que buscaba.
Desplegó la enorme tela rectangular con ademanes tiernos. Se anudó la bandera blanca con la franja central marrón en el cuello y la extendió sobre su espalda como si fuera una capa. Tanteo otra vez y encontró el gorrito tipo Piluso. Se lo plantó hasta las orejas. Cerró el baúl. Levantó los ojos hacia la esquina.
Abiertos en un semicírculo los otros se pasaban el mate y le clavaban a la distancia siete pares de ojos inquisitivos. Tagliaferro no caminó enseguida, porque acababa de entender que todos los hombres son cautivos de sus amores. Uno no entiende porque ama las cosas que ama.
El intelecto no alcanza para escapar de los laberintos del afecto. Por eso es tan difícil enfrentar el dolor: porque uno puede engañarse inundando con argumentos razonables las llagas que tiene abiertas en el alma, pero lo cierto es que esas llagas no se curan ni se callan. Y por eso un hombre puede amar a una mujer que a los otros hombres les parezca funesta, o puede poner su corazón al servicio de amores que a los otros se les antojen inútiles o intrascendentes.
Abelardo Tagliaferro estiró los brazos, prendió las manos a la tela, como un extraño superhéroe excedido de peso, y supo que lo importante no es a quién o a que uno ama, sino el modo en que uno ama lo que ama. Recién entonces camino hacia la parada.
(extracto de Motorola, de Eduardo Sacheri, en "Lo raro empezó después". Ed. Galerna, Buenos Aires, 2003)
En un arrebato de amargura infantil se sintió despechado porque Dios hubiese hecho caso omiso de sus promesas de regeneración absoluta. Mientras tomaba la salida de la autopista hizo un último esfuerzo para que no le importara. Se detuvo en una cuadra desierta, llena de galpones en las dos veredas. Se dijo que no podía ponerse así. Que un dolor de ese tamaño solo podía sentirse por la pérdida de un ser querido. Que no podía tirar a la basura los esfuerzos de los últimos meses.
Y todavía le faltaba sobreponerse a la escenita que iban a hacerle los muchachos en la parada. Control, gordo, control. Mejor seguir haciéndose el distante, el superado, tal vez así lo dejaran en paz. Tardo quince minutos en arrancar de nuevo rumbo a la parada. Abelardo Celestino Tagliaferro dobló en la esquina sin prisa.
Apretó suavemente el embrague, puso la palanca de cambios en punto muerto, con las manos levemente posadas en sobre el volante arrimó el auto a la vereda y lo detuvo sin brusquedad al final de la hilera de autos amarillos y negros. Apagó el motor, quitó la llave del tambor, aspiró profundamente y dirigió la mano izquierda hacia la puerta.
Cuando logro incorporarse no se dirigió inmediatamente hacia la esquina. Fue a la parte trasera del taxi y abrió el baúl. Hurgó un momento bajo la caja de herramientas y encontró lo que buscaba.
Desplegó la enorme tela rectangular con ademanes tiernos. Se anudó la bandera blanca con la franja central marrón en el cuello y la extendió sobre su espalda como si fuera una capa. Tanteo otra vez y encontró el gorrito tipo Piluso. Se lo plantó hasta las orejas. Cerró el baúl. Levantó los ojos hacia la esquina.
Abiertos en un semicírculo los otros se pasaban el mate y le clavaban a la distancia siete pares de ojos inquisitivos. Tagliaferro no caminó enseguida, porque acababa de entender que todos los hombres son cautivos de sus amores. Uno no entiende porque ama las cosas que ama.
El intelecto no alcanza para escapar de los laberintos del afecto. Por eso es tan difícil enfrentar el dolor: porque uno puede engañarse inundando con argumentos razonables las llagas que tiene abiertas en el alma, pero lo cierto es que esas llagas no se curan ni se callan. Y por eso un hombre puede amar a una mujer que a los otros hombres les parezca funesta, o puede poner su corazón al servicio de amores que a los otros se les antojen inútiles o intrascendentes.
Abelardo Tagliaferro estiró los brazos, prendió las manos a la tela, como un extraño superhéroe excedido de peso, y supo que lo importante no es a quién o a que uno ama, sino el modo en que uno ama lo que ama. Recién entonces camino hacia la parada.
(extracto de Motorola, de Eduardo Sacheri, en "Lo raro empezó después". Ed. Galerna, Buenos Aires, 2003)
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