27 de octubre de 2007

Con la camiseta empapada (Jorge Ojeda Águila - Chile)


No tiene brillo salir de casa sin otro objetivo que ganarse la vida y peor si, en vez de ganarla, la despilfarro diariamente, rematando la rutina en un ahogo de tragos sabatinos, la pichanga del domingo por la tarde con el cuerpo malo y la cancha crece y crece mientras las piernas se endurecen, los pulmones responden hiriéndome las costillas y algo que se asemeja al orgullo me impulsa tras la pelota que arranca al infinito más allá de la línea de fondo; no está bien perder el partido así como así, como si fuésemos once viejos reumáticos y cachacientos, los dos puntos nos dejarían al borde del campeonato, otra estrella en el banderín y un diploma en el comedor junto a la fotografía que nos tomamos con María Inés el día que. nos casamos; pero los cabros del Estrella Azul son más jóvenes, casi todos solteros, se cuidan y entrenan toda la semana porque todavía un gol tiene importancia, en cambio nosotros tomamos el asunto medio a la chacota, creyendo que la experiencia es suficiente para derrotar esas entregas, y recibimos el lunes lamentando la goleada, otro campeonato que se aleja como los buses que siempre pasan un minuto antes de que yo llegue al paradero y me condenan a un nuevo atraso que hará rabiar al jefe de personal, otra advertencia, el desahucio acercándose y nadie comprende que la irresponsabilidad escapa a mis deseos, lo único que anhelo es agarrar de sobrepique esa pelota que viene justo a la esquina del área y el arquero está botado, no hay ningún defensa cerca, con este gol fijo que se les cae la moral, el equipo de los viejos en ventaja y alcanzo el punto preciso mucho antes que mis piernas clavadas y muertas a tres metros de distancia mientras el rubio del número cinco sale de lujo dejándome solo frente a las risotadas de quienes no saben lo que significa tener esta edad y estos golpes sobre el alma, el corazón latiendo a punta de fouls y penales no cobrados, jugar para distraerme cuando el petiso del almacén ya no fía y en ve z de colores y goles y pifias y cancha no veo sino la fiesta que Juanito seguirá esperando aunque, pase lo que pase, el próximo año sí que le tendré sus onces con gorritos y sorpresas y helados y amigos y todo lo que hace soñar a los niños mientras presencian el paso de su tiempo, reirá como el hijo de Subiabre y lo sentiré igual al gol olímpico que marqué cuando era juvenil y María Inés iba a verme jugar, orgullosa de ser la novia del capitán; al año siguiente casada con un aprendiz de tornero que ganaba una miseria pero que seguía siendo el hombre-gol, el insustituible puntero derecho hasta que los cambios de tumo me obligaron a faltar a los entrenamientos y el director técnico dijo que debía ponerme más serio si quería llegar al profesionalismo, no te olvides que Pelé es el mejor porque se ha sacado la cresta; el Campeonato Nacional estaba cerca y todos sabemos que ésa es la gran oportunidad, a un mes del contrato para jugar en el Estadio Nacional, a lo mejor hasta podría vestir la roja de la selección, pero no estaba en condiciones de aceptar un permiso por tres semanas sin goce de sueldo, tal como me lo dijo Don Lucho, y el Negro Bustamante, el mismo que ahora juega en Argentina, ocupó mi lugar cuando avisé al entrenador que no iría, que todavía era joven y que tendría que ser muy recontra fatal para que María Inés se volviera a enfermar antes del otro campeonato.

Cuatro o cinco meses más tarde me di cuenta de que ya no era el mismo, no tenía tiempo para entrenar, se me fueron terminando las ganas indispensables para aguantar los sacrificios que exige el fútbol y seguía de aprendiz, por leso, decían los demás, en vez de quedarte tranquilo andas fregando la pita, el sueldo te lo paga la fábrica, pajarón, don Lucho es el de la torta y no el sindicato; Subiabre era subjefe de la sección y hasta el Chincol Ordóñez se permitía llamarme al orden cuando al cobrar la semana, los mierdazos me salían de adentro, a Gómez lo despidieron por faltar sin aviso el día que se perdió uno de sus cabros y don Lucho, durante el almuerzo anual de Chiriboga y Cía., manifestó en su discurso que lo había sentido mucho pero que si dejaba pasar una la disciplina se iría a las pailas, claro que como era una persona sensible y comprensiva dio orden al contador para que pagara los gastos que Gómez tuvo que hacer, sin pensar en la plata, entiéndalo bien, no soy ningún avaro y los del equipo de fútbol lo saben, aseguró mirándonos, y yo tuve que acordarme del juego de camisetas y del asado que nos ofreció cuando ganamos la competencia industrial, aquella última vez que entré a una cancha con las jinetas de capitán en la manga izquierda, marqué un gol y di en bandeja el segundo antes de sentirme lleno de calambres, las pantorrillas hechas un solo nudo, sin poder demostrarle al patrón que en su fábrica era apenas un aprendiz pero sobre el pasto mandaba yo y tuve que confesarle a María Inés que el viejo se había reído cuando me vio llorando porque supuso que el dolor me la ganaba, pero era otro dolor, no el de las pantorrillas sino uno que venía desde el fondo de los huesos, de siempre, un dolor de todos los Gómez que trabajaban conmigo, el dolor de verse en el suelo, impotente, los ojos mojando la tierra y los zapatos de don Lucho cerca de mi nariz, su voz y su risa, esos billetes de premio durante el asado por haber defendido tan efectivamente el prestigio de Chiriboga y Cía., el dolor que renació al recordar ese Campeonato Nacional, y le recibí el dinero, porque, a fin de cuentas, el viejo no es malo, uno no puede humillarlo de buenas a primera; como dice Núñez, la caga a cada rato pero sin darse cuenta. Y ahí estuvo lo malo, no haberse dado nunca cuenta de que yo retomaría las jinetas de capitán para prenderlas en mi pecho, no más cancha de fútbol sino aquí, don Lucho, en este portón desde el cual le advierto que ni muertos le devolveremos la fábrica.

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